Título Original La Mitad de Óscar
Año 2010
Duración 89 min.
País España
Director Manuel Martín Cuenca
Guión Manuel Martín Cuenca, Alejandro Hernández
Música
Fotografía Rafael de la Uz
Reparto Rodrigo Sáenz de Heredia, Verónica Echegui, Denis Eyriey, Manuel Martínez Roca, Antonio de la Torre
Productora 14 Pies / ICAIC
Valoración 8.5
El tercer largometraje de Manuel Martín Cuenca confiere ese placer tan caro de meterte en el bolsillo de tu gratitud espectadora que es el de asistir a la consagración de una rotunda mirada cinematográfica. Eso que acaece cuando alguien sobre el que has depositado determinadas esperanzas creadoras, de pronto, te las eleva a categoría de confirmación. La Mitad de Óscar convoca la depuración de todas las virtudes atisbadas en La Flaqueza del Bolchevique y en Malas Temporadas. Sobre todo la primera, anunciaba la validez de un creador muy dotado para la insinuación, que, de forma hondísimamente esencial, adquiere visos de madurez artística en esta tercera cita.
El panorama cinematográfico español se enriquece con la irrupción de este concentrado ejercicio, pues permite que su autor forme parte los escasos imprescindibles que están dando guerra en esa dura batalla que es el cine concebido desde una poderosa actitud personal. La serena eficacia que lo configura es de esas que sólo administra quien se sabe ya las complejas leyes de lo no efímero. La Mitad de Óscar es, fundamentalmente, una película construida mediante contemplaciones. El respeto de contemplar hecho exigencia de partida. La materia que lo conforma no es otra sino el modo de observar que impone el director. La sustancia del film viene generada por el misterio latente que fragua el silencio del objeto contemplado. El espectador es convocado en calidad de testigo riguroso de esa operación contemplativa: la de ver como calla quien está en el punto de mira. Martín Cuenca nos propone el silencio de un hombre solo. La Mitad de Óscar es el itinerario que se recorre hasta que estalla el ruido de la verdad oculta tras esa silente actitud.
Óscar es un vigilante de seguridad que trabaja en una apartada factoría salinera ubicada en una población de la costa almeriense. No tiene compañía alguna. Sólo la visita diaria del antiguo celador, que va allí a llevarle la comida y hacerle compañía. Las primeras escenas del film abundan en la soledad cotidiana que parece condenar la existencia del parco protagonista. Sus idas y venidas, su forma de pasar el tiempo encerrado en su casa, las visitas a la residencia donde vive su anciano abuelo abundan en esta sensación de opresivo aislamiento. Es precisamente la defunción de éste el suceso que espolea la actitud de Óscar, pues sirve para que entre en escena María, su hermana pequeña. Hace dos años que no la ve. A partir de ese momento, el misterio del film se abisma por esa rendija siempre inquietante que es el mutuo reconocimiento de un secreto callado a dos voces.
Martín Cuenca emplaza un sutil encadenado de ansiedades hechas rumor al fondo. El seguimiento a la corta estancia de María –y su novio- junto a Óscar está encuadrado en forma de paseo. El realizador privilegia un conocimiento de la situación comandado por la inmersión de los personajes en esa agreste soledad luminosa que presta el hermosísimo paisaje litoral. El ruido bravío y salobre de las olas agitadas, la fuerza imponente, definitoria, sonora y sentible del viento azotando el merodeo de los protagonistas conforman una de las secuencias más hondamente turbadoras del último cine español. El realizador impone un acercamiento a los personajes en el que sólo actúa como elemento desvelador del conflicto interior que los azota ese caminar por el entorno. La fisicidad de la observación es tan porosa e incisiva que cualquier mínima verbalización hubiera estado condenada a convertirse en subrayado retórico de algo que no la requiere.
Y no la requiere, porque el meollo central que gravita durante toda la narración, a partir de la llegada de María, es una verdad proscrita, un sentimiento vetado. Lo verdaderamente destacable en La Mitad de Óscar es que el distanciamiento depuradísimo impuesto por el director no es nunca una pirueta formal o un capricho de estilo. Martín Cuenca se adhiere, así, al pudor con el que están definidos sus dos personajes y, lo que es muchísimo más importante, al que éstos exponen dentro de la acción interior exhibida. La película es, ante todo, un prodigio de cautela mostrativa, porque sus dos elementos protagonistas tienen mucho que callar, mucho que reprimir, mucho que tratar de condenar a un pasado demasiado reciente. Resulta especialmente conmovedora la calmada tensión interpretativa que despliegan un tensamente silencioso Rodrigo Sáenz de Heredia y una Verónica Echegui que regala una oscura desenvoltura a su zanjador personaje. Los planos que la perfilan de espaldas, dejando mecer al viento algo más que la morena espesura de su cabello suelto y ondeado resultan de una sensualidad dramática ciertamente electrizante.
Dada la inflexible magnitud para con la contención que exige el tabú de la historia, no ha de extrañarnos, pues, que ésta concluya cuando la revelación tiene lugar, pues uno de los dos personajes así lo requiere. La declaración del deseo se constituye como cierre dentro de un despejado encadenamiento de desasosiegos y evitaciones. Martín Cuenca resuelve el final de la historia siendo pulcramente fiel a ese planteamiento no melodramático con el que ha ido conformando la obra. El resultado es una secuencia de desenlace sencillamente magistral. Dos personajes frente a frente. Sus figuras remarcadas contra la puerta abierta del balcón de la habitación de un hotel. Uno de los dos personajes sale del plano. El otro queda allí solo. El azul del cielo luminosamente condenatorio y el ruido del oleaje de la playa definen esa calma imperturbable que pone rostro al ser abandonado. Un solo plano concentra la historia entera de una pasión. Lo que viene después es ya lo de menos. Véanla y déjense acunar las entrañas por la serenidad incógnita de esta pulcra intensidad cinematográfica. Enhorabuena.