Paco De Lucia

El genio descansa ya en Algeciras

Resulta difícil, muy difícil, escribir unas palabras que sepan expresar con justicia la pérdida irreparable de un genio. El cuerpo sin vida del Paco de Lucía acaba  de ser enterrado en Algeciras, junto a sus padres, tal y como era su expreso deseo, y, sin embargo, se antoja injusto, poco y desleal,   en este difícil momento de su despedida, acudir al tópico de su llegada a ese olimpo llamado leyenda. La muerte no va a darle la bienvenida a una geografía que él, con honda justicia, ya había alcanzado en vida. Este hombre con oráculo en las yemas de sus dedos lleva siendo legendario desde que decidió compartir con el público la brisa de sus composiciónes y el misterio insondable de la precisión, la exigencia y el duende para ejecutarlas.

Paco de Lucía, así lo aseveran los especialistas más severos y reputados,  acumula sobre su silla de tocar muchos años meciendo su forma de entender la música instalado en la consciente gratitud, en la responsable apología de su propia institución. Este guitarrista es legendario desde el día en el que inventó para ese instrumento, además de un nuevo modo de expresión,  un insólito desenfado con el que quererse. El autor de ENTRE DOS AGUAS alumbró una estima que permanece intacta desde que vistió al flamenco con una libertad perdurable, recóndita, ancha, satisfecha, leal y suya.

No vamos, desde aquí, a enumerar las mil y unas razones por las que todos los aficionados a la música hemos sentido que esta pérdida nos ponía de luto el placer de cultivar esa pasión por escucharla. Apetece más enumerar los motivos por las que contrariarse. Sí, contrariarse por los veces que hemos estado a punto de escucharlo en directo y no lo hemos hecho, contrariarse por no haber apreciado antes el alcance de la exquisitez de su técnica, contrariarse por haber llegado tarde y mal hasta ese universo visionario, experimentador, coherente y sabio, contrariarse por, en definitiva, la atención ya más experta que no le vamos a poder prestar.

Es cierto que nos queda su obra, pero duele mucho saber que su nombre no vamos a poder encontrárnoslo en la primera línea del cartel de un festival. La serenidad de su postura, la enjuta concentración de su ademán, la elocuente templaza de su flirteo constante, tenso y ensimismado con las cuerdas de su instrumento, el milagro explosivo, imperceptible, salvaje y tenue de sus dedos haciendo flamenca magia contra ellas, la firmeza fácil y genuina de su pierna cruzada sobre la otra… Dos lamentos nos conmueven: el de su trabajo, que ya no va a seguir sentando la cátedra de su investigación, y el de su perfil  frente al público, que ya no va a ser alumbrado por el emocionante respeto de sus seguidores. Ese corazón ha detenido para siempre la ceremonia de Paco de Lucía. La música se ha quedado sin la más inatacable de sus liturgias. 

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