Título original The Tree of Life
Año 2011
Duración 138 min.
País USA
Director Terrence Malick
Guión Terrence Malick
Música Alexandre Desplat
Fotografía Emmanuel Lubezki
Reparto Brad Pitt, Jessica Chastain, Hunter McCracken, Sean Penn, Fiona Shaw, Crystal Mantecon, Pell James, Joanna Going, Kari Matchett, Michael Showers
Productora Fox Searchlight Pictures / Riverroad Entertainment
Valoración 7.5
Terence Malick vuelve a conseguir que el Séptimo Arte le mire a la cara de nuevo. Que le preste atención a la abismal e incatalogable magnitud de su controvertida sapiencia. El autor de UN NUEVO MUNDO reincide en su apasionante poder de convocatoria. En tiempos de tanta polución audiovisual, no deja de ser algo más que curioso que esta “rara avis” del panorama cinematográfico contemporáneo acapare semejante poder de convocatoria mediática y pública. Más aún cuando es de sobra conocida su única máxima a la hora de exhibir un nuevo proyecto: se ve cuando él lo manda.
Podemos intuir que el hecho de haberse alzado con la Palma de Oro en la última edición del Festival de Cannes no le es ajeno. Tampoco la enorme polvareda confrontativa generada, ya, la misma mañana de su pase de prensa en el certamen. Las crónicas de los presentes coincidían en la encendida mezcolanza: abucheos y ovación de gala, silbidos desaprobatorios frente a apasionamiento aprobativo entusiasta. Y es que EL ÁRBOL DE LA VIDA acumula, otra vez, esa reconocible radicalidad escénica, cuya única respuesta inadmisible es la indiferencia.
EL ÁRBOL DE LA VIDA es Malick en estado puro. En estado fervorosamente incorrupto e intransigente. O lo tomas o abdicas de tu butaca. O se ama o le abjuras hasta su germinación genealógica. Quien no esté dispuesto a dejarse mecer en los brazos de lo no visto y de lo obsesivamente perfeccionista que no hunda los pies en la arena de su playa. Que pasee sus pupilas en horizontes de otro. Yo, desde luego, soy de los que bucearía siempre hasta la última sal del más intempestivo de sus oleajes. Admiro todas sus propuestas, porque han colmado de territorios inhóspitos a la geografía espectadora que he logrado atisbar.
El estadounidense es de los pocos cineastas que demuestran que el hecho cinematográfico, ante todo, debe de ser un acto de compromiso. Un pacto contumaz con la subjetiva concepción de este arte con cámara. El creador de LA DELGADA LÍNEA ROJA, desde los primeros instantes de su parca y fundamental filmografía, ha patentizado inquebrantablemente que sólo le admite consejos a la gana que le da su gana. Es un perfeccionista convulsivo que, de lo inconforme, hace objeto de búsqueda.
Su última obra parte de un hecho entrañadamente conmocionador. A una madre le anuncian la defunción de su hijo. Poco después vemos la reacción del padre. EL ÁRBOL DE LA VIDA hace brotar su coherencia tratando de impartir una irracional, sugerente, evasiva y sincera reflexión sobre el dolor humano. Sobre el misterio de soportarlo. La imprecisión de lo que se nos cuenta tiene que ver con ese vapuleo arraigador que acontece cuando acribilla la desgracia.
La película hace mediar una voz narrativa adulta: los pensamientos del hermano mayor de la familia, muchos años después, ya adulto. Vaivenes hermosísimos de un denso tratado sobre el padecimiento. El hombre mayor que recuerda nos traslada a los años anteriores a la ausencia. La mayor parte del metraje el film escenifica instantes de la memoria de éste, en los que la familia permanecía unida en una casa de Waco. La adolescencia de este personaje aún doliente da paso a que puedan ser entrevistas la problemática relación con su padre, la venerada figura de su madre y fugaces atisbos descriptivos del hermano posteriormente muerto.
El tema central, como siempre en su autor, no es sino una excusa para que lo realmente atractivo y medular sea el modo de quien lo va exponiendo. En Malick, lo único válido es la sentencia de sus planos. Cada uno de ellos está imbricado en calidad de veredicto inesperado. Por eso da tanto margen a lo huidizo, a lo impensado, a lo sugestivo, al desliz a conciencia, a lo merodeado, a lo que se aleja del canon. Resulta una experiencia completamente única disfrutar del movimiento interno y constante de su cámara. La gracilidad intuitiva y sinuosa con la que se desplaza, acorrala y se cierne.
Malick ataca a su objetivo (ya sea animado, paisajístico, molecular o sideral) como si fuera un elemento inconcluso que el se dispusiera a terminar de pincelar. Los noventa minutos centrales de EL ÁRBOL DE LA VIDA componen una inusitada elegía impresionista, evocativa y certera, que hurga en esa madeja de grandezas, miserias y acumulaciones varias que es un núcleo familiar evocado. El cineasta estadounidense es un poeta fílmico, que defiende con vehemencia holgada la furia de sus versos insospechados. Que lo cataloguen de raro no es más que la certificación de lo inaprensible de su sapientísima oscuridad intelectual. Malick no es difícil, es prodigiosamente distinto.
De ahí que pueda antojarse a más de uno que sea arrogante y ampuloso. Quien esto escribe no opina eso. Antes que todo ello, como lo que se muestra es como un tajante celador de lo que no quiere para sus composiciones. Quizás, aquí esté la clave de la evidencia que conforma la clamorosa fractura tolerada dentro de EL ÁRBOL DE LA VIDA. Tras un espléndido primer tramo, en el que quedan perfectamente ensamblados el caos del personaje que evoca y la conmoción punzante de la familia por él rememorada, Malick, para iniciar una reflexión sobre la superación del dolor humano, depara una sorpresa que, muy pronto, denota ineficacia. Pasmante ineficacia y vacua ingenuidad, pues lo que comienza a exhibir es un bellísimo recorrido por la evolución de la especie humana. Un colmado de preciosismo fotográfico que, sin embargo, no viene a cuento nada más que de un antojo mal calibrado.
Contemplado en su totalidad, el film se encarga de despreciar este remanso ensayístico, pues acaba resultando redundante y postizo. La significativa beldad del plano que persigue de espaldas a la madre por el bosque, por ejemplo, acumula mucha más resolución que todo este pasaje. El error de Malick es insertar este episodio explicativo dentro de un prodigioso acercamiento dramático a la familia. La arrebatante perfección lograda en la concreción de este propósito, hace que lo anterior tenga dolosa enjundia de exquisita morralla.
Ahora bien, reconocido este yerro, lo que resta es dejarse seducir por la insuperable disección que se hace sobre los hechos remembrados desde el hombre con traje que se siente asaltado por ellos. Las disputas con el padre, el complejo retrato de su figura, las graves enseñanzas que aquel intenta, el despertar sexual del adolescente, la emotiva exaltación de la paciencia materna, las disputas con el hermano y todo el sensible entramado de interrelaciones escenificadas no son sino la excusa mínimamente narrativa, mediante la cual Malick vuelve a impartir una grandiosa lección cinematográfica. De lo divino y lo humano, de lo cósmico y lo terreno, de lo espiritual y de lo cierto, de lo imposible y lo seguro: el autor de DIÁS DEL CIELO se muestra capaz de convocarlo todo en un solo plano. Los planos, en Malick, son esquinas que nunca sabes qué certeza te pueden deparar. Los guía la hipnosis de un misterio, que solo puede ser revelado en la pupila del conmovido espectador.