Dirección: Carla Simón
Reparto: Llúcia Garcia, Tristán Ulloa, Mitch, Alberto Gracia, Miryam Gallego
Nota: 9
"Esto no es el Mediterráneo" exclama Marina nada más entrar en contacto con el agua, tras su primer chapuzón en el Atlántico. Venida desde Cataluña, la joven acaba de llegar a Galicia en busca de un certificado que necesita para pedir una beca. Quiere cursar estudios de cine en el extranjero. Un imprevisto burocrático relacionado con su padre solo puede ser solucionado mediante un acta notarial. Para lograrla debe pedir la firma de sus abuelos paternos. Marina no los conoce. Ni a ellos ni a sus tíos, ni a sus primos. Tampoco a su padre, que murió cuando ella era pequeña. Había roto su relación con su madre antes de ella nacer. Ambos estaban enganchados a la heroina. Ambos murieron de sida. Ella ha sido criada desde bien pequeña por su familia materna. Su padre nunca fue a verla. Ahora, con dieciocho años, acude a Galicia con el ánimo de arrojar luz sobre las incesantes tinieblas con las que ha sido obligada a pincelar la figura de un padre al que necesita dejar de concebir como un rumor difuso, remoto, marchado.
ROMERÍA no deja en ningún momento de nadar en esa agua nueva e incierta en la que consiste toda búsqueda; en ese recelo dérmico que procura un cambio de temperatura; en ese escalofrío advertidor de que la predisposición a un determinado entorno ha dejado sonar una imperceptible señal de alarma. Marina cambia de aguas porque siente la necesidad de hacer caso a una alerta tan íntima e inaplazable como es la de su propio origen. Carla Simón viaja también desde sí misma para emprender un itinerario creativo de honda magnitud averiguativa: el de perpetuar fílmicamente el periplo interrogador en el que se embarca Marina. La implicación de la realizadora corre pareja a la de la peripecia emocional de la protagonista nacida de su puño y vida. ROMERÍA obliga a la creadora de ALCARRÁS a surcar un espacio narrativo, geográfico y escénico bien distinto al abordado en sus dos films anteriores. Quienes se obcecan en ver en ella a una realizadora empeñada en una reivindicación meramente autobiográfica solo se quedan en la superficie de una cineasta poseedora de un mar de fondo fabulador, lleno de corrientes creativas versátiles, disímiles, fugadoras, desdobladas, siempre sutiles. Más no una sutilidad uniforme, sino una sutilidad sabedora de que cada historia remite a una alarma, a una temperatura, a una alerta y a un escalofrío distinto. ROMERÍA obliga a Simón a un agua que no es el llanto de una niña, ni la que se pierde de una acequia, sino la fría de un Atlántico al que llega una joven con un naufragio heredado al que quiere dejar de pertenecer.
Como consecuencia de esa persistencia en un posicionamiento relatador siempre apremiado de cautela con los dientes apretados, la película, que, como ya ha quedado dicho, parte de una indagación personal con visos de generar algún tipo de enfrentamiento o de conflicto, evita este encono a toda costa. Simón vuelve a revelarse como una sólida indagadora de precauciones desenfundadas, de prudencias a la defensiva, de tensiones mutadas en protocolos de respeto centinela. La llegada de Marina al universo paternal que nunca ha conocido no está impelida por un esperable afán de ajuste de cuentas. La actitud de esa hija vetada por el núcleo familiar al que decide llamar a la puerta dista de sustanciar un esperable reproche. Muy al contrario, en todo momento la gobierna una tan reservada como innegociable curiosidad. Un pujante ansia esclarecedora, evidenciada desde la conciliación mucho antes que desde la disputa. La sorpresa mayúscula es que la respuesta del clan paterno por ella desconocido recoge el guante de ese tembloroso, incómodo y ávido miramiento. ROMERÍA desentraña un arduo, pormenorizado laberinto de prevenciones, merodeos y susurros a través del cual la protagonista habrá de intentar solucionar el puzzle de oquedades sin respuesta que trae consigo.
Esa numerosa concatenación de recovecos y claroscuros, versiones enrocadas en contradicción, datos por confirmar y confirmaciones de lo que solo era suposición deseada de ser validada como certeza, la directora decide emplazarla fílmicamente atendiendo a esa abigarrada coralidad de movimientos de intramuros motivados por la llegada de Marina evitando la posibilidad del relato unívoco. ROMERÍA es el relato de una voz que quiere descubrir y, cómo no, del estallido de ecos consecuentes a ese deseo por resquebrajar el silencio impuesto a la verdad que ella ha venido a desenterrar y a resucitarse. Ecos presentes y ecos pretéritos; ecos imaginados y ecos fantasmagóricos. Ecos huérfanos y ecos amantes. Carla Simón urde una nítida marejada escénica que sabe dar cabida a todas las voces de este amortiguado temporal de encuentros y oleajes tripulado por una joven con cámara de cine amateur en la mano.
Alejada tanto del recato intimista y luminoso de ESTIU 1993 como del minucioso realismo trascendente y agónico de ALCARRÁS, la realizadora catalana dispone para el capítulo final de esta trilogía la que, sin duda, es su puesta en escena más arriesgada. Su madurez como creadora audiovisual le permite integrar sin aspavientos ni subrayados o estridencias las múltiples, difíciles exigencias de un planteamiento dramático tan complejo como el que se exige el film. Los distintos encuentros familiares serán armonizados con la preciosa idea de incluir como brújula emocional del relato diversos extractos del diario de la madre de la adolescente. La radiografía sobre uno tiempo histórico sancionado por la muerte prematuramente sobrevenida sobre una juventud enganchada a unos excesos desconocidos sabe ser expuesta desde el arrebato afectivo de dos víctimas de esa lacra. Los diálogos operarán como germen de sobrecogedores hallazgos escénicos: el "eres clavada a tu madre" como coartada para la elección del rostro femenino elegido para liderar el éxtasis ficcional emplazado en el desenlace. La cámara de Marina como médium definitivo: la imagen cinematográfica emplazada en calidad de resurrección. ROMERÍA es una escrupulosa elegía, desentumecida de muerte, respirada de inquietud y memoria, en la que los muertos vuelven a correr desnudos en la vida encontrada de quien los busca.