Título original: The Tragedy of Macbeth
Dirección: Joel Coen
Guion: Joel Coen
Música: Carter Burwell
Fotografía: Bruno Delbonnel
Reparto: Denzel Washington, Frances McDormand, Brendan Gleeson, Bertie Carvel, Alex Hassell, Corey Hawkins, Kathryn Hunter, Harry Melling, Ralph Ineson, Sean Patrick Thomas, Miles Anderson, Matt Helm
Nota: 8.5
Comentario Crítico:
El estreno hace ahora un año del WEST SIDE STORY de Steven Spielberg provocó de inmediato una enzarzada discusión entre buena parte de la crítica a propósito de los motivos que pudieren haber llevado al creador de TIBURÓN a arriesgarse con semejante empeño. Aún no se han calmado las aguas (ni, por supuesto, se ha hado con la respuesta al interrogante) sobre ese entresijo, cuando, ahora, nos llega una enésima adaptación de una de las cumbres de la literatura universal, firmada por un director al que, en principio semejante intentona podría serle tan afín como un musical lo era dentro de la trayectoria de Spielberg. Vistos los resultados de ambas, bienvenidos sean estas inmersiones en territorio comanche por parte de los veteranos consagrados. Si la versión de WEST SIDE STORY realizada por aquel es sencillamente soberbia, el trabajo de Joel Cohen no puede por menos que ser calificado con el mismo adjetivo.
Primer trabajo en solitario de Joel Coen, quizás pudiere pensarse que esta huida escénica tan patente con respecto a la brillante y extensa trayectoria facultada junto a su hermano Ethan, esta decisión de correr a refugiarse en un clásico teatral tan señero y reconstruido como el MACBETH de William Shakespeare, tiene su justificación en esa especialísima circunstancia: como si recurriendo a un texto ajeno, conocido y prolijamente trasladado a la pantalla grande pudiera suplir la ausencia de Ethan en el apartado crucial de la escritura del material escrito para el proyecto.
Aún no sabemos si esta adaptación, en tanto que obra en solitario pero puesta en relación con todo su trabajo anterior compartido autoralmente (tratándose de Joel Coen no podemos hablar en ningún caso de debut, claro está), será un paréntesis aislado en esa filmografía, si va a ocupar en ella esa suerte de capricho solariego dentro del que darse el gusto de cierta experimentación (tal y como se han dejado tentar numerosísimos cineastas), o si se posicionará como pequeño desvío enriquecedor, como obra de cámara, dentro de un devenir profesional cargado de una fértil coherencia; en cambio, una vez visto el asombroso resultado, de lo que cabe dar convencida constancia es de que se halla muy lejos de estar despachada como un encargo impersonal, de que su abigarrada armonía de coyunturas formales haya sido fruto de una determinación no ponderada durante largo tiempo.
La impecable solidez audiovisual que luce y salvaguarda LA TRAGEDIA DE MACBETH parte de un escrupuloso trabajo creativo en el que ninguna de las partes implicadas en su concreción cede lo más mínimo a la idea de no contribuir al rutilante listado de novedades que Coen convoca y defiende con extrema diligencia con el objetivo de que su proyecto configure una idiosincrasia propia, capaz de estar a la altura de referentes cinematográficos tan indiscutibles como los de Orson Welles, Roman Polanski, Akira Kurosawa o Bela Tarr.
Desde luego logra ese empeño. Para asombro de desconfiados que no apostaban a que uno de los creadores de BARTON FINK fuera el realizador idóneo que situar al frente de esta aventura; para deleite de los que convenimos que este es un cineasta todoterrreno fiable, genuino, investigador y en consecuencia inconformista.
Congratula en todo momento comprobar la compleja franqueza con la que Coen conjuga la dificultad de proponer un nuevo rescate efectuado sobre un eximio referente teatral escrito hace cuatrocientos años, respetar ese origen escénico, dotarlo de una muy concreta pureza retrospectiva cinematográfica y ponerla en boca de unos actores que acatan su trabajo desde una conciencia interpretativa en modo alguno arcaizante, declamativa.
El primer hipnotismo que irrumpe en la atención del espectador es la sorprendente sentencia escénica que define el acabado del producto. Coen, alejándose de cualquier tipo de recreación naturalista o histórica, opta por intrigar para su puesta en escena un avasallador y fructuoso dispositivo expresionista. El anguloso universo de blancos y negros, de sombras y luces, de verticales oscuridades trazadas con impoluto tiralíneas amenazador, de esquinadas perspectivas arquitectónicas y alineadas fugas de espacio progesivamente finitas que caracterizó el protocolo de recursos estéticos refrendado por ese indispensable movimiento histórico de cine de vanguardia centroeuropeo de principios de siglo XX, conquista cada plano con una virulencia tan dominante como esencial, pues en ningún momento se antoja una elección meramente ornamental.
No hay asomo de capricho. Tampoco de lujo simulador gratuito. El ideario visual expresionista restituido cien años después de su fulgoroso alumbramiento con lúcido sentido de contemporaneidad se torna aliado dérmico y cerebral de una trama dentro de la que el malestar de las conciencias no tardará en dictar su predominio.
El cine expresionista era un cine de atormentados, culpables y déspotas con la voluntad subvertida. Para Coen, MACBEHT la protagoniza un matrimonio de conspiradores que bien podrían ser la pareja de villanos de una de las mejores obras de Murnau, Lang, Wiene o Leni. A esta ni mucho menos desencaminada concepción supedita todo su estricto trabajo tras la cámara.
Un trabajo que se circunscribe a un despojamiento de elementos decorativos de interior bellísimo y terriblemente pergeñador de unas honduras simbólicas, con las que el sepulcral blanco y negro se ensaña aviesamente para fantasmagorizarlas y convertirlas en merodeo silente, en susurro oreado en temblor. Los vacíos en estancias, corredores y (escasos) espacios públicos provocan que el elemento perseguido, el foco de la atención encuadrado recaiga sobre la presencia actoral. Se explicita así el origen teatral del texto. La palabra dicha parece querer apoderarse del todo. Pero esto no ocurre. De ser así, LA TRAGEDIA DE MACBETH no estaría colmada de la férrea pureza cinematográfica que la instituye.
Aquí está la clave del éxito de la fascinante operación. El concienzudo, detallista, cabal, avizor combate de encuadres, sigilos observadores, subrayados analíticos y hallazgos corporales (antológica la bruja hechicera), animales (las aves de la primera secuencia) y arquitectónicos (todos las aposentos, recintos y cuartos del castillo) se confabula para cercenar el escollo de la caída en lo teatralizante. El film de Joel Coen es dramaturgia cinematográfica de primer orden. No hay disyuntiva entre palabra e imagen, sino imágenes que se esmeran hasta el límite de sus posibilidades para que las palabras gesticulen la proeza de su sabio significado; y palabras que resuenan audaces buscando la imagen precisa que las convierta en verso visual.