El Topo Cartel Final

Título Original Tinker, Tailor, Soldier, Spy

Año 2011

Duración 127 min.

País U.K

Director Tomas Alfredson

Guión Bridget O'Connor, Peter Straughan (Novela: John le Carré)

Música Alberto Iglesias

Fotografía Hoyte Van Hoytema

Reparto Gary Oldman, Colin Firth, Tom Hardy, Mark Strong, Benedict Cumberbatch, Toby Jones, John Hurt, Simon McBurney, David Dencik, Stephen Graham, Ciarán Hinds, Svetlana Khodchenkova, Kathy Burke, Roger Lloyd-Pack, Stuart Graham, Christian McKay, Arthur Nightingale, Konstantin Khabenskiy, Philip Martin Brown

Productora Studio Canal / Working Title Films

Valoración 9

Resulta especialmente doloroso comprobar cómo se derrumban las expectativas ante la visión de la segunda obra de un realizador que, en su debut, ha cosechado unánime consideración crítica. Andamos siempre a la caza de "creadores a seguir" y, por ello, uno siempre desea que las esperanzas depositadas en una brillante "ópera prima" no caigan en el contrariado saco de las de "Descansen en paz, no las merecía".

Si tuviéramos que hacer un listado de los debuts más extraordinarios que ha disfrutado el panorama internacional cinematográfico de los últimos diez años, casi con toda seguridad que, en él, sea quien fuere el crítico que la hiciere, aparecerían dos nombres: el del germano Florian Henckel von Donnersmarkt y el del sueco Thomas Alfredson, los autores, respectivamente, de dos magnas creaciones fílmicas : LA VIDA DE LOS OTROS y de DÉJAME ENTRAR.

El primero se cargó, de un estúpido plumazo, todas las confianzas que generó su portentosa puesta de largo. Costaba reconocer al alemán detrás de esa soberana memez conocida como THE TOURIST, un caprichito de veleidades enigmático-supinas, al servicio de la altiva incompetencia de Johnny Deep y de Angelina Jolie.

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Ahora le ha tocado el turno de desenfundar por segunda vez al sueco. La acumulación de nerviosas curiosidades era máxima. Reconozcámoslo con gratificada celeridad. Alfredson, impecablemente, sí ha sabido pergeñar notabilidad a la altura de su memorable fábula de vampiros niños, enamorados a las afueras de Estocolmo. Ésta se llama EL TOPO y acaba de llegar para que las disfruten los buenos amantes del cine exigente.

EL TOPO se atreve con uno de los universos literarios más apetecidos por el cine. Son muchas las aproximaciones cinematográficas (EL ESPÍA QUE SURGIÓ DEL FRÍO, de Martin Ritt (1965), LA CASA RUSIA, de Fred Schepisi (1990), EL SASTRE DE PANAMÁ, de John Boorman (2001)) hechas sobre un material escrito, prestado por la caligrafía firme, sabia y tensa del gran John Le Carré. La ejecutada por Alfredson, junto con la de Ritt, puede que sea la mejor de ellas.

El espía: sus circunstancias y su engranaje. La historia que nos narra EL TOPO condensa magistralmente la autenticidad densa, ordinaria y conjeturante que Le Carré ha ido construyendo a lo largo de su extensa trayectoria novelística. Sus obras nos remiten a una eterna cavilación experta, en la que el peso de la historia del siglo XX es el auténtico telón de fondo, que determina la dirección de los acontecimientos.

Lejos, muy lejos, de la imagen estilizada, falsa, aventurera, rocambolesca y suficiente, dentro de la que se ha instalado el género del espionaje ( propia, por ejemplo, de la saga Bond), la incursión del autor británico tiene como objetivo la gris habitualidad del espía funcionario. Del hombre sobrepasado por una burocracia, en cuyas cloacas ha de moverse con menos sigilo que suspicacia. Alfredson, en EL TOPO, demuestra que conoce a Le Carré, como éste se sabe a sus protagonistas.

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La historia de "El topo" nos traslada a la Europa de los años 70. Servicios Secretos de Inteligencia Británicos (el M16). El mando superior de la Cúpula ordena a uno de sus mejores hombres una arriesgada misión en Hungría. Ésta no sale bien. El superior es defenestrado de su puesto. Antes de abandonar, exige a Smiley, un veterano agente de su total confianza (protagonista de varias novelas de Le Carré), que lo haga él también.

Al poco tiempo, tras la muerte de aquel, Smiley es llamado por un alto cargo del Ministerio de Defensa: le va a ser encomendada una muy delicada tarea investigativa. El agente deberá desenmascarar la identidad de un "topo" que los servicios secretos rusos tienen introducido en la más alta instancia del M16; ni más ni menos que entre los cuatro compañeros suyos del grupo director.

El acierto mayor de Alfredson, a la hora de plantear su particular observación sobre el tupido imaginario de John Le Carré, es el de elevar su mirada por encima de la trama de la historia. EL TOPO, sí, es una magnífica escenificación de un enigma que debe ser resuelto, pero también es una soberbia descripción de caracteres, espacios, formas de vida y condicionamientos histórico-sociales. Una enfermiza maraña de oscurísimos entresijos pasados y presentes, observados con ladina parsimonia de viejo diablo sagaz.

El realizador se aprovecha de las pesquisas del protagonista, para, como ya hiciera en DÉJAME ENTRAR, concretar una captación ambiental desolada, viscosa, grisácea, pesimista. Alfredson sabe imputar, nítidamente, la imperturbable rotundidad decepcionada que impone el punto de vista de Smiley. El posicionamiento de la cámara es tan escéptico, tan lúcido, tan controlado como su forma de caminar la investigación dentro de un ámbito incómodo y afiladamente corrupto.

La historia que cuenta EL TOPO, en el fondo, es la de un experto cirujano con oncóloga orden de extirpar un tumor que no sale en las radiografías. No es casual que la primera aparición frontal del agente sea en la escena de su expulsión: será su salida al exterior la que permitirá que sea su eficacia leal quien pueda asumir la tarea esclarecedora.

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Este punto de vista distante, alejado, permite que el espectador acceda a la trastienda del departamento de los Servicios de Inteligencia, cual si este fuera un organismo engangrenado, al que no es permitido contemplarle lo trabado de su patología.

De ahí que el realizador incida en esos planos generales, de conjunto, en los que aparecen departamentos, salas, oficinas, despachos, ficheros, archivos, montacargas, valijas, todos ellos captados con un demacrado colorido gris, plomizo, irrespirable, gélido. Como de madriguera habitada de alimañas condenadas a un insoportable celo profesional. La puesta en escena apuntala esta voluntad de encuadrar la acción dentro de un ámbito proclive al hartazgo, a la apatía y a la traición.

Esta implacable desmitificación de la figura del espía, sin embargo, no sólo queda explicitada mediante la portentosa descripción del espacio que define su habitualidad. El perfil que va emergiendo del mismo Smiley, de forma sutilísima, abunda en esa desapacible, áspera cotidianeidad. Alfredson dirime dos hallazgos visuales de primer orden que lo certifican espléndidamente: la rigurosa ocultación tanto de su enemigo, como de su esposa.

El espectador nunca contemplará los rostros de estos dos personajes. Karla, el enemigo ruso, no lo hace por dos motivos: para poner de manifiesto su peligrosidad, su capacidad de desubicación y, sobre todo, para dejar a las claras que la mayor parte del tiempo la clase de profesionales que encarna Smiley la emplean dando palos de ciego, exprimiéndose la existencia por un contrario que no ven, cuando el enemigo lo tienen compartiendo mesa de trabajo. Un objetivo con rostro anónimo y un enemigo con la cara de un colega: el peligro, siempre, mucho más cerca de lo que uno sospecha.

El veto visual a la identidad de la mujer tiene un significado mucho más doloroso: el que refiere la fracasada vida personal del agente. Smiley es un excepcional agente secreto, un íntegro profesional, a quien ésta misma implicación laboral le cuesta la nulidad vital, más allá de las funciones encomendadas profesionalmente. Resulta demoledor que el único plano en el que la podemos ver de cuerpo entero sea de espaldas, y en brazos de otro hombre.

En definitiva, una calculada lección de cine prieto, severo, arduo y exigente. Además de su abrumadora eficacia detrás de la cámara (magistral el empalme de la secuencia en Turquía con la secuencia del hurto por parte del joven esbirro de Smiley), y además de saber apurar al máximo las posibilidades de un magnífico guión, Alfredson vuelve a revelarse como un excelente director de actores.

Es un absoluto placer asistir a la destreza con la que sabe aunar la grandiosa y diversa plantilla actoral que dispone, empezando por un Gary Oldman sencillamente perfecto: atento, rocoso, austero, inflexible, su Smiley vive en la pantalla de la mano de una absoluta y certera dosificación gestual.

Una película sobresaliente a la que solo cabe reprocharle la fecha de su estreno. De haber sido un poco anterior, con toda seguridad, habría figurado entre los cinco primeros títulos que conforman nuestro listado de las mejores películas de cine internacional.


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