Título original: The Card Counter
Dirección: Paul Schrader
Guion: Paul Schrader
Música: Robert Levon Been, Giancarlo Vulcano
Fotografía: Alexander Dynan
Reparto: Oscar Isaac, Tye Sheridan, Tiffany Haddish, Willem Dafoe, Bobby C. King, Alexander Babara, Marcus Wayne, Don Lay, Britton Webb, Hassel Kromer, Marlon Hayes, Justine Salas, Sherri Piper
Nota: 9
En términos de escultura griega clásica, se habla constantemente de la tozuda lucha que los artistas emplazaron para lidiar contra la denominada ley de la frontalidad, esto es, la sensación de tiesura, de inflexibilidad, de nulo movimiento que anhelaban evitar en sus obras. Hay un término italiano que da nombre al recurso artístico que inventaron para imponerse a ese fracaso. Se habla de “contrapposto” al modo de disponer armónicamente las distintas partes del cuerpo humano para dotarlas de una frágil, natural apariencia de agitación y movilidad.
El hallazgo principal es que esta se logra emplazando una posición asimétrica, de pie, en la que el artista procura minuciosamente que la mayor parte del peso intuido a la figura esculpida recaiga sobre una pierna, haciendo que sobre la otra lo haga el balance de ese cuerpo. Si Paul Schrader fuese escultor, obraría el milagro de esa sensación de inquietud y oscilación negándose a hacer mediar el contraposto. No le haría falta alguna. Este viejo lobo de aguas turbulentas sabría de sobra infligir a sus esculturas cinematográficas esa pétrea circunspección de la ley de la frontalidad sin balancearles el cuerpo hacia ningún lado.
En su cine, la rigidez es premonición, nervio y antesala represa de un lábil aspaviento entrecortado, glacial, intransigente, mordido. Los personajes de Schrader se presentan como criaturas de carne quieta y envenenada; armonías asimétricas que, tarde o temprano, son obligadas a perder el estricto equilibrio de su falsa imperturbabilidad. Para el autor de la sobrecogedora AFLICTION, la tormenta no es anterior a la calma, sino que esta la succiona.
Cuando aún permanece en nuestras retinas los efectos de la dantesca tempestad de flagelos en conciencia, piel y mandamientos contra los que sucumbía el pastor Ernst Toller de la magistral FIRST REFORMED, obra con la que el veterano maestro daba un puñetazo en la nuez a todos los que le creían convertido en piedra de museo, el guionista de TAXI DRIVER, producido por su amigo Martin Scorsese, vuelve a convertirnos la sangre en gravilla de mármol con esta soberbia lección de cine de austera precisión lacerante llamada THE CARD COUNTER.
El tentado y hundido sacerdote de FIRST REFORMED le da el relevo en esta ocasión al controlador, intuitivo, tranquilo, solitario y parco en verbo William Tell, un tipo que se gana la vida jugando al póker, de forma itinerante, acudiendo a torneos en los que despliega con diamantina imperturbabilidad su experiencia con las cartas. La presentación del personaje es incisivamente calma. En apariencia, todo lo que acontece da la impresión de estar controlado. Demasiado controlado. Controlado hasta el atisbo de una mortificación anunciada por la lobreguez de una fotografía que expele temple y soledad al mismo tiempo
Evidentemente, tratándose de una criatura llamada a pasar por la brasa hurgativa, por la lupa aviesa, por el apetito forense dictaminador de flaquezas con el que Schrader les hace a sus personajes la autopsia en vida, este hombre que forra con sábanas las sillas y las mesas de las habitaciones de los cuartos de hotel en los que se aloja cuando cierra la puerta de la habitación, hace esto por algo.
Sobre ese misterio y sobre ese aplomo adjudicados al personaje central, con la piedad olvidada en la papelera de descartes, el cineasta hincará sus expertas garras ensañadoras. Esa acreditada, intransferible parsimonia para auscultar remordimientos con las que el director aguarda a los “pacientes” de sus ficciones se afila los colmillos con el cuello nada desprevenido de William Tell.
El pasado le estalla a Tell como un as en la manga indeseado, convirtiéndose en su contrincante en la mesa más temido. Su biografía esta colmada de oprobio y, de súbito, no sabrá manejar las cartas de ese hedor. Un hedor que es el hedor de un país entero. La trastienda ominosa del personaje queda convertida en espejo en el que se mira y se oculta la putridez de la historia reciente de los Estados Unidos. La película se precipita por un abismo en el que resucitan los gusanos de cadáver de descomposición perenne que este concentrado jugador de póker tenía esperando carta en la conciencia para empezar una partida en la que juega con la desventaja de saberse perdedor.
La cámara de Schrader, combinando circunspección alegativa (los encuadres efectuados sobre las reacciones de Tell, un antológico Oscar Isaac) y concluyente exhibicionismo aclarador (las escenas que describen los recuerdos que lo asaltan), se deleita con el manjar de un personaje tan idóneo para el calvario que maquina siempre el cineasta a sus criaturas.
Schrader, aplicando implacablemente una puesta en escena en la que se aúnan de modo inmisericorde tanto frontalidades ensañativas bien pertinentes como un manejo del off visual que hace solomillo a la piedra con el aliento del espectador (el movimiento de cámara con el que se clausura la escena en la mansión final es sencillamente magistral) se mueve por ese calvario imprudente como pez en el agua. Para peces fuera de ella ya están sus personajes y la retina del espectador.