Título original: Tarde para la ira
Año: 2016
Duración: 92 min.
País: España
Director: Raúl Arévalo
Guión: Raúl Arévalo, David Pulido
Música: Lucio Godoy
Fotografía: Arnau Valls Colomer
Reparto: Antonio de la Torre, Luis Callejo, Ruth Díaz, Manolo Solo, Alicia Rubio, Raúl Jiménez, Font García
Productora: La Canica Films / Televisión Española (TVE)
Nota: 8.8
Brutalidad fílmica. Ni más ni menos. Al soberbio aldabonazo fílmico que, sin que nadie lo esperara, el actor Raúl Arévalo ha ajusticiado, en esta enérgica, colérica, hirientemente verdadera TARDE PARA LA IRA, no le cabe otra calificación. Desde el primer plano emplazado en el arranque del film, su debut tras la cámara no parece tal. Saldado con una templanza tan homicida como certera, muy antes al contrario, este golpe maestro de autenticidad, brío y atención casi se diría obra de un veterano descerrajando a palo seco la plenitud de su aguerrida madurez. Cine a quemarropa, a bocajarro, de cuajo, borbotoneado de flagrante hosquedad nítida e imperturbable, TARDE PARA LA IRA impone puntería de arquero dispuesta para escopeta recortada de cazador furtivo a punto de reventarle la extremaunción definitiva a su codiciada pieza. La atención del espectador ha olido esa pólvora. Y también la sangre, el estupor y la conformidad entregada de la víctima.
Las loas al film pueden ser esgrimidas a varios niveles. El primero de ellos, sin duda, el coraje impío y descarado en adaptar los protocolos del thriller contemporáneo a la idiosincrasia ambiental adobada en nuestro país ancestralmente a base de calor, callejerío, taberneo, necesidad, cabreo, pisos pequeños, angustia para llegar a final de mes y alegría borracha culminada en palmas. El film suda, hiede, amortigua crudeza celtibérica tan violentada de verismo como supurada de crudeza.
La observación de los hechos acuciados en la narración rezuma legitimidad de barrio, justicia solana de pueblo, verismo de clase trabajadora, desaliño de extrarradio, ausencia total de distinción pudiente, proletaria rutina asfixiadora, humildad quebradiza y populosa. No asoma ápice alguno de realismo impostado, pero tampoco se juega la baza de la conmiseración descriptiva, ni de la relajación en el tópico. El bar de barrio huele a carajillo, palillos en tierra, bayeta precisada de lejía y morro del bueno. En el hospital se masca hedor a organismo yaciendo, incertidumbre medicada y caldo de pollo sin sal. El gimnasio patea sudor en pie de guerra concentrado. La carretera al pueblo traza la soledad curvilínea del tráfico escaso… La legitimidad de rincones, estancias, horizontes, calles y rostros parece mandamiento cumplido a rajatabla.
Arévalo sabe supeditar el marco sociogeográfico encuadrado a la necesidad que le reclaman tanto trama como personajes convocados. La interrelación entre paisaje y figuras humanas condenadas a sobrevivir en él es tajante, irascible, apuñalada de determinismo. El resultado es un potentísimo thriller, disfrazado de drama urgente y resentido, en el que la perfecta escudriñación en la habitualidad que rodea a los personajes socava racialmente las reglas del género para enriquecerlo, para apropiarlo, para reconducirlo lúcida y ferozmente a un ámbito, en principio, muy alejado de sus coordinadas territoriales. La concreción final, densa, envenenada, prietísima, deviene tan respetuosa con los protocolos del género vindicado, como implacablemente certera, fértil y genuina con la bravía traslación que pretende.
Obviamente, el otro gran acierto de Arévalo es el material escrito que se procura para echarle el zarpazo hambriento de su asombrosa (y desconocida) voracidad tras la cámara. El guión propone una historia que viene definida por la urgencia de los hechos relatados y, sobre todo, por la magnífica dosificación de elementos informativos que, puntualmente, de forma sorpresiva y casi siempre (por desgracia, el exceso de arrojo está a punto de juagar una mala pasada a la verosimilitud de la narración) pertinente, modifica las expectativas enhebradas en la aturdida, conmocionada atención del espectador. La historia narra las intrigantes vicisitudes que entrelazan el destino de Curro, un preso que cumple condena de ocho años por participar en el robo a una joyería y cuya salida del centro penitenciario es inminente, Ana, su esposa, que, cansada, harta de su ausencia, lo espera con ansias, mientras trabaja en el bar de su hermano, y José, un cliente del bar, que muestra un sincero interés afectivo por esta última. La salida de Curro precipitará una serie de inesperados y violentos acontecimientos. Los dos hombres emprenderán una ruta en la que se darán la mano las consecuencias de unos hechos del pasado y la determinación presente de saldar ocultas cuentas pendientes.
Lo más interesante de la experiencia que supone un trallazo indómitamente sincero, curtido y visceral como el presente es asistir a la impresionante peripecia que supone disfrutar de la solvencia de un realizador que es capaz de suplir con candente implicación escenográfica la intrepidez desalmada y comprometida de determinadas soluciones del guión. Éste, siempre obsesionado con la sorpresa dirimida por una trama cabalgada sobre no pocas disimulaciones, impone algunos lances (el hallazgo del segundo compañero de Curro, las cintas de vídeo que visiona Ana, por ejemplo) que, de puro aventurados, acaso imbricados por la fiebre de filo punzante disciplinada por el director, sometido al dictado de otra voluntad más conformista hubiera devenido estruendoso, lleno de injustificaciones, ridículo, y llamado al fracaso.
Lejos de esa debacle, Arévalo, exhibiendo pulso, olfato y paciencia de cineasta bien bregado en su oficio, desenfunda una contenida agresividad mostrativa que suple y alivia a la furibunda fluidez de apremios, escamas y desquites. El disparo es fulminante. El estruendo, afilado. Y la verdad cinematográfica, un pasmoso, ladino, inatajable caudal de impertérrita pureza. Haciendo del yerro hambre de virtud, TARDE PARA LA IRA arranca para combustionar las retinas de quien decide seguirle la incandescencia a su fogonazo. La cámara del realizador se convierte en conciencia torturada del personaje en plano. La granulosidad de la fotografía abunda en la magnitud escampada y espesa del malestar generalizado: el mostrado y el secreto, el clamado y el que planifica la satisfacción del dolor ajeno. El seguimiento hecho a los personajes es adhesivo, de ahí que se espete una demoledora frontalidad tanto a la cámara en mano perseguidora, como al reclamo descarnado de unos primeros planos enfermizos, pacientes, empeñados en el lado oscuro de lo descarnado.
Huelga escribirlo. Raúl Arévalo no ha llegado para aparecer. Ha irrumpido eternizado. TARDE PARA LA IRA es dos orejas, rabo, vuelta al ruedo, toro indultado, plaza al revés y par de hostias a la autoridad.