159223 Trailer Christian Bale In The Flowers Of War

Título: Jin Ling Shi San Chai (The Flowers of War)

Año 2011

Duración 146 min.

País China

Director Zhang Yimou

Guión Liu Heng (Novela: Yan Geling)

Música Qigang Chen

Fotografía Xiaoding Zhao

Reparto Christian Bale, Ni Ni, Xinyi Zhang, Shigeo Kobayashi, Atsurô Watabe, Dawei Tong, Tianyuan Huang, Paul Schneider, Bai Xue, Takashi Yamanaka, Shawn Dou, Kefan Cao, Hai-Bo Huang, Junichi Kajioka

Productora Coproducción China-Hong Kong; Beijing New Picture Film Co. / EDKO Film / New Picture Company

Valoración 4

Cuando quienes le hemos admirado siempre pensábamos que Zhang Yimou había logrado reconducir su trayectoria gracias a la exquisita AMOR BAJO EL ESPINO BLANCO, LAS FLORES DE LA GUERRA vuelve a situarlo en la desubicación y el yerro contra el que ha ido a parar aquella durante la década pasada. El cineasta poseedor de uno de los talentos dramáticos formales más incisivos de las décadas de los años ochenta y noventa parece no saber escapar a la inercia grandilocuente, aparatosa e que films como HERO, LA CASA DE LAS DAGAS VOLADORAS o LA MALDICIÓN DE LA FLOR DORADA hicieron que su crédito fuera diluyéndose de forma impensable y obstinada.

Sin embargo, como ha quedado dicho, tras la intrascendente UNA MUJER, UNA PISTOLA Y UNA TIENDA DE FIDEOS CHINOS, la llegada de un ejercicio del calado de AMOR BAJO EL ESPINO BLANCO vino a que todos nos convenciéramos de que habían regresado a la pantalla grande los modos concentradamente líricos, intimistas, limpios, elegantes e incisivos en el ahondamiento de ese aliento lírico y frágil que habían quedado acreditados soberbiamente en entregas pasadas como NI UNO MENOS, VIVIR o EL CAMINO A CASA. Esa historia de amor menuda, inocente, entrecortada, tímida y plena estaba mirada con la delicada persistencia del autor capaz de SORGO ROJO.

Por desgracia, LAS FLORES DE LA GUERRA viene a certificar que esa búsqueda del origen no era tal, pues vuelve a incidir en las deficiencias del Zhang Zimou irreconocible, equívoco, perdido entre los fastos de una gran superproducción. Lo más decepcionante de la situación es que en esta ocasión el realizador chino no presta sus servicios a la causa de un producto de bella y vacua pirotecnia marcial al estilo de la trilogía antes mentada, que surgió a rebujo del éxito arrollador de la germinal TIGRE Y DRAGÓN, de Ang Lee. El film presente viene a incidir en un asunto histórico-trágico dentro del que, en principio, la valía observativa para el drama tan del gusto del autor de SEMILLA DE CRISANTEMO hubiera debido exhibir una comodidad escénica que, por desgracia, apenas sí deja entreverse.

Año 1937. Guerra de China y Japón. Las tropas niponas  están cometiendo una de las masacres humanas más grandes del pasado siglo XX. El asalto a Nanking, capital entonces del imperio chino,  tras ganar la batalla de Shangai,  se saldará con un encarnizado ensañamiento cometido sobre la población civil: un reguero de atentados, fusilamientos, violaciones, torturas, asesinatos y brutalidades indiscriminadas que dejaron más de 250.000 muertos. Dentro de  ese cruento marco de barbaries aparece la figura de un norteamericano llamado John Miller, quien está allí con el ánimo de hacer algún tipo de ganancia al río revuelto del gran conflicto bélico que está teniendo lugar en aquel paraje asiático.

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Miller logra escapar al acoso militar aniquilador japonés refugiándose en la Catedral de Winchester. Su sorpresa será mayúscula cuando observe como hasta ese en principio seguro edificio corran a salvarse dos grupos de mujeres bien opuestas entre sí: el formado por unas  jovencísimas colegialas chinas que muy pronto se convertirán en el festín deseado por las ansias humillantes del teniente de una unidad militar del ejército nipón, y el integrado por las prostitutas de un vecino burdel. El film tratará de ceñirse al cambio del posicionamiento personal que va a ir dirimiendo el yanqui: de mero oteador de acontecimientos ajenos a arriesgado protector de vidas ajenas inocentes.

El problema más flagrante que padece LAS FLORES DE LA GUERRA es que en contadísimos planos logra ser el film que hubiera debido ser o, mejor dicho,  que hubiera debido esperarse de la grandeza pretérita de su autor, puesto que la disposición argumental dispensada por el guión sobre el que el film trata de levantarse sí que le brinda al autor de LA LINTENA ROJA una encrucijada de situaciones que, en teoría, parecieren encaminadas a ser apresadas contundentemente por su férrea arquitectura formal característica.

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El film arranca de forma espeluznante. Una espléndida secuencia de apertura situada en las calles de un Nanking arrasado, convertido en desigual campo de batalla en el que se enfrentan las mermadas tropas vencidas chinas y las aplastantes, asesinas formas de un ejército nipón con órdenes de exterminio masivo describe crudamente el ambiente en el que van a desarrollarse los acontecimientos: la piedad sobre el derrotado o el ajeno a la batalla situado en el bando perdedor, nos apercibimos claramente, queda convertida en derecho vejado, prohibido, hecho añicos.

Ahora bien, cuando el núcleo narrativo de la película se cierra intramuros dentro del espacio catedralicio da la impresión de que el auténtico Yimou logra disponer de un espacio dramático dentro del cual él va a procurarse un auténtico festín autoral: la integración de un colectivo humano tan dispar como el que allí se ve obligado a convivir y las hostiles presiones exteriores  que lo van a ir cercando se antoja un parámetro espacio-temporal digno de una precisión observativa como la suya. 

LAS FLORES DE LA GUERRA, por lo tanto, reúne en limítrofes circunstancias existenciales a un grupo de seres acorralados, temerosos, pusilánimes,  a los que la sutil capacidad del realizador para la cercanía escrutadora hubiera debido sitiar escénicamente con atenta y furiosa nitidez. La cámara de  Yimou, a priori, se hubiera debido postular como apta, como idónea voluntad para aplicar de forma transparente la misma agitación asediadora que las sanguinarias fauces del enemigo que las cerca demuestra dentro del relato. Sin embargo, contra pronóstico, nada de esto ocurre. La habilidad de Yimou para indagar en esas angustiosas circunstancias hace caso omiso de su esperable responsabilidad.

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El realizador se muestra más interesado por cacarear las características industriales del producto que por investigarlo por dentro. LAS FLORES DE LA GUERRA deviene una especie de ajusticiamiento cinematográfico a posteriori en lugar del ejercicio de introversiones angustiadas que exige el planteamiento enclaustrado que lo define estructuralmente. De ahí que como documento historiográfico resulte de un interés más que discutible, pues su abandono a un insólito (e impropio de su autor) maniqueísmo de contenidos es excesivo hasta la inverosimilitud.

Esta unidireccionalidad, este deseo de postular una tesis que cercena la posibilidad de un film en el que los personajes dirimiesen la complejidad de una situación vitalmente tan inesperada como atormentada e incierta va principalmente  en contra del retrato de los personajes. Éste no existe. Da la impresión de que Zimou, acostumbrado a relatos en los que la preeminencia de un personaje principal devenía el eje principal de sus artefactos escénicos, se pierde dentro de esta historia auspiciada por dos colectivos femeninos entre los que la figura de John Miller no acaba de convertirse en elemento atractivo para los modos clásicos del realizador. Las figuras femeninas apenas sí están pinceladas. 

Consecuentemente, la narración hace aguas, se conforma con un atónito deambuleo de rostros sin entidad ni hondura, echando a perder su energía, su credibilidad y su solidez poniendo en evidencia la grandilocuencia de cartón piedra en la que todo acaba reducido. Un par de exageraciones mostrativas violentas impropias de una mirada tan exigente y pulcra como la de Yimou terminan por confirmar esta mancha en la trayectoria de un maestro ahora perdido en tierra de no se sabe qué insana indefinición.

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