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Título Once

Año 2005

Duración 85 min.

País Irlanda

Director John Carney

Guión John Carney

Música Glen Hansard, Markéta Irglová

Fotografía Tim Fleming

Reparto Glen Hansard, Markéta Irglová, Hugh Walsh, Gerry Hendrick, Alastair Foley, Geoff Minogue, Bill Hodnett, Danuse Ktrestova

Productora Samson Films / Summit Entertainment / RTE

Valoración 8

Mucho menos de lo que uno quisiera, pero, de vez en cuando,  llegan a nuestra cartelera algunos filmes que gustan de ser paladeados como un regalo sin causa, como una sorpresa de súbito, como privilegios entrañables, de esos que muy pronto, noblemente, saben reclamar agrado en la calidez receptora de quien los contempla. Vamos, desde estas líneas,  a evocar una obra de estas características.

ONCE, estrenada entre nosotros hace ahora  un lustro,  se postuló a ser uno de ellos ya desde sus primeros instantes: los principiadores segundos que necesita para desvelar la naturaleza humilde y veraz que la enaltece sin demérito, cual exquisitez de pequeña caja de música antigua con bailarina y espejos.

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John Carney, su director,  nos sorprendía con esta delicada historia a punto de (ser) amor, pulsada con interludios musicales, a la que las calles de Dublín acogen en calidad de urbano pentagrama. ONCE hace descaro de su modestia y virtud de saberse diminuta. Esta menuda joya irlandesa acopia gracilidad espontánea en todas y cada una de las sinceridades que viven dentro del marco de su experiencia.

Sí, podemos hablar con toda propiedad de experiencia, pues la pulcritud de su frescura es tan fecunda que el film parece brotar, más que ser construido. El merito de su provocación lo engendra la exuberante transparencia con la que se vuelca en  transmitir al espectador el momento crucial de toda obra construida: el de su creación.

La película se centra en el repentino acercamiento entre un músico callejero dublinés y una emigrante checa pluriempleada, que también posee conocimientos musicales. Ambos comparten afinidad creativa. ONCE inscribe su interés en situarse en el espacio  entusiasta de su mutua colaboración. El realizador acosa con autenticidad la ilusión alumbradora que genera la alianza de esos dos seres humildes, pertinaces y animosos.

 Carney decide atender con proximidad documental los momentos que describen la inquietud ante lo incipiente del hallazgo creativo. La cámara captura la intimidad originativa que se establece entre ellos dos. Los temblores propios de la utilización de la cámara en mano se adecuan con una pregnancia casi porosa a las vacilaciones, los avances, los estancamientos y los logros que la pareja de recién conocidos va acumulando en su apremiante, desatada tarea compositora.

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ONCE se empeña crudamente, sin alardes estéticos y realizativos, evidenciando lo convulso y balbuceante del exiguo material narrativo que maneja, en exhibir los esfuerzos, los agotamientos, las tensiones y las impaciencias implícitas en todo acto que radica su existencia en la concreción de un deseo generador. El proceso artístico como resultado de un empeño; la inspiración como elemento motriz, no como medio, ni, por supuesto, como fin.

Esta apuesta decidida por la intromisión en el instante del alumbramiento, obliga a su autor a una pirueta genérica del todo deslumbrante. Carney recurre obligatoriamente al género musical, pero, de la misma manera que, como ya ha quedado dicho, condiciona toda su labor realizativa a la captura nerviosa  de la perseverancia artística,  su incursión  en dicho género abunda líricamente en la aprehensión de esa lucha por la composición conclusa, sin dejar nunca de incidir en el marcado carácter naturalista que ostenta la película de principio a fin.

ONCE se desmarca despojadísimamente de los parámetros formales que caracterizan al cine musical. No hay escenas coreografiadas, ni paradas argumentales introductoras del entreacto canoro, ni delirios fantasiosos en la puesta en escena, ni diálogos modulados al son de una banda sonora. La originalidad de la propuesta musical de Carney reside en la imbricación absolutamente narrativa de la música en su filme.

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Las numerosas inserciones melódicas (extraordinaria banda sonora) que aparecen en él lo hacen reclamadas por el episodio narrativo en el que han sido incluidas. ONCE se debe por completo a la pasión artística de sus dos protagonistas. Ambos son músicos; por lo tanto, como consecuencia de la aproximación tan contigua que se lleva a cabo sobre sus esfuerzos, resulta casi imprescindible que no se nos escatime ni un ápice su particular convivencia con la música.

Ésta emerge en el relato manifestándose como necesidad, como objetivo, como medio de expresión, como arma, como conflicto, como lucha, como desahogo personal. Las letras de las canciones, el contenido de sus expresiones incluso,  ayuda a expresar determinadas vicisitudes (el pasado afectivo de ambos, por ejemplo) que ninguno de los dos se atreve a desvelar mediante la palabra dicha.

La exclamación musical permite a un personaje acceder al otro, y, al espectador, introducirse en el universo de la fértil extroversión de estos dos artistas sin recursos, a los que empuja el entusiasmo, la energía y el arrebato de su mutuo reconocimiento.

La adherencia entre la forma y el fondo es integral. ONCE, como producción, es tan modesta como la existencia y las posibilidades de sus personajes. Los 180.000 euros de su presupuesto casi son un trasunto de los evidentes desgastes de la guitarra de Glen Hansard. El despliegue técnico es tan ajustado como los recursos del músico para ultimar la grabación de su álbum.

Sin embargo, no hay asomo de carencia; el film no acusa jamás la escasez desde la que se origina. Carney se encarga de evidenciarla al integrarla como elemento formal significativo.

La elementalidad de su planteamiento mostrativo se convierte en el formato perfecto por el que se modula la veracidad de la música tocada; el desgarro interpretativo del cantante resuena en él poderosísimamente: la ostensible inmediatez que envuelve, por ejemplo, escenas como la que abre el film, únicamente son posibles gracias al sigilo aficionado con el que parecen estar grabadas.

Todo el film asume el trabajado desaliño, el deterioro rugoso y colmado del papel en el que el músico retoca y corrige sus composiciones. ONCE se identifica totalmente con la apremiante utilidad de ese papel arrugado. La enaltece hasta el milagro alardear su esencia de borrador.

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