Título: The Bourne Legacy
Año 2012
Duración 135 min.
País USA
Director Tony Gilroy
Guión Tony Gilroy, Dan Gilroy
Música James Newton Howard
Fotografía Robert Elswit
Reparto Jeremy Renner, Rachel Weisz, Edward Norton, Joan Allen, Albert Finney, Oscar Isaac, Scott Glenn, Stacy Keach, Corey Stoll
Productora Universal Pictures / Bourne Film Productions / Bourne Four Productions / Captivate Entertainment
Valoración 4.5
Indudablemente, los más que codificados parámetros narrativos del cine de acción policial vieron modificada su plúmbea andadura tras la novedosa aportación que supuso la trilogía Bourne. Sobre todo las dos últimas pusieron patas arriba a la muy poco amiga de variaciones inercia de un género abonado con excesiva aquiescencia al terreno de lo consabido y lo esperable. En estas dos, Paul Greengrass dio una soberana lección de puesta en escena, liberando a la cámara de un vetusto papel secundario, que la limitaba a ser testigo no molesto de una sabida urdimbre de tópicos investigativos.
Con EL MITO DE BOURNE y EL ULTIMATUM DE BOURNE el creador de BLOODY SUNDAY logró desentumecer los plomizos imperativos formales de esta clase de films. Su briosa pericia quasidocumental dio lugar a dos films únicos, insólitos en cuanto al nivel de credibilidad alcanzado en el seguimiento de los acontecimientos. La cámara aportaba nerviosismo, urgencia, inmediatez y cercanía a la tesitura de un héroe acribillado de originalidad, por cuanto era un personaje a la búsqueda de su identidad y de las claves que la habían convertido a ésta en un enigma y también en un peligro. La colérica, pegajosa contemplación del protagonista se convertía en un elemento que significaba esta iracunda, desorientada y justa obsesión.
Como era de esperar, el merecido éxito de la tercera dejaba el terreno abonado a la continuación de la saga. EL LEGADO DE BOURNE es el resultado de dos morrocotudos condicionantes: de un lado, la clara exigencia de esa favorable circunstancia precedente y, de otro, importantísimo, la negativa a participar en ella tanto del realizador de las dos últimas (Greengrass), como del actor sobre el que recayó la responsabilidad de soportar el exigente y depurado peso interpretativo impuesto por tan enigmático personaje (Matt Damon). Evidentemente, la medular magnitud de esta doble ausencia configuradora de partida se ha hecho notar, pese a que los productores se han esmerado en dotar a la cuarta cita con un equipo creativo más que competente.
Que Tony Gilroy se haya situado al frente de la encomienda aseguraba conocimiento total del universo Bourne. No en vano era nada menos que el excelente guionista de las tres entregas anteriores. Si a esta circunstancia le añadimos la notabilidad del film que supuso su debut tras la cámara (la magnífica MICHAEL CLAYTON), convendremos que la gestación de esta cuarta andadura se ha tomado muy en serio la suplencia de quienes habían decidido no participar. Al film se le puede acusar de bastantes cosas, pero no de desahogada operación explotadora de un filón concluso.
La primera mitad de EL LEGADO DE BOURNE refrenda esta intuición de que la cuarta parte de la saga promete un bien maquinado interés. Gilroy deja bien a las claras que la apropiación, en tareas directrices, de una historia que él, hasta la fecha, sólo había pergeñado en la trastienda de su escritura resulta más que pertinente. Se nota con celeridad que éste se conoce muy bien la receta de la fórmula, pues ha sido la persona encargada de los fogones de su cocina.
El guionista y director estadounidense es capaz de urdir una historia que se sitúa con eficacia en los alrededores de su precedente. El guión de EL LEGADO DE BOURNE dispone que el origen de su peripecia narrativa aproveche de forma original el desenlace de la de Jason Bourne, imponiendo la aparición de un nuevo personaje central. Gilroy no comete el error de retomar al elemento central de toda la trama anterior, sino que nos convoca a las andanzas de un agente secreto (Aaron Cross, un eficaz Jeremy Renner) al que salpica la desesperada acción de aquel. No sólo esto. Sabedor de que este nuevo catalizador de la acción parte en desventaja con respecto a su famoso precedente, tiene la astucia de proponer un personaje femenino que, poco a poco, va a ir compartiendo el rol protagonista con aquel. Es más, finalmente, la Doctora Shearing (como siempre, una perfecta Rachel Weisz) se va a revelar como el elemento dramático más interesante del film, logrando, no en balde, que las dos mejores secuencias del film se desarrollen teniéndola a ella como foco de atención.
Así pues, insistimos, la primera hora del film cuaja un film muy decente, en el que no pesa demasiado el recuerdo de sus anteriores, pues la nueva trama depara un magnífico arranque presentador del nuevo agente: toda la secuencia en el paraje montañoso está empapada de una atractiva ambientación inquietante (la nieve, la soledad de los dos personajes en la cabaña, la urgencia por la medicación, los lobos) y está resuelta con una atractiva elegancia. A éste prólogo, le siguen las dos secuencias mentadas anteriormente. Tanto la masacre en el laboratorio, como el asalto a la casa de Marta vienen a confirmar que Gilroy y su particular operación reconstituyente se han tomado con ganas contundentes la tarea de no desmerecer con respecto a lo logrado por el tándem Greengrass/Damon.
Sin embargo, llegados a este punto acaece lo que cabía presagiarle a un proyecto demasiado condicionado por las ausencias y, fundamentalmente, a un proyecto situado inmediatamente después de un ilustre precedente. A partir de la huida de los dos personajes centrales juntos, EL LEGADO DE BOURNE se desvanece. La película se limita a copiar el patrón establecido y, consecuentemente, el peso de lo que fue se apodera, degradándolo, haciéndolo palidecer, del mediocre espectáculo que se está ofreciendo.
En ese largísimo tramo final, la película es una mera concatenación de vulgares persecuciones, en las que se pretende hacer con la sugerente geografía prestada por la ciudad de Manila lo que en las entregas anteriores se había conseguido en Tánger o en Nápoles. Las correrías por callejuelas, tejados y abigarrados edificios parecen un peaje a pagar por la apropiación de la serie. Gilroy comete el sangrante error de emular a Greengrass y, en esta tarea, pierde los papeles. La figura de Aaron Cross queda completamente vulgarizada. Es entonces cuando queda en evidencia el gran agravio comparativo del que adolece todo el film: Bourne era un enigma a la búsqueda de un esclarecimiento, mientras Cross carece por completo de interrogante.
Un espectáculo entretenido que, finalmente, no acaba de exponer un válido argumento para su existencia.