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Título: Holy Motors

Año 2012

Duración 115  min.

País Francia

Director Leos Carax

Guión Leos Carax

Música Neil Hannon

Fotografía Yves Cape, Caroline Champetier

Reparto Denis Lavant, Edith Scob, Kylie Minogue, Michel Piccoli, Eva Mendes, Jean-François Balmer, Big John, François Rimbau, Karl Hoffmeister

Productora CNC / Les Films du Losange / Pierre Grise Productions

Valoración 9.3

El retorno del hijo pródigo ha descerrajado la furia bíblica que cabía esperar ante la destemplanza del ignominioso destierro contra el que había sido condenado. Estábamos advertidos de que los sueños de la razón generan monstruos y Leos Carax ha venido a escupirnos el cólera decepcionado que sueña la razón de esa furia desatada. El autor de MALA SANGRE (1986) nos cita frente al gorjeo incandescente de los borbotones de sí mismo liberados, nos tropieza contra  los rincones más oscuros y delirantes de su espera nauseando la brillantez desquiciante de la reflexión que ha caldeado el infierno de esa tardanza. 

Doce años de espera son tiempo más que suficiente para urdir una venganza. HOLY MOTORS es el intempestivo desquite de un cineasta mayúsculo a quien  se le ha obligado a dormir la peor de las pesadillas: la de la inacción. Su última obra es el despertar harapiento y fértil de un desquite maquinado por la lucidez andrajosa de un desterrado con ganas muy atrasadas de reivindicar su libérrima voracidad cinematográfica. Una vez contemplada, cabe decir que el ostracismo al que fue infligido tras el varapalo que supuso el estreno de POLA X (1999) ha encontrado fieros lametones de alivio. La venganza se ha consumado. Carax puede sentirse feliz: su film es un asombroso patíbulo,  el cineasta  se convierte en verdugo experto, su talento en la acertada guadaña justiciera, y la cabeza rodando…  la de quien acuda esperando una ceremonia en la que ruede la cabeza de otro.

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No debe extrañarnos pues que el prólogo lo protagonice el mismo Carax. El cineasta se sitúa delante de la cámara ordenando que se le encuadre simulando un despertar. Carax despierta en lo que podría ser la habitación de un hotel con vistas a un aeropuerto. Camina hacia una pared empapelada con la imagen de un bosque y abre una cerradura que da al primer piso de un cine que hemos visto en la primera imagen del film: una sala repleta de espectadores ensimismados, incapaces de mostrar movimiento alguno, aturdidos sin posibilidad de emoción frente a lo que están viendo, rostros petrificados, acaso muertos, fosilizados dentro de un espacio en el que, quizás cuando el sueño comenzó, era impensable esa impávida respuesta.

Un plano memorable, con el cuerpo del cineasta asomado a la platea, por el pasillo central de la sala, desvela la irrupción en la sala de un niño pequeño desnudo correteando hacia la pantalla. A continuación, con la cámara situada en ese pasillo vemos entrando una figura animal recorriendo el mismo itinerario que el menor. El prólogo, aún más profuso en referencias de las aquí expuestas, veta de partida la aparición de un discurso clásico. Carax nos sitúa de pleno en el terreno de la reflexión simbólica, concretamente en el de “su” estupefacción frente a lo que se ha convertido la liturgia cinematográfica hoy en día. El cineasta se despertó y los ojos ya no estaban allí.

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HOLY MOTORS propone una fábula en torno a la desaparición del espectador en un universo, el nuestro, en el que mirar se ha convertido en un reducto francotirador sobre el que pesa pena de orden y captura. La película es muchísimas cosas, una de ellas, sin duda, una triste reflexión sobre la muerte de la inocencia espectadora: no lo vemos jamás pero cuesta adivinar muy poco lo que las fauces de la fiera van a hacer con el niño desnudo.

No deja de ser casual, por tanto,  que la película venga protagonizada por un curtido practicador del oficio que, por antonomasia, en esencia, necesita de la mirada de otros para consagrar su actividad. Nos referimos al arte de la interpretación. El actor, siempre necesitado de alguien que observe su arquitectura de gesticulaciones, aspavientos, mutismos y escapes transformatorios. A esa vida de vestuarios, maquillajes, ensayos y actuaciones parece condenado el Sr. Oscar, un actor que, a bordo de una enorme limusina blanca que recorre las avenidas y las calles de Paris conducida por la anciana y elegante Céline, no cesa de transformarse en los sucesivos personajes que le impone el cumplimiento con una agenda establecida. El señor Oscar sube a la limusina y baja convertido en un ser humano distinto del que había en el interior del auto. Dentro de éste, tiene el camerino en el que se hallan todos sus enseres profesionales y el planning de las consecutivas mutaciones existenciales.

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Así tenemos sucesivamente a un banquero todopoderoso que ve peligrar su estabilidad financiera por causa de la grave crisis económica actual, a una mendiga que pide limosna en el puente de Alejandro III,  a un acróbata especialista en la técnica de la “motion capture”, a un repugnante morador de las alcantarillas parisinas llamado Sr. Merde, al padre de una adolescente que ha ido a una fiesta nocturna en la casa de unos amigos, a un asesino que debe acabar con la vida del gerente de un gran almacén de objetos importados desde China, a un acordeonista, a un anciano moribundo que conversa con su sobrina en el lecho de muerte, y a la figura paterna de una familia de primates. El entramado argumental del film se limita a la observación de este continuado cambio de camarotes dramáticos que, en apariencia, muy poco o nada tienen que ver entre sí.

HOLY MOTORS, no hace falta insistir, hace de la provocación el segmento fundamental de su pleno sentido. El film es un acto de cabal y desenfrenada suficiencia creadora. Una a una, todas las piezas brindan la ocasión de disfrutar de la capacidad escénica del realizador galo. Carax se muestra tan camaleónico como su argumento, pues solventa cada una de las piezas de forma admirable, sabiendo adaptarse a la necesidad intrínseca de todas ellas, apurándolas hasta la extenuación y hurgando en la búsqueda de un significado evolutivo, desconcertante, nada reiterativo  dentro de sí mismas. 

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Así, por ejemplo, el acróbata que entra dentro de un laboratorio audiovisual comenzará escenificando una serie de movimientos de lucha para concluir viéndose envuelto en una escena lujuriosamente procaz de sexo simulado para la elaboración de una película de osados dibujos tridimensionales. O también el moribundo del hotel que concluirá escapando a su propia ficción agradeciendo a su cómplice los esfuerzos en la resolución de la escena. El director mostrará su solvencia imponiendo mediante inusitada ductilidad la intensidad dramática (padre e hija en el automóvil), corrosiva (el Sr. Merdé desnudo erecta y frontalmente, siendo acunado por la modelo raptada), romántica (memorable el único segmento en el que el Sr. Oscar parece mostrarse a sí mismo: la secuencia en el edificio vacío y desahuciado de La Samaritane, donde se reencuentra con su antigua amada), violenta (el asesinato del doble) y coreográfico musical (el entreacto del acordeonista) que el microrelato requiere.

HOLY MOTORS es un homenaje al gesto, a la señal significativa, al reclamo visual entendido como creación artística necesitada de paciencia, atención e interés por parte de quien asiste a su generación. Como provocación ensayística resulta tan hipnótica como apesadumbrada, pues los resultados de su informe no son nada estimulantes. El señor Oscar llega a decir que añora las viejas cámaras de cine porque ya no sabe para quien actúa. Carax propone una sociedad mortecina, animal, embrutecida, en la que el arte de mirar parece haber caído en desgracia. Queda el consuelo de que al final el cineasta no vuelve a dormir. Brutal, desesperante, fecunda, incatalogable, versátil, odiosa, subyugante, sabia, atroz, verdadera y única, HOLY MOTORS sólo reclama el asombro y la entrega de unos ojos abiertos en canal.

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