Una Mujer Una Pistola Y Una Tienda De Fideos Chinos Portada

 

Título original San qiang pai an jing qi (A Woman, A Gun And A Noodle Shop)

Año 2009

Duración 95 min.

País China

Director Zhang Yimou

Guión Xu Zhengchao, Shi Jianquan (Remake: Joel Coen, Ethan Coen)

Música Zhao Lin

Fotografía Zhao Xiaoding

Reparto Sun Honglei, Xiao Shenyang, Yan Ni, Ni Dahong, Cheng Ye, Wang Xiaohua

Productora Beijing New Picture Film / Sony Pictures Classics

Valoración 5

 

Los felices tiempos de Sorgo Rojo, Semilla de Crisantemo o Ni uno menos parecen definitivamente aparcados por uno de los directores asiáticos más importantes de las dos últimas décadas del siglo pasado. Enmarcado siempre en la denominada “Quinta Generación del Cine Chino”, esto es, en el grupo de realizadores (Chen Kaige, Wu Tianming) que desarrollaron su trayectoria creativa una vez concluida la demoledora Revolución Cultural de aquel país a finales de los años 60, el otrora imprescindible Zhang Yimou, hace ya algunos años que ha decidido enrolarse en una empobrecedora desmarcación creativa; una decepcionante inercia que lo ha alejado de la impecable elegancia dramática que lo catapultó a la primera línea del panorama internacional en las postrimerías de la pasada década de los 80.

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A grandes rasgos, podemos convenir en que hay un antes y un después de Hero, el film que inicia una etapa en la que, quienes admiramos la particularidad hondura estética de toda su filmografía anterior a ésta, hemos ido contemplando como el autor de La Linterna roja ha ido dilapidando su intransferible sensibilidad realizativa. El arrollador éxito de la formidable Tigre y Dragón, de Ang Lee, hizo que determinados productores buscaran con urgencia la destreza de maestros asiáticos que fueran capaces de facturar productos asimilados a la novedad de ésta última. Esto ocurrió con Yimou y con Kaige. Ambos han visto resentida su credibilidad. La implicación en superproducciones del tipo de La Maldición de la flor Dorada ha contribuido, en ambos casos, a una especie de autoinmolación autoral, que, de forma paulatina, los han abocado a una difuminación estilística más que grave.

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El nuevo antojo del creador de Vivir, por desgracia, no nos brinda la ocasión del ansiado retorno a unos inolvidables orígenes. Una Mujer, una Pistola, y una Tienda de Fideos Chinos viene a demostrar que el viraje parece confirmarse sin remedio. Cual si se tratara del consciente dictamen de un creador que ha decidido plegarse, de modo mucho más que momentáneo, a la tentación de un reconocimiento mediático, fundamentado en la prestación de su apabullante sabiduría escénica a proyectos de asimilable espectacularidad comercial. No obstante, de modo jugosamente sorprendente, de partida, hay un elemento que condiciona el perfil global de éste último film: nos hallamos, nada más y nada menos, que ante un reconocido “remake” de la obra de unos autores, a quienes Yimou no se recata en reconocer su rendidísima admiración: los hermanos Cohen.

Una Mujer, una Pistola, y una Tienda de Fideos Chinos es la usurpación “yimouniana” de la soberbia Sangre Fácil, la insólita, deslumbrante tarjeta de presentación de una pareja de cineastas que, a diferencia del asiático, no han cesado jamás de ahondar en una intransferible forma de concebir la narración cinematográfica. Esto es, un chino metido a mutar la aridez cruel, estúpida y socarrona de la América profunda, triturada por el prisma de dos eminentes irónicos, por la codificada, feudalista y recóndita China de principios de siglo. Nada que objetar. Ni muchísimo menos.  Yimou y los Cohen, ambos interrelacionados bajo la óptica y la voluntad admirativa del primero. Dos estilos, dos trayectorias, dos magisterios, dos sensibilidades diametralmente opuestas, aunadas al antojo de la mirada venerante más, antaño, comedida y clásica: el experimento no deja de tener su gracia.

Y, reconozcámoslo pronto, pese a que, insisto, este sano experimento nosuponga ese regreso a su radical pureza mostrativa, Yimou no sale mal parado de la curiosa refriega. Más que nada, porque, desde la primera de sus escenas, queda evidenciada la condición de mero entretenimiento intencional. Una Mujer, una Pistola, y una Tienda de Fideos Chinos no es más que la demostración –no indigna, pero sí menor- de la solvencia escenográfica de un superdotado en esa tarea. Cual encargo resuelto a placer con ganas de ligereza bien amarrada. Una especie de descanso de un guerrero mal acostumbrado a batallas demasiado factibles.

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La película es una traslación en toda regla del universo desapacible, vitriólico y hosco, propio de los autores de Un hombre serio, al universo de la fantasía narrativa típica del relato tradicional oriental. Como adaptación canónica, en su contra, podría achacársele la pérdida de la ironía con la que los Cohen urden la compleja estupidez que sanciona a sus personajes. Los de Yimou casi ni alcanzan la condición de chuscos peleles. El director no intenta jamás esa emulación. El autor de Vivir se apropia mucho más del entramado narrativo que sostiene la abigarrada madeja de confusiones y malentendidos sobre los que se asienta la nutrida trama. Este  imperativo logra que la relectura no derive a la inanidad estetizante, hueca y multitudinaria de sus últimos flirteos con la grandeza. El film es siempre consciente de su pequeñez.

La presente es una vistosa escenificación de un retablo de marionetas en la que cada muñeco vale lo que vale su acción. Una Mujer, una Pistola, y una Tienda de Fideos Chinos no aspira jamás ni a profundidades, ni a turbaciones, ni a extrañamientos. Lo suyo es el gran guiñol, la simpleza, la caricatura efectiva. El cine concebido como mero artefacto de ligera diversión. Desde ese punto de vista, hay que reconocer que no defrauda. Yimou no se esfuerza en camuflar que se lo está pasando en grande con el juguetito. Se apresta a resolverlo con un sano desprejuicio, facturándolo con la dignidad precisa para tratar de que éste no se le escacharre en pachanga mandanga con gracia de cuento mandarín karatecoide, katanero y con coleta.

A éste ligero vodevil con marido celoso y tacaño, esposa doliente y ponedora de cuernos, amante lelo y  teatral catarata de confusiones de salón lo salva la sapiencia con la que está exhibida su no oculta cortedad de intenciones. En manos de otro la estupidez hubiere alcanzado rápidamente categoría de apedreamiento. Sin embargo, Yimou le aplica el bálsamo de su saber hacer. Por eso, si le perdonamos la brocha gorda y cicatera en la confección de los personajes, podemos dejarnos seducir por la misión de contemplar lo que es capaz de hacer para salvar los muebles. Y ahí es donde apreciamos sus dotes realizadoras: en la belleza de la captación de los paisajes exteriores y del cromatismo que estos imponen y, sobre todo, en la delicia de la facilidad con la que resuelve la coreografía que impone los movimientos vodevilescos de los personajes implicados en la función. El embrollo, en sus manos, se torna ingenua, agradable fluidez de comedia de guante blanco.

Eso sí, vuelvo a lo mismo, sin noticias del deslumbrante cineasta que no sabía delinear un plano sin humedecerlo de lírica, sensible, y emocionante sutileza. Y ya vamos teniendo ganas de volver a recuperar el tiempo en el que a Yimou no le hacía falta el ruido.

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