FIGA

Dirección: Mohammad Rassoulof

Nota: 2

Comentario crítico:

No resulta fácil escribir acerca de un film al que rodean tan onerosas circunstancias extracinematográficas como las que sacuden a LA SEMILLA DE LA HIGUERA SAGRADA. El calvario penal y el definitivo exilio en Berlín de su director, Mohammad Rassoulof, huyendo de una condena impuesta por la justicia ayatolá, se antojan crueles ejemplos de la tiránica emergencia que aborda de modo frontalísimo en su última producción.

Porque como ya hizo en LA VIDA DE LOS DEMÁS, el realizador iraní vuelve a tener el coraje de abordar la insufrible cotidianeidad oprimida que azota la dignidad y los derechos básicos de la población de su pais. En concreto,  LA SEMILLA DE LA HIGUERA SAGRADA  indaga o merodea muy de cerca en torno a los tristes acontecimientos acaecidos en 2022 tras el asesinato en comisaría de una joven acusada de no llevar bien puesto el obligatorio hiyab. El proyecto, de hecho, se le ocurrió a Rasoulof estando en prisión cumpliendo la sentencia del juicio motivado por la exhibición internacional de LA VIDA DE LOS DEMÁS.

Insistimos, abordar desde un punto de vista crítico, una obra sobre la que coinciden, por un lado, tan ingente volumen de impedimentos en el apartado de su misma producción, y, por otro, tan colmada de necesaria vocación denunciadora, deviene una tarea en modo alguno sencilla. Sobre todo, porque el producto final, atendiendo estrictamente a sus bondades fílmicas, dista mucho de estar a la altura de su honorable, justa, rabiosa intencionalidad.

A Rasoulof le pierde la urgencia por imponer sin fisura alguna el dictamen de una problemática que, en su ficción,  queda exhibida sin la complejidad que tan espinoso meollo hubiere requerido. Sus imágenes se muestran incapaces de debatir, de cotejar, de dialogar con la mínima hondura exigible a un drama tan tremebundo como el de la situación de la mujer en el Irán de nuestros días.

Palidece la tosquedad observativa de Rasoulof al lado de la cautivadora, poliédrica y ahondante delicadeza indagativa con la que la hindú Payal Kapadia culmina la proeza de LA LUZ QUE IMAGINAMOS. Ambos films comparten cometido. Más, mientras esta última dirime una puesta en escena empeñada en sugerir incertidumbres y malestares ceñidos a la verdad de unos personajes que saben defenderse como tales dentro del relato urdido, la propuesta iraní se empeña tozudamente en un acorralamiento monolítico, reiterado, y, en consecuencia, yermo.

El realizador iraní malogra la furia de su mensaje por atosigar, tanto al desarrollo argumental como a su trabajo tras la cámara, con un veredicto dictaminado sin controversia ni dialéctica alguna. Los personajes sucumben a un encorsetamiento que los condena a un deambular tan acuciante como sabido, mecánico y plomoso.

A semejante colapso contribuye un Rasoulof incapaz de enhebrar un necesario sustrato simbólico a un despliegue realizativo caligráfico, plano hasta límites inasumibles en la actualidad. Cuando intenta el hallazgo de algún mínimo destello metafórico (la pistola, la historia de la higuera, los perdigones ensangrentados, el laberinto de construcciones abandonadas de la secuencia final), el plano no tiene más remedio que confesarse atrofia.

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