Título original: The Great Gatsby
Año: 2013
Duración: 143 min.
País: Australia
Director: Baz Luhrmann
Guión: Baz Luhrmann, Craig Pearce (Novela: F. Scott Fitzgerald)
Música: Craig Armstrong
Fotografía: Simon Duggan
Reparto: Leonardo DiCaprio, Tobey Maguire, Carey Mulligan, Joel Edgerton, Isla Fisher, Elizabeth Debicki, Amitabh Bachchan, Jason Clarke, Adelaide Clemens, Max Cullen, Steve Bisley, Richard Carter, Vince Colosimo, Brendan Maclean, Kate Mulvany, Callan McAuliffe, Jack Thompson
Productora: Coproducción Australia-EEUU; Warner Bros. Pictures / Bazmark Films / Red Wagon Productions
Nota: 0
Aunque la mona se vista de Leonardo, mona sigue bailando hip-hop entre las ramas de los árboles… Esto es como cuando a uno, de niño, le dicen que es daltónico; por mucho que te regalen estuches de colorines Alpino, por mucho que te fascinen los muestrarios de hilos de coser de las mercerías, por mucho que te sepas de memoria los colores del Arco Iris, por mucho que se empeñen a tu alrededor en aclararte la diferencia entre el marrón del tronco y el verde de las hojas... Nada, polvo daltónico eres y polvo daltónico te quedas.
No sabemos si Baz Luhrmann es daltónico: lo que sí sabemos es que hasta al más daltónico su cine le saca los colores. El creador de MOULIN ROUGE es un sacador nato: te saca de tus casillas, te saca de quicio, te saca corchos de tus retinas. En definitiva, te saca a descarriar esos bajos instintos que sólo podrían aliviarse si a ti te dejaran sacarle los ojos de su cara. Si fuera portero de fútbol, seguro que sacaría bola golpeándola con un yoyó, que es, en sí mismo, el objeto cumbre del arte de sacar de los bolsillos.
Viene todo este prólogo a constatar que lo que hace bien poco publicamos acerca de la desastrosa AUSTRALIA bien podría acoplarse a la presente afrenta. Por mucho que Leonardo DiCaprio (lo único salvable del naufragio) se emplee a fondo, Luhrmann mona se queda. EL GRAN GATSBY repite, uno por uno, las mismas fístulas estilísticas que reventaban duodenalmente en aquel astroso melodrama exótico en antípodas.
Vuelve Luhrmann a ser víctima del contraproducente estado de ansiedad perpetuo, jacarandoso y terciopelero con el que tiene asimilado el oficio de realizador de cine. El australiano, lo dicho, no sabemos si es daltónico, pero desde luego polipsicotrónico lo es. Y mucho. Le gusta más una cámara en movimiento que a Isabel Pantoja una lapidación pública de Mayte Zaldibar. Su padre debió de ser constructor de edificios altos. No se entiende de otra forma la afición a los movimientos de grúas.
El cuadro de ansiedades que presente el paciente es el mismo y, por lo tanto, el diagnóstico no varía su ansiolítica precisión. A saber, vuelve a aparecer el ansia postmodernizante aniquilando cualquier atisbo de verosimilitud dramática; el ansia grandilocuente en la que el concepto de puesta en escena subyace derrapado por su vertiente más artificiosa, plastificada y escaparatista; el ansia desmedida por el apabullamiento visual, obligando a imponer un aparatoso sentido del espectáculo a todo el ejercicio; y, fundamentalmente, el ansia por someter todo el dispositivo argumental a ese presunto espectáculo, que, por cansina reincidencia, no tarda en revelar la colorista oquedad de su rimbombante vacío.
La particularidad del escarnio espectador que supone asistir a contemplar EL GRAN GATSBY la acumula, obviamente, el hecho de que el punto de partida sea el majestuoso texto literario que le presta la excusa para el numerito. La novela de F. Scott Fitzgerald supone un precedente que hubiere merecido el respeto adaptador de un cineasta menos obcecado en la trasgresión de celofán y en la falacia barroquera que Luhrmann. Da pena, mucha pena, ver convertida la finura crítica y analítica de su prosa en el desparrame urdido por un calamitoso petardero "ranciocool", degradador y mentiroso como es el pirotécnico mojado que creó ROMEO + JULIET.
El film narra la admiración que produce en un joven escritor, Nick Carraway, recién llegado al Nueva york de los años veinte, el contacto con un adinerado vecino suyo, Jay Gatsby, en cuya casa no deja de congregarse noche tras noche lo más granado y selecto de la bulliciosa sociedad neoyorkina. La irresistible personalidad de Gatsby, su derrochador y orgiástico ritmo de vida no será, con todo, el foco de atención hacia el que Carraway no va a poder cesar de controlar su embeleso. Aquel recaerá, fundamentalmente, en el hecho de convertirse en testigo privilegiado de la tormentosa relación afectiva que Gatsby mantiene con Daisy Buchanan, un antiguo amor jamás olvidado, que, por desgracia para ambos, es la esposa de un adinerado hombre de negocios que vive en una casa justo al otro lado de la bahía hacia la que da la terraza de la mansión de Gatsby.
El problema principal del film, ya ha quedado dicho, es el modus operandi característico del realizador australiano. Luhrmann no tiene la modestia suficiente para tratar de acoplarse a la paciencia mostrativa que reclama el texto literario. Por el contrario, se empeña en rendir cuentas a la fachada, al elemento más aparente, a la lectura más superficial que brinda el texto de Fitzgerald. Como si leer un libro fuera solamente atender a sus tapas o, como mucho, a la sinopsis de la contracubierta.
Esto es, lo mismo le da Fitzgerald, que Shakespeare, que Ana Rosa Quintana, que el prospecto de un antidiarreico, o que las memorias del modista acuático de Falete. Luhrmann va a la suya. No cede un ápice a la elegante singularidad existente en la historia, sino que la succiona, la depura de su detalle, la flagela anoréxicamente para que no le estropee la voluptuosidad de la sinrazón circense por él preparada. A éste le da por adaptar EL QUIJOTE y, por la Nacional de Andalucía, a la altura de Manzanares, monta en un sidecar al Nen de Castefa (Alonso Quijano) y a Paquirrín (Sancho Panza) con música de lady Gaga, grabados desde las aspas de un molino en movimiento.
La aparatosidad de la propuesta pudre el conflicto de los personajes, por lo que la exquisita trama romántico-existencial que vive en el libro queda convertida, en su traslación a imágenes, nada más que en coartada, en pretexto mediante el cual exhibir una desmesura escénica que, para más castigo, en esta ocasión resulta cansina, repetitiva y de nula subyugación. Da la impresión de que siempre estemos asistiendo a la misma fiesta, abusando hasta el hartazgo del vestíbulo del jardín de la fastuosa morada y de los extras danzantes con vestuario Belle Epoque. La capacidad para el engaño que le funcionó en MOULIN ROUGE ya no da la cara por él. Se le ha oxidado. El truco del almendruco (cámara va, cámara viene) le saca el dedito corazón.
Está claro que Luhrmann ha creído que para capturar la esencia de la novela bastaba, cual aparejador de encargo, con delinear el plano arquitectónico de la mansión. Así le ha ido. EL GRAN GATSBY, sí, como vídeo promocional de un chaletazo en venta puede valer. Pero como film sólo merece que le cuelguen el cartelito de SE VENDE.