Título original: El reino
Año: 2018
Duración: 122 min.
País: España
Dirección: Rodrigo Sorogoyen
Guion: Isabel Peña, Rodrigo Sorogoyen
Música: Olivier Arson
Fotografía: Álex de Pablo
Reparto: Antonio de la Torre, Josep Maria Pou, Nacho Fresneda, Ana Wagener, Mónica López, Bárbara Lennie, Luis Zahera, Francisco Reyes, María de Nati, Paco Revilla, Sonia Almarcha, David Lorente, Andrés Lima, Óscar de la Fuente, Laia Manzanares
Productora: Coproducción España-Francia; Tornasol Films / Trianera PC AIE / Atresmedia Cine / Le Pacte / Mondex, Cie / Bowfinger International Pictures
Nota: 7.3
Con tan solo tres largometrajes Rodrigo Sorogoyen ya ha sabido granjearse la posición de indispensable dentro del panorama del cine español del presente. Y valga la redundancia porque el “presente” con nefandas mayúsculas se instala, en toda su dinamitable putridez, dentro de esta ejemplar, intachable y necesaria EL REINO, un eléctrico análisis sobre la corrupción política que de modo repugnante está engangrenando a todas las instancias de poder de nuestro país. EL REINO salda la deuda que el cine patrio se debía a si mismo. Resultaba sangrante esta ausencia denunciativa, por cuanto, lamentablemente, la realidad de la primera plana de los medios de comunicación no cesa de dar argumentos para que nuestra industria se disponga a estimular sobre ellos un prolijo material de argumentos dignos de la mejor serie negra.
Ya en la notable QUE DIOS NOS PERDONE Sorogoyen exhibía un evidente saber hacer dentro de las coordenadas del género policiaco. En ella trasplantaba, mixturaba, hispanizaba, con magníficos resultados, los imperativos de esa categoría cinematográfica, adecuándoles una masticable autenticidad ambiental que sabía extraer de su aproximación a unos hechos inscritos en el Madrid del verano de 2011. QUE DIOS NOS PERDONE fraguaba su autenticidad dirimiendo una agresiva observación de hechos, una colérica caracterización de sus protagonistas (en especial la del soberbio personaje interpretado por un memorable Roberto Álamo) y, sobre todo, una afilada, severa puesta en escena de interiores a través de la cual los hechos encuadrados supuraban la turbia efervescencia enfermiza en la que ni personajes ni acontecimientos sabían desprenderse del lodo colectivo latente.
Algo parecido le ocurre a EL REINO. Historia central y criaturas convocadas son diametralmente opuestas, pero Sorogoyen se las ingenia para aprehenderlas a ambas con la colérica urgencia que exige la singularidad de la elección escénica maquinada mediante ineluctable puntualidad. En esta ocasión el universo a diseccionar es el ámbito político de la España de hoy; concretamente , quizás, su aspecto más nauseabundo, exclamado y decepcionante: la corrupción de los partidos políticos, esa abominable fatalidad que, sin duda alguna, se ha convertido en la lacra más desesperante y pertinaz de nuestra sociedad, en cuanto que fulminadora de la credibilidad de los pilares fundamentales sobre los que se asienta el funcionamiento del frágil engranaje democrático de nuestro país.
El acierto principal de la intentona propuesta por Sorogoyen es ceñirse con absoluta firmeza al condicionamiento medular que define la obra: el apego a un trayecto angustiosamente individual, desde el que trazar una panorámica vertiginosa y directísima sobre el asunto de fondo, pero siempre privilegiando la odisea personal del protagonista central, convertido de esta forma en coartada, misión y eje narrador de la tormentosa cascada de acontecimientos a la que se verá abocada a hacer frente. Todo el castillo de naipes se construirá, por lo tanto, sobre la espalda omnipresente y vapuleada de Manuel, un vicesecretario de un partido político conservador, hegemónico en una comunidad autónoma costera, a quien de súbito, un tormentoso escándalo político va a estallarle acusatoriamente, mientras comprueba, tras ello, una improvisada y cruenta caída en desgracia dentro de las indecentes fauces mafiosas de su propio partido. El film narra con matemática excitación los esfuerzos por salvaguardar su ametrallada indecencia oculta, su elegante pudrimiento de sujeto corrupto con la conciencia en la misma caja de caudales donde guarda los sobres con dinero mediante los que la calla.
A tal efecto, sólo cabe constatar que intención y resultados saben encontrarse en el camino. El film sabe zambullirse en el estercolero de inmoralidad y delito al que le obliga la particular encrucijada de atajos hacia el infierno contra el que trata de rebelarse Manuel adhiriéndose al aliento extenuado e incrédulo de éste. El film no se propone como análisis sociológico de la descomposición generalizada, sino como férrea narración unívoca, pormenorizada y concreta, en la que el seguimiento al personaje central permite al espectador ser destinatario último de un preclaro y destructivo panorama denunciador del estado de pudrición.
La puesta en escena es casi siempre agitada, convulsa, nerviosa e inestable. Esto es, tal y como es el posicionamiento que la impele: el pánico irrumpido en Manuel. Sorogoyen vuelve a demostrar que se mueve con crispada pericia dentro de la enrevesada y colectiva catarsis de incertidumbres, cazas, huidas e improvisaciones que propone el entramado argumental. El film se muestra ágil y contundente al mismo tiempo, descerrajando secuencias en las que se muestra la hedionda trastienda de vanidades carcomidas y ambiciosas sobre las que articula su visionado. La urgencia de Manuel exige tajante reciprocidad replicadora al resto de personajes. Todos ellos se jactan de su anverso y escupirán, de inmediato, reverso agresivo protector (magníficos todos los enfrentamientos de Manuel con el personaje soberbiamente incorporado por Ana Wagener).
La España de marisco a cuenta de otros, de trajes caros, gomina estricta y corbata a juego con la degustación de exquisitas ilegalidades consentidas y auspiciadas, tiene irascible, puntual, cruda cabida en esta agónica escenificación de verdades como puños, a los que, por desgracia, una escena final errada, prescindible, injustificadamente maniquea, mengua el nervio de su vibrante musculación de definitivo directo a la mandíbula. La ética es el jugo absorbido de una gamba fresca a la plancha. EL REINO sabe mancharse las manos con esa cabeza.