Título original: Ben-Hur
Año: 2016
Duración: 124 min.
País: Estados Unidos
Director: Timur Bekmambetov
Guión: Keith R. Clarke, John Ridley (Novela: Lewis Wallace)
Música: Marco Beltrami
Fotografía: Oliver Wood
Reparto: Jack Huston, Toby Kebbell, Morgan Freeman, Rodrigo Santoro, Nazanin Boniadi, Pedro Pascal, Olivia Cooke, Ayelet Zurer, Sofia Black-D'Elia, Alisha Heng, Marwan Kenzari, Nico Toffoli
Productora: Metro-Goldwyn-Mayer (MGM) / Paramount Pictures / Sean Daniel Company
Nota: 0
Todas las comparativas son casi siempre odiosas, es cierto, pero establecerlas, a la par que un regusto a sadismo facilón, depara un esclareciente didactismo, por cuanto sirven de argumento demoledor que clarifica meridianamente el mensaje pretendido por quien las usa. Vamos a ella: William Wyler, indispensable cineasta, al que se le deben, entre otras, magníficas obras cinematográficas de la importancia de JEZABEL, CUMBRES BORRASCOSAS, LA LOBA, LA CARTA, LOS MEJORES AÑOS DE NUESTRA VIDA, LA CALUMNIA y EL COLECCIONISTA; Bimur Bekmanbetov, chatarrero ruso al que se le ha padecido un desguace norteamericano en el que ya acumula morralla del calado de WANTED o ABRAHAM LINCOLN: CAZADOR DE VAMPIROS.
Una vez leídos sendos listados filmográficos, casi podríamos convenir que el presente análisis de la masacre carece de todo sentido. Digamos que se veía venir la dantesca escabechina; vamos, cual si Falete anunciare que, para homenajear a Prince, ha decidido versionar “Purple Rain”: a nadie le extrañaría que la lluvia púrpura mutara mojada y renalmente en lluvia dorada a pelo. Expongámoslo de una vez, el ruso ha estado a la altura del dislate previsible, cumpliendo todas y cada una de las insensateces que podía presagiarle hasta el más acérrimo de sus acólitos: su BEN HUR es una de las atrocidades más espeluznantes sufridas en el cine contemporáneo, por cuanto degrada a libelo homicida, a raquítica sinópsis, a vulgar manual para superficiales conversos, todo un exitoso referente cinematográfico que, en modo alguno, merecía esta devastadora, atropellada, vacua, afrentosa, inservible vindicación.
De ahí que, más que enumerar la ristra de calamidades afanosamente exhibidas, lo único que vale la pena es significar la existencia de esta burla infame a la memoria cinéfila (y conste que quien esto escribe no es en absoluto un acérrimo admirador de la película de 1959, por cuanto considera que su autor posee obras de mucho mayor calado) como síntoma de los tiempos cinematográficos que corren; esto es, a la bochornosa diferencia entre el cine comercial hollywwodiense de cualquier década del siglo XX y el (de)generado en la actualidad. Comparar el BEN HUR de Wyler con el perpetrado por Bekmanbetov supone constatar la definitiva defunción de un modo de entender, no ya, por supuesto, el engranaje de un lenguaje artístico, sino también el de mantener un negocio.
Nos hallamos frente a un malestar que va mucho más allá de la consabida falta de ideas originales, o de la cansina cuestión del abuso de los “remake”. La industria norteamericana de la actualidad no tiene reparos en tolerar semejante basura plagiativa: algo del todo inconcebible en los planes de los regidores de la cuna del imperio en los pasados años treinta, cuarenta o cincuenta. El cacareo de una afrentosa ausencia de estima por el producto pergeñado, la sucia falta de interés por maquinar un artefacto fílmicamente digno, no llamado a cumplir con la nula exigencia de un público al que se ha acostumbrado, con fecunda artillería vejatoria, a esa estulticia masticable, a esa papilla audiovisual baldía, a ese millonario discurso de iteraciones manufacturadas en cadena, corren opuesta y añoradamente parejos a un oficio que hombres como Wyler, incluso frente a encargos como el film protagonizado por Charlton Heston, no concibieron desarrollar sin el presupuesto de esa disciplina perdida, de ese estricto saber hacer, de esa apropiación elevada de los protocolos canónicos.
El BEN HUR del realizador ruso vale como perfecto botón de muestra de este infame y continuado descosido. El film no dirime ambage alguno para tratar de disimular su único objetivo: que todo él no es sino la excusa (im)perfecta, ruin e indigesta, mediante la que tratar de epatar al público del presente siglo, apabullándolo con una nueva recreación de la mítica secuencia de la lucha de cuadrigas. Hacia esta pacata intencionalidad queda genuflexionada toda la ignominiosa maraña de desdenes sobre la que cabalga esta vergüenza ajena vestida de péplum anacrónico, copión, tostón y chapucero. Huelga avisar de lo siguiente: con más medios tecnológicos puestos a su desaprovechada y chabacana disposición, el resultado final es comparable al BEN HUR de 1959 lo mismo que Falete como miembro del equipo nacional de natación sincronizada.
El guión, claro está, acatando con pragmatismo la máxima de no complicar en absoluto el camino hacia la ruta del desdoro, queda reducido a estorbo, procurando sin escrúpulo una boba e injustificable yuxtaposición de acontecimientos, que, para desgracia del contribuyente espectador, se muestran más chuscos cuanto más intentan desmarcarse de la trama propuesta en el archiconocido referente emulado (y ofendido). La linealidad con la que es presentada la amistad de los dos protagonistas, la memez de los distintos conflictos que irán ocasionando su distanciamiento, la preponderancia culebronera con la que queda saldada la concatenación de sucesos, la mortificante (por simple y achicada) causalidad entre secuencias, obviamente, campan más desbocadamente que un caballo montado con bluetooth.
De resultas, no podía ser de otra forma, los personajes nada pueden hacer frente al desinterés desde el que son enrolados en esta tortura romana con un Cristo convertido en ídem. Además de jugar en su contra el recuerdo tan preclaro del film de Wyler, resulta absolutamente doloroso asistir al menosprecio de la mimada tensión dramática con la que aquel, por ejemplo, arropaba la tortura personal que padecían Judah y Messala. Por tanto, ninguno de ellos es capaz de estimular la más mínima contraindicación al ricino imperante. Peleles de cartón piedra, monigotes afectados, marionetas de romano acero manipuladas a capricho de una función que los desprecia y ningunea, hemos de pasar el calvario de conocer que Morgan Freeman ha querido toda la vida ser Whoopi Goldberg. Si no, no se explican esas trenzas. Aquí, sí. Aquí, hasta Falete lo hubiera hecho mejor.