Detroit 2

 

Título original: Detroit

Año: 2017

Duración: 143 min.

País: Estados Unidos

Directora:  Kathryn Bigelow

Guion: Mark Boal

Música:  James Newton Howard

Fotografía: Barry Ackroyd

Reparto: John Boyega, Algee Smith, Will Poulter, Jack Reynor, Ben O'Toole, Hannah Murray, Anthony Mackie, Jacob Latimore, Jason Mitchell, Kaitlyn Dever, John Krasinski, Darren Goldstein, Jeremy Strong, Chris Chalk, Laz Alonso, Leon Thomas III, Malcolm David Kelley, Joseph David-Jones, Joseph David Jones, Ephraim Sykes, Samira Wiley, Peyton Alex Smith, Laz Alonzo, Austin Hebert

Productora: Annapurna Pictures / First Light Production

Nota: 8.8

El cine comercial en manos de Kathryn Bigelow se convierte en un beligerante dispositivo alertador, en metralla ávida de dianas múltiples y súbitas,  en un arma dialéctica con muchos  filos furiosos y dobles.  Filos aguzados, frenéticos, desde los que parece empeñada  en postularse como cronista a tiempo feraz  de ese compendio de datos con la precisión siempre vidriosa que es el corpus de edades al que todos conocemos como Historia. Son ya varios los hitos que ha descerrajado amparándose en la cautela y la firmeza de ese tesón. Eso la ha convertido en poseedora de un prisma escénico asombroso, genuino, intransferible, en el que por encima de todo prima el hallazgo del nervio cinematográfico, entendido este como chispa, instante alumbrador de una pureza rabiosa absolutamente honesta. DETROIT, el último jalón de esta abrumadora escalada de enfrentamientos con el hito puntual, no sólo incide en la destreza ya acreditada, sino que la somete a la severidad de un reto asaz difícil de salvar. Sobra decir que la experiencia concluye crudamente fascinante.

La creadora de EN TIERRA HOSTIL propone un fecundo viraje temporal a esta preocupación por la historia reciente norteamericana (en concreto a la crítica de su posicionamiento bélico internacional de los últimos veinte años). Su obsesión la lleva medio siglo atrás, por lo que, en principio, pudiera dar la impresión de que se aleja de las directrices contemporáneas emplazadas en sus dos últimas obras y, por lo tanto, de su terca aspiración crítica. Nada de esto ocurre. Uno de los atractivos indudables que escupe el film es la pasmosa complejidad, la agresiva sutilidad mediante la cual el relato de los hechos  huye de conformarse con quedar reducido a  mera reconstrucción de los hechos pretendidos. El acometedor, pertinaz, solidísimo dispositivo escénico impuesto por Bigelow logra que el abordaje del pretérito trascienda esa acotación para proclamarse radiografía rabiosa del ahora mismo, válida reflexión sobre la triste actualidad del sempiterno conflicto racial estadounidense que, así lo atestiguan a diario los medios de comunicación, dista mucho de haber quedado zanjado.

DETROIT se propone arrojar luz, ganas de afrentar  altas instancias, y comparativas temporales sobre unos terribles hechos acaecidos en 1967 en la importante capital norteamericana.  A pesar de la cercana aprobación del Acta de los Derechos Civiles que parecía dar por concluido ese grave problema secular, la población negra sita en la ciudad estalló en rebeldía callejera, harta de seguir padeciendo una onerosa discriminación económica, laboral y social, rematada además por el trato excesivamente duro que la policía local les infligía de modo habitual. Un reguero de asaltos, enfrentamientos, incendios y mutuas provocaciones durante varios días de aquel mes de estío instaló el caos absoluto en las calles.

Bigelow comienza la narración de los hechos describiendo a la perfección la consecuente sensación de anarquía, bronca y terror allí instalada, para, a continuación, ir acorralando a distintos personajes distinguidos previamente (un guardia de seguridad, los miembros de un grupo musical, un policía con modos abusivamente ilegales, etc.) hasta que todos ellos acaban coincidiendo dentro de un hotel en el que tendrán lugar los lacerantes hechos que a la creadora de  LA NOCHE MÁS OSCURA más le interesa detallar. Dentro de las distintas estancias de ese edificio es en el lugar en el que DETROIT cuaja su recia voluntad asfixiante, aisladora, adherida, irrespirable. Unos policías corruptos se empeñarán en que la construcción de su falso veredicto sea suscrita por quienes allí son detenidos en calidad de delincuentes. Para ello no dudarán en someterlos a un vejatorio trato de acoso, violencia y terror.

Nos hallamos, otra vez, frente a una magnífica lección de intensidad cinematográfica. La cámara de la realizadora sólo va a atender a capturar con milimétrica angustia y sofocación a las distintas reacciones de todos los personajes convocados a esa atroz jaula sometida al imperativo represivo de quien dice ser la ley.  El posible maniqueísmo que pudiere provocar esa clara situación de conflicto entre buenos y malos queda cercenado gracias a la asombrosa fiereza con la que Bigelow se atiene a describir todos los flecos de una situación de tan coral planteamiento. Los personajes quedan sancionados por la circunstancia del aislamiento y, por lo tanto, a ser intérpretes súbitos de una función impensada, con el libreto improvisado a cada minuto, arrojándose conscientemente al desamparo ardoroso de una repentina y voraz olla a presión, dentro de la cual la directora impone su punto de vista en calidad de termostato celador. DETROIT sabe arder, combustionarse, porque quien le gobierna el fuego es una experta en flamígeras temperaturas ambientales.

Como siempre, sólo cabe rendirse al concienzudo despliegue de puesta en escena que depara esta, ya, fundamental cineasta. La urgencia con la que sabe atacar los conflictos encuadrados, el vértigo con el que se aplica atender las múltiples ubicuidades exigidas por aquellos, la pertinencia de ese estilo periodístico que remite a ese corpus del discurso televisivo que define   la retransmisión en directo y el reporterismo no planificado, sino testigo ansioso, notario agazapado de un acontecer, la pericia planificatoria y el montaje - minucioso, espeso, raudo-, sometido por completo al dictado de ese apremio constante… el cine de Kathryn Bigelow es el cine de la inmediatez ubicua, de la fisicidad escarbada, de la microhistoria obsesiva a través de la cual sedimentar una reflexión superior, elevada; un cine poroso, en el que el espectador casi puede tocar el tiempo que dura dentro de él. DETROIT tiene el mérito incuestionable de trasladarlo, in situ, hasta una nefasta noche de verano de hace cincuenta años, que podría, perfectamente, por desgracia, estar sucediendo ahora mismo.

 

 

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