Título original: Un plan parfait
Año: 2012
Duración: 104 min.
País: Francia
Director: Pascal Chaumeil
Guión: Laurent Zeitoun, Yoann Gromb
Música: Klaus Badelt
Fotografía: Glynn Speeckaert
Reparto: Diane Kruger, Dany Boon, Etienne Chicot, Yoli Fuller, Robert Plagnol, Alice Pol
Productora: Quad Productions / SCOPE Invest /Scope Pictures
Nota: 6
Más allá de la calidad intrínseca de los productos, que muchas veces no merece loa alguna, resulta realmente envidiable la buena salud que vive el cine comercial francés. Sobre todo, a ojos vista de los que aquí se depara al cine patrio en líneas generales. Causa estupor ser testigo de la apatía y el desprecio que el público en nuestro país dispensa a producciones tan estimables como las recientes 15 AÑOS Y UN DÍA, de Gracia Querejeta o, sobre todo, a SOMOS GENTE HONRADA, de Alejandro Marzoa, que ha sufrido un varapalo recaudatorio completamente injusto.
En el país vecino, el espectador a quien el cine de autor más exigente no le parece digno de la voluntad de su monedero, sin embargo, acude en tropel a determinados productos que sitúan sus pretensiones a niveles muchísimo más asimilables, que, la mayor parte de las veces, copian con sonrojante descaro fórmulas importadas del cine hollywoodiense. Son muchas las muestras de la vecina cinematografía que llegan avaladas en su campaña publicitaria por la frase de “Más de 2 (3 o incluso 4) millones de espectadores la han visto en su país”. Ahí tenemos a la exitosa INTOCABLE, sin ir más lejos.
Hace un par de temporadas llegó a nuestra cartelera un producto que llegó auspiciado por ese envidiable recuento. Se llamaba LOS SEDUCTORES. Dirigido por Pascal Chaumeil, la película se proponía como un simpático producto que, partiendo de una ida de partida que jugaba a lo rocambolesco y a lo maquinado como artimaña, terminaba revelando su nítida dependencia de ese gran corpus argumental que es el enfrentamiento de caracteres opuestos: la lucha de sexos como esqueleto sobre el que ir amalgamando carne de comedia, algo sobre la gran comedia norteamericana clásica, hace ya más de seis décadas, dejó sentadas no sólo las bases sino las cotas más eméritas, afiladas e inigualables.
Pues bien, sobre semejantes mimbres estructuradores, el director galo vuelve a incidir en esta agradable LLÉVAME A LA LUNA. Chaumeil aplica en ella, paso a paso, la misma fórmula explotada en la anterior, sin que, afortunadamente, podamos decir que en momento alguno asome la idea de la copia burda, descarada, repetitiva a mayor gloria de la explotación del éxito anterior.
Digamos que se ha cocinado el mismo pastel con ingredientes distintos: entendámonos, sin esforzarse lo más mínimo por imponer una renovación al modelo que sirve de soporte, como resultado degustamos un film que también lucha con decencia por dirimir la mínima singularidad, suficiente para que ni, mientras la contemplamos asalte el incordio del calco anodino, ni, una vez vista, podamos sentirnos arrepentidos de haber acudido a visionarla. LLÉVAME A LA LUNA cumple escrupulosamente la ley del entretenimiento no execrable con el que ha sido pergeñada.
El film principia arrimando al espectador hasta una celebración familiar (en casa de los Lefebvre: el matrimonio mayor, su hija mayor y el marido de ésta) en la que la única comensal que no pertenece a ese núcleo familiar está literalmente arruinando la velada: un reciente fracaso amoroso la lleva a maltraer y a verbalizar patética y avasalladoramente las secuelas de esa contrariedad afectiva. Como solución para tratar de consolar a la histérica llorona, al resto no se le ocurre otra cosa que contarle la historia de la hermana menor de la familia, Isabelle, que en esos momentos no se halla presente.
Así pues, LLÉVAME A LA LUNA se estructura en torno a una serie de idas y venidas temporales mediante las que el espectador asiste a los hechos relatados durante esa cena, que tienen que ver con la estrafalaria peripecia amorosa que le sobrevino a Isabelle al tratar de evitar una curiosa maldición familiar que han sufrido, desde siglos atrás, todas las mujeres de su familia (su madre y hermana incluidas): todas han fracasado en su primer matrimonio.
Isabelle lleva diez años conviviendo con el hombre de su vida. Él quiere casarse, pero ella no, pues teme ser martirizada por ese “maleficio”. Para que esto no ocurra, sin saberlo su pareja, planea una escapada con el objetivo de casarse y divorciarse en un solo día para, de esta forma, hacerle un quiebro al destino que la aguarda. El azar querrá que su objetivo sea un curioso redactor de una revista de viajes para mochileros. Tozuda en su empeño, Isabelle se verá obligado a seguirlo hasta África haciéndole creer que es víctima de un flechazo de amor absolutamente irreparable.
LLÉVAME A LA LUNA, como ha quedado referido, no cuestiona en ningún momento el pleno sometimiento a los mandamientos de la comedia romántica un tanto disparatada que fundamenta su desarrollo argumental en el seguimiento al consabido enfrentamiento entre opuestos protagonistas. Chaumeil, en ese sentido, no puede ser tildado de innovador, de original o de personal, pues se pliega caligráficamente, paso por paso, mansedumbre a mansedumbre, al imperativo categórico del patrón del que jamás se propone salir. La película, en ese sentido, es todo lo abrumadoramente previsible, que cabe exigir a esta clase de obidiencias.
Sin embargo, todo lo que tiene de sabida, trillada, reconocible y facilona, LLÉVAME A LA LUNA lo tiene también de efectiva. Chaumeil es un sometido, pero un sometido con clase, con cierto estilo y, sobre todo, un sometido que sabe explotar muy bien las posibilidades de ese acatamiento. Su labor, en tanto que intentar imprimir encanto, amarre y ligereza a toda la concatenación de previsiones , no deja de tener atractivo ni de escamparlo a la narración y al modo de ponerla en escena, mediante una planificación que nunca se muestra obsesiva con el subrayado.
El film aprovecha de modo estimable dos elementos: por un lado, el hecho de que la historia no sea lineal en el tiempo, esto es, el hecho de que sea un relato contado, propone que la observación de la pareja central no sea insistente y que sea contemplada con una sutil ironía, y, por otro, la irresistible (e inesperada) química que el realizador sabe extraer a la interpretación de sus dos actores principales. Diane Kruger y Dany Boon brindan una desenvoltura que el producto final agradece enormemente.
En definitiva, un producto sabido, poco novedoso, anunciado desde el minuto uno, pero que, aún amoldándose de forma impoluta y obediente a la ley de la mínima sorpresa, sabe elevarse por encima de la nadería bobalicona a la que hubiera ido a parar de la mano de otro cineasta con menos sentido de la evasión distinguida que el que posee Chaumeil.