Título: Inglourious Basterds (Inglorious Bastards)
Año 2009
Duración 153 min.
País USA
Director Quentin Tarantino
Guión Quentin Tarantino
Música Varios
Fotografía Robert Richardson
Reparto Brad Pitt, Christoph Waltz, Mélanie Laurent, Diane Kruger, Michael Fassbender, Daniel Brühl, Eli Roth, Til Schweiger, B. J. Novak, August Diehl, Mike Myers, Omar Doom, Sylvester Groth, Denis Menochet, Richard Sammel, Jacky Ido, Martin Wuttke, Julie Dreyfus, Samm Levine, Gedeon Burkhard, Rod Taylor, Christian Berkel, Léa Seydoux
Productora Coproducción USA-Alemania; Universal Pictures / The Weinstein Company / Lawrence Bender Productions / Neunte Babelsberg Film
Valoración 8
La “tarantiniana” es una concepción absolutamente genuina, basada en la lectura desmadrada y subjetiva de precedentes, géneros, referencias, frivolidades y antojos creativos, que, pasados por la “turmix” de su sapientísima voracidad cinematográfica, posibilitan un discurso acribillado de una coherencia tan delirante como concentrada. Abigarramiento y desenfreno, conciencia y desdén, Tarantino ama el cine que le corre inyectado por las venas. Nadie discute ya que sabe muchísimo de esto del Séptimo Arte. Y además, faltón y consentido, disfruta exhibiendo que posee el talento suficiente para demostrarlo. MALDITOS BASTARDOS lo acreditó hace tres años.
El film no es sino la excusa, el referente para noquear el cine bélico europeo de los años setenta. Vale la palabra excusa, porque el modelo que hace desbocar hacia su prolijo rebaño no es sino una mera plataforma. Más aún, un disfraz, un camuflaje, un caballo de Troya que agazapa en su interior un oculto plan: Tarantino, iconoclasta y pirado, se nos mete a historiador de la segunda guerra mundial.
Sí, como suena. A rata de biblioteca memoriosa, a husmeador de las ignominias del siglo XX. Por fortuna, aunque la mona vaya a la biblioteca, mona vuelve al árbol por mucho libro que muerda. El escorpión, aunque no quiera, siempre pica a la mona, por mucha seda que lleve puesta. Los venenos están para gastarlos escupiendo, y Tarantino es un escorpión cuya razón engendra víboras con la viperina chorreando espesa munición mortífera. MALDITOS BASTARDOS no se aparta una línea del manual contaminante con el que ha intoxicado la inmundicia a la que tanto venera con fervor de pistola en Biblia hueca.
Lo impactante de MALDITOS BASTARDOS es que la fidelidad a su afán triturador le obliga a llevar hasta sus últimas consecuencias -o hasta consecuencias nunca antes albergadas- esa voluntad manipulativa y fagocitante. El objetivo a francotirar en cráneo es nuevo para él. Ese apetito insaciable le lleva complicarse la clásica receta de la casa. Tengamos presente que su gato por liebre particular radica en, presuntamente, enfrascarse en el remake de AQUEL MALDITO TREN BLINDADO, de Enzo G. Castellari (THE INGLORIOUS BASTARDS fue su título para la distribución anglosajona). La liebre sería la voluntaria relectura de esta obra olvidada.
El gato, en cambio, la aproximación a un periodo histórico más que transitado fílmicamente, pero sobre el que él aún no ha aportado veredicto alguno. Claro está, la verosimilitud tarantiniana, como era de esperar, está muy lejos de casar con la historia real. Ni la verosimilitud, ni tampoco la voluntad. De ahí que el film, cien por cien producto Tarantino bruto, acumule su valor en torno a un concepto muchísimo más transigente que el del dato fidedigno. MALDITOS BASTARDOS asocia su entidad a la palabra juego. El film es, como siempre, pura fantasía delirante en la que el creador de RESERVOIR DOGS da un novedoso paso adelante con respecto a sus obras anteriores.
Contrariamente a lo que parece estar asimilado como precepto incuestionable, el hábil realizador se atreve a reclamar para el cine la misma libertad que impele a las demás disciplinas artísticas. Se niega a renunciar a la capacidad de todo creador para proponer una fabulación distorsionante, a utilizar el arte como medio mediante el que trastocar la verdad de cualquier referente. Tarantino asume el mando que tiene sobre su obra, para, mediante él, intervenir en ese dantesco hecho acaecido y documentado, invocándolo como una especie de original literario que puede releer, discutir, contemporaneizar.
Así pues, el creador de PULP FICTION, en calidad de lúcido consciente y gozador, en nombre de la autoridad que le merece la plenitud personalísima que le otorga el conocimiento del poder absoluto por él ejercido sobre su obra, se dispone a cambiarle el argumento a la mayor de las tramas: al rumbo de la historia. No es ni mucho menos casual, pues, que el climax del film venga determinado por una película sorpresivamente saboteada. No le cabe a su autor mejor declaración de principios. Para Tarantino el cine es sabotaje o no es.
Significativa, urdidamente MALDITOS BASTARDOS deviene el film en el que la invocación al séptimo arte supera su condición de influencia, de cita, de guiño. Los hay, y muchos, como en todos sus trabajos, pero el cine y sus alrededores adquieren dentro de él la categoría de elemento escenográfico, narrativo y reflexivo. Una de las tramas que sostiene el esqueleto discursivo del film la protagoniza la misteriosa taquillera de un cine. Su nombre es Shosanna. Nada más verla, mediado el metraje, el espectador la reconoce. Es la única superviviente a la matanza de una familia de judíos descrita en la primera escena.
Pronto sabremos, además, que por azar del destino su sala será elegida para el estreno de una película muy especial, protagonizada por un apuesto héroe militar germano. El motivo de esa elección la deja petrificada. Miembros de la seguridad nazi exigen para el evento las máximas medidas de seguridad, pues el listado de invitados a la primicia lo encabeza nada más y nada menos que el mismísimo Führer. Con su bigotito enfadado y todo. La secuencia cumbre de MALDITOS BASTARDOS vendrá a relatar los hechos que confluyen durante esa sesión.
Uno de ellos es, precisamente, la accidentada proyección antes mencionada. El público asistente verá agredida su atención en la sala al tener que contemplar un montaje hecho explícitamente para esa noche, que, por supuesto, interrumpe, aniquila el film previsto. Un montaje, un tijeretazo fílmico, que es la señal para que la minuciosa ejecución de un plan establecido dé irreversible comienzo.
Este genial abordaje de celuloide contra celuloide sobre pantalla blanca en sala oscura abarrotada de público, concentra, magistralmente, una virulenta reflexión escenográfica sobre la importancia del cine en tanto que espacio creativo, espacio colectivo y espacio convertido en arma. Tarantino sintetiza su discurso en ese suceso. Él se dispone a ajustarle las cuentas a la historia con mayúsculas, saboteándola de la misma forma que la labor imperiosamente manipuladora de la taquillera irrumpe en la presunta fiesta nazi. Queda visualizada, refrendada en ese portentoso percance de cine aniquilativo de cine, la facultad de todo cineasta a transgredir tanto el canon de lo establecido como el corsé de lo sabido a historia cierta. El director pide permiso para acometer su propio plan.
La taquillera-propietaria del local actúa de ficticio y femenino “alter ego” propagandístico de la estrategia personal de éste. Shosanna es el arma de Tarantino. Y Tarantino, entonces, una vez ella ha cambia el rollo de la película, sale de su escondrijo revelándose como el verdadero cerebro de toda la operación, como el ungido para cumplir la autoencomendada misión final: asaltar al espectador de la sala real - a nosotros- con la misma súbita impiedad, mediante la cual convulsiona a los acomodados nazis dentro del cine parisino, en el que, ajeno y entregado, Hitler ocupa un palco principal. Por eso no ha de extrañarnos el destino trágico de la fascinante Shosanna; Tarantino, auténtico profesional de la efectividad sin temblor en el pulso, se desprende de ella cuando él ha cumplido con su mandato.
Más allá de esta asombrosa dimensión autoral que dota de sentido al magnicida espectáculo, MALDITOS BASTARDOS, sin embargo, no logra la plenitud artística que reclama, pues ese virtuosismo metacinematográfico acaba volviéndose en su contra. La globalidad se resiente con la yuxtaposición de sus variadas partes. La película adolece de un evidente desequilibrio que fragua un descuido de índole generatriz. No le sienta nada bien su origen. A sus MALDITOS BASTARDOS les sobra la deuda con el film de Castellari antes citado. El ejemplo más lastimoso es la deficiente caracterización de los teóricos protagonistas del relato.
En MALDITOS BASTARDOS lo más maldito, -esto es, el elemento más a maldecir-, son los bastardos. El acercamiento a ellos es plano, burdo, de brocha gruesa. A excepción de los dos subyugantes personajes femeninos principales, la ya vindicada Shosanna Dreyffus y Brigitte von Hammersmark, el resto de los que pertenecen al grupo de exterminadores nazis adquieren una caracterización tan ramplona que llegan, incluso, a convertirse en un lastre, en una rémora anodina y antipática, dentro de una narración, que, cuando desaparecen de escena, recupera su trabajado interés.
Semejante carencia se hace más patente aún en la nociva comparación que, espontánea, surge en todas y cada una de las implacables apariciones de la gran baza del film. MALDITOS BASTARDOS luce sus más refinadas y turbias bondades en la figura del malo. El mal, la perversión y la efectividad pasean cortésmente de la mano de la figura del comandante Hans Landa, una maquina de hallar judíos escondidos, un sabueso duro y letal, aniquilador inmediato de ese codiciado hallazgo.
Tarantino se rinde a la locuaz inteligencia del que, sin duda, es el mejor personaje masculino que ha atendido nunca. Las escenas que giran en torno a la agudeza parsimoniosa de su expresividad dialoguista (mención especial a la maestría con la que está ejecutada la primera) dictaminan una sólida e impertérrita atrocidad ambiental. Christopher Waltz, ya inolvidable, está a la altura de ese miserable desprejuicio. El actor captura la esencia de este sonriente desalmado depurando con elegancia su maldad, apaciguándola fotogénicamente, haciéndole muy cercana al espectador, por tanto, su calidad de hiena insaciable y pertinaz.
MALDITOS BASTARDOS hubiera debido estar dosificada con este mismo esmero. Sus defectos son fruto de las arritmias que provoca la fluctuación casi matemática entre lo sublime y lo muy mejorable. Aún así, éstos son incapaces de desbaratarla. Ni muchísimo menos. La película vuelve a demostrarnos que su director se toma las cosas muchísimo más en serio de lo que parece. Nadie como él inyecta la congruencia pertinente a toda veleidad, a toda broma que se precie de parecerlo sin serlo. El divertimento también necesita una calculada construcción. Tarantino, le pese a quien le pese, no cesa de reivindicar su calidad de funambulista delineador del disparate adictivo. De ese por el que sería de estúpidos negarse al enganche de su impoluta alucinación.