Título original: La isla mínima
Año: 2014
Duración: 105 min.
País: España
Director: Alberto Rodríguez
Guión: Alberto Rodríguez, Rafael Cobos
Música: Julio de la Rosa
Fotografía: Alex Catalán
Reparto: Raúl Arévalo, Javier Gutiérrez, Nerea Barros, Antonio de la Torre, Jesús Castro, Manolo Solo, Jesús Carroza, Cecilia Villanueva, Salvador Reina, Juan Carlos Villanueva
Productora: Atresmedia Cine / Atípica Films / Sacromonte Films
Nota: 9
LA ISLA MÍNIMA es, ni más ni menos, la película que se le vislumbraba al magnífico saber hacer del sevillano Alberto Rodríguez: por fin, reconocida como se merece la madurez de un sólido intensificador de historias, la obra cumbre de un creador empeñado en escudriñar con aridez y nebulosidad en la trastienda de la acción atrapada dentro del plano, y en hacer de este último una fustigante unidad de tensión, molestia y nervio. En el autor de EL TRAJE se aprecia el placer por la narración clásica y la virulenta, sólidamente exacerbada voluntad de mordisquearla. LA ISLA MÍNIMA es pura incisión canina en cuello, una soberana lección de cómo convertir imágenes en cristal pisoteado por piel descalza y desprevenida. Esperemos que esta taxativa urdimbre de añicos y jirones no pase tan opacamente desapercibida como la magnífica AFTER, sin duda, una de las obras del cine español más injustamente tratada de los últimos años.
Años 80. Por razones bien distintas, dos policías madrileños expedientados son trasladados temporalmente al sur de España para intentar esclarecer la desaparición de dos hermanas, durante las fiestas de un pueblo sito en las marismas del Guadalquivir.
El film apoyará su firmeza y su complejidad tratando de superar la mera narración detectivesca. Para ello emplazará, además de la obligada observación a los avances que imponen las pesquisas llevadas a cabo por Juan Y Pedro, los dos comisarios, otros tres puntos de interés mediante los que logra tajantemente el propósito de ahondar extensivamente en la oportunidad prestada por la trama delictiva.
Esos tres elementos hilvanados para apoyar, escudriñar y emponzoñar con pertinencia el relato investigatorio puro son el retrato particular que se va a ir elaborando sobre los dos policías, la mirada posesivamente interesada en capturar las esencias desconfiadas, miedosas y ariscas del espacio geográfico que sirve de marco a toda la historia, y, finalmente, el validísimo apunte sociohistórico que aporta el film en tanto que enmarcado temporalmente en unas coordenadas muy concretas que no afronta de soslayo. El mérito de rodríguez como realizador y guionista se halla en que la nitidez con la que hace confluir todos y cada uno de los mencionados posicionamientos intencionales es lograda inyectando barro, veneno y andrajos morales tanto a los individuos retratados, al tiempo que los causa y, sobre todo, al paisaje que les da cobijo de alimaña dispuesta a atacar cualquier atisbo de presencia no deseada.
En lo referente a la descripción de los dos personajes protagonistas cabe decir que el sevillano se las ingenia formidablemente para que la indagación sobre ambos corra pareja a la que los dos deben ir imponiendo sobre el misterio que los ha llevado hasta el confín acuoso, laberíntico y rudo de la marisma sureña.
En ese sentido, cabe decir que pese a lo opuesto de edades, caracteres y metodología profesional, el enfrentamiento entre ambos dista mucho de sucumbir a las reglas del trillado thriller policiaco sustentado fundamentalmente en el “buddy film”. La escrutación efectuada sobre sus diferencias personales es tan aviesa como física. El espectador va a ir observando las diferencias entre ellos analizando sus reacciones frente a los acontecimientos y el comportamiento durante su estancia juntos.
Pese a que el cuidado en que el retrato sea muy parejo en interés, resulta imposible no apreciar la querencia del film por Juan, el personaje que Javier Gutiérrez interpreta de forma absolutamente magistral. El actor amarra con una solidez apabullante la bestia sabia, violenta, sagaz, expeditiva, tajante, enferma, intuitiva e imprevisible que le toca en suerte ajustar en pantalla. Por el rostro sudoroso, atento y expectante del intérprete le adivinamos los rastros de un pasado con tiempos mejores para la justicia tomada al albedrío sabueso de su mano: las escenas en las que se visualiza cómo se las apaña frente al padre de la niñas o frente al chaval que irrumpe en el coche dan buena cuenta de la capacidad para la resolución y para el zanjamiento de incomodidades investigativas.
De alguna manera, el film empareja el perfil del personaje al espacio al que arriba: ambos esconden secretos, ambos arrastran penurias morales, ambos sudan el fango de quien afirma su existencia sobre fatalidades no resueltas, sino adaptadas a la ley de la supervivencia acatada. El policía es un personaje con muchos mendros, con muchas aguas estancadas, con muchas líquidas profundidades abismándole el alma. Juan es una marisma humana obligada a calmar el hedor de fondo.
El espacio geográfico en el que acontecen todos los hechos (no resulta baladí que la película arranque y concluya sin que se cambie de entorno: el film principia con la llegada de los protagonistas al pueblo, las causas del expediente no son mostradas porque eso equivaldría a saltarse ese precepto) está contemplado de un modo excepcionalmente ladino, malintencionado y perturbador.
El paisaje acuático, seco, luminoso, inhóspito, difícil, lleno de canales y cañizos, de terrenos áridos sin cultivar que brinda el enclave elegido añade tensión, brumas, calenturas y falsas luminosidades a las acciones en él escenificadas. La geografía lugareña tiene calidad de personaje omnipresente, sabedor y malicioso. Del contraste habido entre las bellísimas e inquietantes imágenes aéreas que lo puntúan elevadamente y la soberbia fisicidad aportada por las carreteras, caminos, canales, viviendas y cortijos LA ISLA MÍNIMA impone la jaula irrespirable dentro de la que personajes y acontecimientos revolotean su prisión a libertad lenta, baldía y encarnizada. La cámara del realizador se apresta con brío a convertirse en instrumento que apremia a lo investigado y acucia al investigador. La milagrosa calidad fotográfica regalada por Ález Catalán ayuda a que ese aliento doble se masque cromáticamente en pantalla.
Por último, no queda más remedio que alabar la valentía del cineasta para aprovechar la ocasión y trazar una reflexiva mirada historicista mediante la narración de los hechos pergeñados en su guión. La España recién salida de una dictadura militar, recién invitada a disfrutar de una democracia que debía tratar de restituir una serie de derechos, aptitudes y comportamientos fue incapaz de zanjar con justicia el paso de un tiempo oscuro a otro al que se le suponían esplendencias y esperanzas atrasadas. Las cañerías que alimentaron al monstruo no fueron destruidas.
El protagonista del film, por ejemplo, resulta ser el ejemplo perfecto de esa clase de fontaneros útiles que supieron prestarse a los reclamos de unas aguas nuevas a las que, por desgracia, no se hizo fluir por tuberías estrenadas para la ocasión. LA ISLA MÍNIMA nos susurra la fatalidad de una España profunda encantada de lavarse la cara con barro. El señoritismo, la ley del más fuerte y del que más dinero posee en su caja de antiquísimos caudales, la injusticia impuesta sin sancionar, el silencio obediente del de abajo y la búsqueda de cualquier resorte (incluso el ilegal: el tráfico de drogas) para tratar de escapar a ese orden de clase establecido pululan de verdad, rabia y lobreguez a este film sobresaliente. Alberto Rodríguez ha descerrajado su disparo mejor. Nos hallamos ante un film esculpido con recortada. Conviene acudir a notar el golpe de su culata en el hombro. El tiro no sale por ella, sino a la gratitud del ojo que la ve.