The Magnificent Seven
Año: 2016
Duración: 132 min.
País: Estados Unidos
Director: Antoine Fuqua
Guión: Richard Wenk, Nic Pizzolatto (Historia: Akira Kurosawa, Shinobu Hashimoto, Hideo Oguni)
Música: James Horner, Simon Franglen
Fotografía: Mauro Fiore
Reparto: Denzel Washington, Chris Pratt, Ethan Hawke, Vincent D'Onofrio, Byung-hun Lee, Manuel García-Rulfo, Martin Sensmeier, Haley Bennett, Peter Sarsgaard, Matt Bomer, Luke Grimes, Cam Gigandet, Kevin Wayne, Thomas Blake Jr., Miles Doleac, Jonathan Joss
Productora: Metro-Goldwyn-Mayer (MGM) / Sony Pictures / Village Roadshow Pictures
Nota: 2
No nos hemos recuperado aún del espanto del remake de BEN HUR, cuando nos las tenemos que ver con esta artificiosa, vacua, descompensada versión de LOS SIETE MAGNÍFICOS, de John Sturges. Acaso la ocasión de abordar las palmarias insuficiencias de este fútil retorno a lo sagrado pudiere dar lugar a una jugosa reflexión: la que propicia el hecho de que la obra de Sturges ya era una traslación al western de una obra maestra del cine nipón, LOS SIETE SAMURAIS, de Akira Kurosawa.
La diferencia entre el denuedo adaptador hacia la esencialidad de un género radicalmente distinto (el western) deparada por el director norteamericano a la hora de afrontar el reto de apropiarse de la obra del maestro japonés (un drama samurái), y el afán meramente entrometido, simplificador, postmodernizante y recaudatorio con el que Antoine Fuqua resuelve la usurpación del film de Sturges, sin –eso cree él- salirse de los protocolos que define el western resulta jugosamente paradigmática: Sturges pertenece a una generación de cineastas respetuosísimos con la máxima de la dignidad cinematográfica, y, en el lado opuesto del desahogo, Fuqua deviene el ejemplo perfecto de los nefandos tiempos desvirtuadores que imperan en el cine comercial hollywoodiense contemporáneo.
La presente versión del clásico viene a proponer una serie de variopintas novedades con respecto a su referente. Por orden de aparición, la que primero llama la atención es la identidad del personaje maligno, del elemento que desencadenará la coalición de los siete abnegados mercenarios libertadores. No nos hallamos frente a un grupo de malhechores, sino ante un despiadado capitalista sin escrúpulos, que pretende comprar a precio muy bajo las tierras que pertenecen a las familias asentadas en Rose Creek.
Muy pronto comprobamos cual va a ser el sentido del tacto manejado por Fuqua: las características de este avaro impío son particularmente execrables, pues se nos presenta sumido en un estado prácticamente narcótico, estentóreamente despreciable, y, por supuesto, sin que su necesaria maldad se vea matizada, discutida, explicada. La poco afortunada interpretación del siempre excelente Peter Sarsgaard (a años luz, sin ir más lejos,del recital de comedimiento brindado en la formidable EXPERIMENTER) abunda y explicita una de las más nutrientes fatalidades que corroen a la propuesta: la sensación de capricho y gratuidad desde la que se pretende asaltar no sólo las bondades del film vindicado, sino la integridad de uno de los géneros más apasionantes del séptimo arte.
En segundo lugar, la cacareada interracialidad impuesta a las identidades de los siete protagonistas. Con respecto a esta, no cabe sino ahondar en lo expuesto al final del párrafo precedente, esto es, no se tarda nada en advertir que no obedece a ninguna necesidad interna consecuente a una revisión dramática a fondo del film de Sturges (o del de Kurosawa, a no ser que se atribuya la inclusión de un asiático experto en la utilización de los cuchillos la condición de homenaje a la obra del autor de RAN), sino que lo hacen obedeciendo a esa idea tan extendida de asimilar una puesta al día atendiendo únicamente a una admiración superficial, que confunde interpelación con licencia para lo estrambótico, y refundación con intervención meramente quirúrgica, abusadamente ecléctica.
Además ocurre, para desgracia de una posible pertinencia de tan pintoresco aporte, que el guión, entre otros muchos (duele contemplar que figure como coautor NIc Pizzolatto) comete el grave yerro de sólo prestar un mínimo de trabajo, de hondura, de entereza a tres de los siete, con lo que a los despreciados se les deja convertidos en mera comparsa simpática, en exótico relleno de lujo, en riguroso cumplimiento numérico con el original, y, por lo tanto, en obstáculo para la pretendida fluidez global. No es comparable el tributo rendido a los personajes interpretados por Denzel Whasington (Sam Chisolm), Chris Pratt (Faraday) y Vincent D´Onofrio (Jack Home: la secuencia de su enfrentamiento final con el rival indio es, con diferencia, la mejor del horrendo último tercio) con el simple enunciado que se les ofrece a los otros cuatro restantes. El retrato de personajes, de resultas, queda convertido mucho más en un “presente” dentro de un raquítico repaso de la lista, que en un debido tratamiento de personajes secundarios requeridos imperiosamente por la necesidad del relato.
Sin embargo, esta chirriante descompensación no quedaría tan en evidencia de no ser por otro afán gravosamente nocivo: la concepción superheroica desde la que están concebidos. Los personajes visten, están configurados externamente en tanto que criaturas propias del género del western, pero su modo de incorporarse a la trama, de afirmarse dentro de las situaciones que la componen, es el mismo que el ya cansino y abusado por el modelo de películas provenientes de los cómics de superhéroes. De ahí que más que mimetizar los modos de sus parejos en el film de Sturges, a quien terminan pareciéndose es a las infames caricaturas padecidas, por ejemplo, en esa reciente algarabía de bobadas llamada ESCUADRÓN SUICIDA.
El film, es cierto, cuaja una estimable presentación del conflicto (sólo lastrada por la errada configuración otorgada al villano de la función, Bartholomew Bogue), un ya algo precipitado tramo de encuentro de todos los personjes, pero naufraga clamorosamente en el último tercio, esto es, en la confrontación definitiva de los dos bandos por las calles de Rose Creek. Fuqua hace aguas mayores y menores como realizador. Literalmente, las exigencias de la secuencia de la lucha armada entre los siete mercenarios junto con los aleccionados vecinos y los esbirros de Bogue ponen de manifiesto sus enormes carencias como director. La claridad espacial imprescindible queda convertida aquí en melé indescifrable, en batiburrillo de cuerpos enfrentados, en confusión polvorienta, en galimatías con tiros, en definitiva, en afrenta cinematográfica impropia de los tiempos que corren. Larga, emborronada, risible y gratuita, el bochornoso tramo final viene a revelar la verdadera naturaleza de este producto: a cualquier tiempo pasado, no le mires los dientes. Los siete magníficos han vuelto a San Quintín.