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Leonard Cohen

Old Ideas

[Columbia; 2012]

8.5


Uno de los finales cinematográficos más hermosos de los últimos tiempos es el plano de cierre de GRAN TORINO, la soberbia película de Clint Eastwood. El autor se reserva una resolución realmente sorpresiva e inolvidable. Cuando el espectador, mediante un plano de profunda sencillez compositiva, es testigo de que el preciado coche del protagonista sigue cabalgando por la carretera, el film concluye.

Sobre un sereno plano contemplativo de una carretera, los títulos de crédito finales hacen su aparición. Comienza a sonar una música. Una voz ajada, entrecortada, de anciana, áspera y balbuciente dicción, musita la letra de una calmada composición musical. Se trata del propio Eastwood. El hallazgo es inmisericordemente emotivo.

No se trata en modo alguno de un capricho del realizador. La banda sonora en ese momento abunda en la idea de continuidad y pervivencia que el coche en marcha define. De alguna manera, la voz de Eastwood resucita a Walt Kowalsky, el viejo gruñón viudo que acaba de arreglarle la vida al joven Thao.  Por un instante, se tiene la impresión de que el tozudo malhumorado  y quisquilloso sigue en su porche vigilando lo que acontece a su alrededor.

OLD IDEAS acumula conscientemente ese bello y estremecedor aroma a supervivencia. A luz declinante que aún tuviere arrestos de amanecerse. Leonard Cohen parece ese Walt Kowalsky simbólico, intuido en la voz susurrada del intérprete/director  que le acaba de escenificar el ocaso definitivo. El músico ha salido al porche de su morada y, reposadamente, ha decidido consagrar una bendición crepuscular, en forma de aliento nuevo, calmado, definitivo.

El cantautor, sin embargo, no es una presencia que gravita en la mente de quienes le han tenido cerca. Es un mito de carne y hueso, dispuesto a sentarse un rato en su mecedora  para otear el fértil horizonte de toda su andadura artístico-musical. OLD IDEAS tiene hechuras de consciente descanso del guerrero, de mimado número final… como de última actuación de un gran actor que se guardara la exhibición de su esencia para una última función, que fuera despedida y que al mismo tiempo fuera fiesta.

El viejo poeta canadiense también tiene su propio  “Gran Torino”. Se trata de su música. Esa es la gran diferencia con respecto al personaje cinematográfico al que lo hemos emparentado. Mientras el auto sale a reivindicar su valiosa estirpe antigua en manos del heredero de su propietario, el volante del “Gran Torino” de Leonard Cohen sólo tiene un posible conductor que lo pueda manejar: él mismo. Él mismo y su sabia ironía poética. Él mismo y su sana perversión romántica.

El nuevo  trabajo del último Premio Príncipe de Asturias de las Letras rezuma sabiduría de veterano curtido en la batalla de su propio estilo. Su gusto por ese trabajado minimalismo musical alcanza cotas sublimes. El disco duele de tan preciso, bello y confesional. Ante todo, es un tributo a su voz. A esa voz que le dice las verdades, las decepciones, los vicios y las provocaciones acunadas en su alma de poeta caballero, exhortador del deseo y su fatalidad.

Esa voz en primera persona no tarda ni un instante en mostrarse inquieta, con ganas de jugar a las sombras y a los espejos reflejados. En “Going Home” exclama que sigue adorando hablar con Leonardo, ese bastardo perezoso que vive en un traje. El desdoblamiento permite una mirada en modo alguno compasiva de sí mismo. Este tema es una sosegada apelación al estado de sus cosas. Volver a casa a paso lento, sin prisa, sin pausa, para escribir una canción de amor o un manual para sobrevivir a la renuncia.

Todo el trabajo está humedecido de esta sensación agridulce y entrecortada. El eterno regresador presintiendo que la quedan pocas oportunidades para emprender nuevos retornos (“No me queda futuro, sé que mis días son ya escasos, el presente no es agradable, tantas cosas quedan por hacer…”, en “Darkness”).

No hay patetismo, ni tampoco reclamo de compasión.OLD IDEAS es un clarividente coloquio con la decadencia, ejecutado por la borde voluntad de un experto, reflexivo vividor, al que aún le quedan ganas –“Different Sides”- de dejarle a la amada bien clarito que él no está por cambiar su modo de hacer el amor. Los diferentes lados del afecto perdido: no hay obligación alguna ya de intentar buscar la armonía.

La música empleada para esta lúcida ceremonia de intimidad árida, apasionada y declinante se adecúa a la perfección a la frágil seriedad que Cohen siente la necesidad de mostrar. El acompañamiento musical es austero, pero no escaso.

Hay pocos momentos en los que los instrumentos se solapen. Los teclados, la batería, el bajo, el archilaúd, las guitarras suenan con una nitidez que viene a confluir en ese despojamiento de toda estridencia. Todos ellos se confabulan en torno a un único imperativo: dejar hacer, dejar resonar, dejar espacio al rescoldo de la voz única que los ha convocado.

Por su parte, las cuerdas vocales de Sharon Robbinson, Hattie y Charley Webb untan terciopelo, humedad y rumor a los versos declamados por Cohen. Su acompañamiento coral impone una adhesiva sensación  de letanía hipnótica y carnal.

Cohen se saca del bolsillo interior de su traje algunos temas que merecen situarse entre los más redondos que ha compuesto nunca. Hacia ese olimpo van directas “Amen”, “Show Me The Place”, “Darkness” y “”Lullaby”. En  OLD IDEAS vuelve a certificarse que su autor sigue sin inmutarse. Leonard Cohen sería un personaje imposible en un film de Clint Eastwood. Al maestro le van los perdedores.  A Cohen le da igual perder o ganar.

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