Título original Hanna
Año 2011
Duración 111 min.
País USA
Director Joe Wright
Guión David Farr, Seth Lochhead, Joe Penhall, Joe Wright
Música The Chemical Brothers
Fotografía Alwin H. Kuchler
Reparto Saoirse Ronan, Eric Bana, Cate Blanchett, Tom Hollander, Olivia Williams, Jason Flemyng, Álvaro Cervantes, Marc Soto
Productora Coproducción EEUU-Reino Unido-Alemania; Focus Features
Valoración 6.5
El magnífico realizador de Orgullo y Prejuicio ha decidido, por fin, dar el paso hacia el hallazgo definitivo. Se veía venir. La sana inquietud que se podía advertir tras el falso academicismo con el que había pergeñado dos magníficos ejercicios (el ya citado arriba y, sobre todo, la admirablemente dramática y torturada Expiación), logra, en la presente Hanna, desembarazarse de ese condicionante creador que es la adaptación cinematográfica de un ilustre referente literario. Y no es que semejante premisa hubiera logrado amedrentar la positiva intranquilidad que definía en ambas su actitud tras la cámara. Ni muchísimo menos.
Las dos son obras alejadas de la frialdad expositiva y mansamente deudora del referente trasladado a imagen. De ese sometimiento melindrosamente cortés que confunde consideración con celo esclavista impoluto. Joe Wright, hasta ahora, no ha demostrado ser un calígrafo arrodillado. Ninguno de estos dos notables precedentes olía a naftalina ni a agua estancada de trasvase rancio. Antes al contrario, dejaban entrever que sabía imponerse con personalidad a la grandeza del contenido literario que les daba origen. Tanto en Orgullo y Prejuicio como en Expiación, el respeto del cineasta no atenazaba la reconocible voluntad de reivindicar su personal aproximación fílmica.
Es esta voluntad la que estalla enfurecidamente en Hanna. Se nota desde el principio que, en ésta, Wright se desata, despega, da rienda suelta a sus distinguidos instintos de realizador personalísimo, asumidor de ciertos códigos escénicos propios de la más rabiosa modernidad. El film no evita nunca reivindicarse como festín propio, como desahogo, como ocasión propicia para dejar marcadas, a sus anchas, las preferencias realizadoras de quien la construye. La película, no obstante, sí, es pura metralla verdadera, acumula en esta sinceridad una de sus mejores bazas, mas también, por esto mismo, cae víctima de esa desmesura en la proclamación de un estilo. Las ganas del director le juegan una nociva mala pasada: que se apropian en exceso de la verosimilitud interna de la historia. A los momentos en que saboreamos la excelencia de un director mostrándose a cara descubierta, pero al servicio de una causa determinada, le continúan otros en los que ésta ha desaparecido, porque ha sido anulada por el ímpetu desmedido de quien la quiere someter.
El film arranca de forma rabiosamente extraña y magistral, pues supone la tarjeta de presentación de un personaje tan excepcional comoinsólito: Hanna, una adolescente rubia, delgada, solitaria, sensible, sagaz, una hechizante criatura femenina adiestrada para ser una perfecta máquina de matar. Hanna vive apartada del mundo, recluida en un confín ártico, en el que es entrenada por un hombre que dice ser su padre. Las escenas de apertura inciden en la dureza de su adiestramiento y en lo perfectamente asumidas que la protagonista tiene todas las lecciones. Bajo la aparente fragilidad de su escuálida estructura corpórea, ésta esconde un contundente cúmulo de sabiduría, temple, coraje y acierto para la aniquilación. El realizador impone una aspereza contemplativa que transmite a la perfección una ausencia total de compasión, de paternalismo, de sentimiento. De ahí que detalles tan sutiles como la apertura de un cuento de hadas logren hacer centellear, casi a ocultas, una mínima identificación afectiva con el personaje. A pesar de todo, la niña ha aprendido a querer sentir.
A partir de esta gran secuencia de presentación, la voluntad de Hanna por salir de ese paraje primitivo, recóndito y gélido da inicio a la auténtica narración del film. La salida de Hanna de ese lejano útero de hielo activa una implacable persecución sobre su persona. Éste es el único meollo argumental que el film se dispone a sí mismo. Hanna huye, mientras un grupo de asesinos intenta capturarla para acabar con ella. Su supervivencia estará basada en la llegada a Berlín: allí el hombre que la ha cuidado ha prometido encontrarse con ella. El film nos exhibe todas las misteriosas incidencias de ese viaje. Hanna sabe que tiene que escapar, pero no maneja las claves del por qué está condenada a ese destino. Es, en la dosificación de este interrogante, en donde la película evidencia su pasmoso desequilibrio.
Hanna está narrada con un pulso magnífico, que solventa la dificultad del empeño gracias a dos elementos sobriamente conjugados: la dirección de Wright y el trabajo actoral de una Saorsie Roman, simplemente estremecedora. El realizador se emplea a fondo rubricando con un bregativo nervio varias escenas de acción estupendamente raudas, intensas, cortantes. Como ha quedado dicho al principio, se nota, plano a plano, que Wright se lo pasa en grande, pues ha hallado la excusa perfecta para exhibir a gusto los modos y maneras que habían permanecido ocultos en sus películas anteriores. Hanna, en ese sentido, supone la constatación de un realizador que conoce muy bien su oficio y decide exhibirlo a lo grande: como quien se fabrica un juguetito a su medida y no cesa de cacarear ansiosamente lo sincero de ese disfrute.
Ese cacareo es lo que dinamita en algunos tramos la excelencia de un film que no lo es finalmente por causa de ese gozo autoral que lo alimenta por exceso. Wright se obsesiona tanto por liberar toda su energía realizativa que se despreocupa más de lo que debiere de lo que se cuece dentro de esa brillante exhibición de recursos. Da la impresión de que es como ese cocinero deslumbrante que saliera al comedor a explicar al comensal cómo ha logrado el opíparo manjar, sin darse cuenta que la bienintencionada aportación verbal termina por enfriar el plato. A Wright le ocurre lo mismo. Cuida tanto la forma, el estilo y el continente que se inhibe casi por completo del soporte dramático de la brutal historia.
En ese sentido, a excepción de la briosa complejidad con la que está descrita la protagonista, causa decepción contemplar lo burdamente que están caracterizados el resto de todos los personajes. Principalmente los situados en el lado del mal. No vale con remitir a una cierta caricaturización de cómic postmoderno e irónico. La turbia delicadeza con la que está mimado el seguimiento de Hanna no casa con la ramplona caracterización de sus seguidores y de los distintos acompañantes que va encontrando aquella en el camino a su libertad.
Película extraña, válida, tajante, original y desnivelada, Hanna demuestra que Joe Wright se desenvuelve con solvente pericia lejos de la gran literatura. Sólo deseamos que la próxima vez se contenga un poco más de sí mismo.