Título Original Black Swan
Año 2010
Duración 103 min.
País USA
Director Darren Aronofsky
Guión John McLaughlin, Mark Heyman
Música Clint Mansell
Fotografía Matthew Libatique
Reparto Natalie Portman, Mila Kunis, Vincent Cassel, Winona Ryder, Barbara Hershey, Christopher Gartin.
Productora Fox Searchlight Pictures
Valoración 9
Impresionante lección de cine hecho con apasionamiento suicida. Con voluntad demoniacamente voraz. Darren Aronofsky, autor de obras tan dispares entre sí como Pi (Fe en el Caos) y El Luchador, emplaza una absorbente lección de cine ejecutado por la sapiencia de alguien que ha logrado pertrecharse de los medios expresivos mediantes los cuales dar rienda nítida a sus incómodas osadías. En la presente Cisne Negro, oficia una ceremonia estructuralmente muy parecida al notable retrato de un perdedor en el inminente ocaso de su existencia, que supo cincelar en su anterior trabajo, protagonizado soberbiamente por Mickey Rourke. El realizador neoyorkino pretende, como en ésta, proponerle al espectador el mapa de las convulsiones íntimas de un omnipresente personaje central al que hincarle los dientes hasta morderle el alma.
Cisne Negro, fundamentalmente, hurga el retrato de una insegura bailarina perfecta con demasiadas tinieblas agazapadas tras el virtuosismo. Una infatigable profesional de la danza, quebradiza y ávida, que no sabe autoimponerse límite a una desesperada búsqueda interior: un revelador proceso hiriente que, obligado por el anhelo de un éxito profesional, la conducirá a enfrentarse contra el hallazgo de su yo más oscuro y desconocido. El realizador se pliega por completo a indagar, vigilar y exhibir este salvaje itinerario íntimo. Y lo hace de forma furibunda, agobiativa, lacerante y turbiamente excepcional. Aquí radica la diferencia fundamental con respecto a El Luchador: en la naturaleza enmarañadamente opuesta que caracteriza a los dos personajes analizados. Aranofsky lo sabe y adapta su posicionamiento realizativo a esta disparidad.
El film narra el tormento entrañado de Nina, una bailarina que es escogida para interpretar la célebre El Lago de los Cisnes, de Tchaikovsky. La esencia del film guarece en la confusa personalidad que anida en ella. Nina adolece de un carácter extremadamente frío, que no es sino el reflejo exterior de un ser medularmente reprimido, de un ser frágilmente incapaz de permitirse la libre expresión de su propia sinceridad: alguien que no cesa en amputarse la natural expresión de su verdadero deseo. La perfección técnica que logra en el escenario es consecuencia de ese esfuerzo continuado por impedirse un mínimo desliz a una satisfacción, cuyo pertinaz y negador sometimiento no hacen más que afirmarla en esa permanente excelencia técnica. Su destreza y su implicación en la danza actúan en ella como vía de escape a un cúmulo de daños a las que ha decidido no enfrentarse.
Sin embargo, el hecho de tener que bucear por esos infiernos vetados, que entreabren las demandas del director de la obra, para la convincente, desinhibida confección del personaje maligno impuesto por el libreto, se convertirá en catalizador de la liberación torrencial de todas esas represiones. Cisne Negro se convierte, a partir de ese momento, en la radiografía virulenta, inclemente, atroz y perfecta de una guerra a cuartel de Nina consigo misma: con la irrupción de todos los fantasmas que la han paralizado como ser humano hasta ese momento. Y claro está, también se su previsible debacle, pues su obsesiva cautela pronto se revela desbordada, falsa y víctima: ella misma se convierte en su peor enemigo, en el opuesto a batir. La bailarina indefensa no sabe ni encauzar, ni domesticar, ni revelarse ante la acometida de ese final de trayecto que supone su verdadera identidad, desatada ahora bajo forma de negrísima catástrofe subconsciente.
Aronofsky captura esa bajada a los infiernos con una brutal contención y, al mismo tiempo, imponiendo la visceralidad que requiere la abrupta tonalidad enfermiza, mental y asustada de la historia. Resulta notabilísimo cómo va siendo capaz de estimular la inestabilidad escénica necesaria para dejar vislumbrar el malestar repentino que azota a la protagonista. Todo, sobre todo en el tercio final, está concretado con una pátina ensoñativo-fantástica que evidencia tanto la vulnerabilidad febril que se apodera de ésta como su absoluta incapacidad para no rendirse ante ella.
De ahí que se difumine la barrera entre lo real y lo irreal: la cámara se ha convertido en el aliado de esa súbita demencia amenazante. El autor de Réquiem Por Un Sueño da rienda suelta a esa deformidad patológico- mental en la que se siente tan a gusto exhibiendo ciertos recursos delirantes, extremos, viciosos. Pero lo hace con una insultante pertinencia. La descripción tan férreamente contenida que, de la bailarina, ha definido durante toda la primera parte del film le permite emplearse a fondo, de ese modo, cuando llega el momento de la caída en el precipicio.
Ahora, eso sí, no estaríamos hablando de esta envenenada verosimilitud íntima, fiera, e implicada hasta el final de sus siniestrísimas consecuencias, si el film no luciera el milagro interpretativo de una Natalie Portman sencillamente genial. Su trabajo es inolvidable: sabe acometer la progresiva dualidad de su personaje con la pericia técnica que caracteriza a éste en la ficción. Y haciendo entrever en todo momento que Nina es un ser a punto de una autoinmolación gestada por su cohibida naturaleza castigante, desconfiada y perdida. Contemplar cómo, exigentemente, va cociendo la transformación incontrolada de esa irrupción en el prohibido universo inconsciente de las ansias proscritas del personaje central resulta un placer espectador de electrocutante intensidad. El Oscar a la mejor interpretación femenina del año es suyo, ya, en la escena de apertura. Un festín para los amantes del cine concebido para estimular nuestras retinas con furia de cristales rotos acariciando la piel.