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Dirección: Sean Baker

Reparto: Mikey Madison, Yura Borisov, Mark Eydelshteyn, Darya Ekamasova 

Nota: 8

Comentario: 


Acaba de ganar el Oscar a la mejor película de 2025 y lo hace, además, habiéndose alzado hace diez meses con la Palma de Oro del pasado Festival de Cannes. Solo MARTY de Delbert Mann y PARÁSITOS de Bong Jong-Ho habían sido, hasta ahora, los únicos films poseedores de semejante dupla de galardones. Los mimos siempre deparados a su director por el certamen, la misma idiosincrasia autoral de este, hacen que la victoria en la capital de la Costa Azul no cause extrañeza alguna.

Sin embargo que un film de las características de ANORA se apropie de la preciada estatuilla hollywoodiense sí puede tildarse de sorprendente. En primer lugar, porque, pese a la evidencia de que nos hallamos ante una producción de calado presupuestario bastante alejado a la modestia de los que el creador de THE FLORIDA PROJECT nos tiene acostumbrados, Sean Baker, tajante en cuanto a concesiones creativas se refiere, no se mueve un ápice de esa voluntad independiente, ajena a cálculos de despacho ávidos de espectacularidad exportable, sobre la que ha ido conformando su personalísimo universo fílmico. Hollywood le ha agasajado sin que él haya hecho el más mínimo esfuerzo por llamar a su puerta.

ANORA narra las inusitadas vicisitudes protectoras y combativas que habrá de ir improvisando una prostituta striper que, tras una noche de gozoso desenfreno sexual, se casa con el hijo de unos mafiosos rusos. A estos semejante noticia nupcial no les agradará ni lo más mínimo e intentarán tomar cartas en el,  para ellos, caprichoso asunto.

Contemporánea fábula de crudeza carnal lujosa e inocente,  comedia lasciva, atolondrada y gansteril,  parábola (como siempre en Baker) agridulce  sobre una caperucita internada en el bosque del sexo de pago que, de pronto, conoce a un lobito con las fauces aún por estrenar, quien decide, en lugar de convertirla en víctima de su instinto, hacerla princesa de su lobera de cinco estrellas pagada por mamá y papá lobos, estos sí, con colmillos expertos y enfadados, ANORA, pese a su apariencia de puesta al día del romanticismo de príncipe azul auspiciado sin mesura de rubor en la exitosa PRETTY WOMAN, lo que procura es un aparente desvió observador del autor de TANGERINE que, por fortuna, no se desentiende de la testaruda mirada amoral, indagadora y concluyente siempre por él desenfundada.

Hablamos de desvío observador, porque a cualquiera que se haya acercado a alguno de los pasajes cinematográficos que configuran la filmografía de Baker, determinados entornos espaciales elegidos a modo de telón de fondo superpuesto a las distintas peripecias que deberá ir sorteando el aguerrido personaje central, le causaran una sorpresa del todo inesperada. El prostíbulo de alto nivel, la mansión del joven ruso, el avión de los padres de este y alguno más podrían aliarse para evidenciar un cambio de focalización dramática con respecto al tozudo interés por merodear siempre en los aledaños más desamparados de las grandes urbes.


Por fortuna, ANORA no puede ser asumida como adalid de viraje neutralizador alguno. Pese a ese cúmulo de envoltorios escénicos, el film no traiciona ninguno de los espinosos empeños intencionales sobre los que Baker ha ido configurando una filmografía siempre fiel a esa terquedad de extrarradio, rota, desamparada y vitalista. El retrato, la vigilancia, el asedio impuesto sobre la protagonista se convierten en el atractivo garante de que la tozuda coherencia acreditada por su autor quede exenta del más mínimo atisbo de flaqueza, de vacilación.

Dividido en tres partes bien diferenciadas, ANORA asombra en un primer tercio magistral, definido por la profesionalísima desinhibición con la que Baker presenta, describe y disecciona a la protagonista, enrolando a la narración en un sustrato de fecundo desconcierto contemplador, toda vez que esta se encierra en la mansión del joven adinerado. Convocando (y, por supuesto, actualizando sin caer en la caricatura) el universo del relato infantil romántico con príncipe azul y castillo real, la cámara adopta la convencida positividad de Anora como descarado y pujante punto de vista a partir del cual vitaminar la contemplación de acaecimientos. Baker estimula su puesta en escena con el mismo arrojo que aquella esgrime dentro de la ficción.

Acaso la decisión de llevar hasta sus últimas consecuencias dicho arrojo expositivo sea la causa de un discutible segundo tercio. En él, el director propone un osado dispositivo formal dentro del cual describir el acoso familiar ruso a los propósitos de Anora. Abandonamos la vitriólica apropiación de la comedia romántica, centrada en el festín afectivo de dos jóvenes amantes de muy opuesta extracción social, para proponer una suerte de catarsis embarullada de comedia de enredo y acción, en la que se da cabida a los esbirros mafiosos enviados por los padres del súbito esposo de Anora/Ani, despachados como títeres manipulados desde una burla poco sutil, confusa, de incierta efectividad.

Por fortuna, un último tercio impecablemente descabalgador reconduce la coherencia de un desarrollo argumental que nunca  había a llegado a derrapar gracias a la insondable magia de  firmezas y valentías ilusorias que en todo momento impone Ani. Un final inolvidable consagra a Mikey Madison como la única mirada capaz de generar la indómita electricidad claudicada dentro de él. Y a Sean Baker como el vigoroso trovador neorrealista que necesita el tan poco proclive a mixturas discutientes cine de nuestros días.

 

 

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