Título original: Three Billboards Outside Ebbing, Missouri
Año: 2017
Duración: 112 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Martin McDonagh
Guion: Martin McDonagh
Música: Carter Burwell
Fotografía: Ben Davis
Reparto: Frances McDormand, Woody Harrelson, Sam Rockwell, Lucas Hedges, Peter Dinklage, John Hawkes, Abbie Cornish, Caleb Landry Jones, Brendan Sexton III, Samara Weaving, Kerry Condon, Nick Searcy, Michael Aaron Milligan, Lawrence Turner, Amanda Warren, William J. Harrison, Sandy Martin, Christopher Berry, Zeljko Ivanek
Productora: Blueprint Pictures. Distribuida por Fox Searchlight
Nota: 8
El cine de Martin McDonagh va serenando su arrolladora capacidad para la brillantez enclaustrada en la evidencia de su supremacía. Sus primeras dos obras han permitido la oportunidad de disfrutar de un realizador capaz de pergeñar un universo estilístico genuino, arrollador, siempre obsesivo con blandir la ironía escénica en tanto que plataforma enjuiciativa desde la que acorralar al cosmos humano obligado a circularla. Dramaturgo antes que fraile cinematográfico, el irlandés, dado ese origen, no ha vacilado a la hora de aprovechar esa capacidad para la verbalidad que se le supone a todo creador teatral para utilizar los diálogos de sus filmes como aliados todopoderosos en ese empeño. La palabra expresada se convierte, por lo tanto, en un estamento sofisticado, cargado de preponderancia y ponzoña, que supera la mera expresión verbal del personaje que la declama.
TRES CARTELES EN LAS AFUERAS, desde ese punto de vista, viene a constituirse como una suerte de tensa y fibrada vía de escape a la encrucijada de lujosa autocomplacencia que algunos quisieron reprocharle a la magnífica SIETE PSICÓPATAS. Nos hallamos frente a una obra que, fundamentalmente, con respecto a esta última, demuestra madurez, modestia y fértil intencionalidad desmarcativa, por cuanto se atreve a desvincularse, en tono, del cúmulo de singularidades estéticas dirimidas en su corta, pero admirable filmografía. TRES CARTELES EN LAS AFUERAS, es cierto, vuelve a procurar para el espectador una terca tesitura dramática, una ristra de personajes pincelados al límite de la parodia y una trama argumental dispuesta en torno a la dilucidación de un apremio acuciado de negrura, villanía y desesperación. Sin embargo, en esta ocasión lo hace desde un prisma oreado de dolorido reposo escrutativo y de un severo sosiego aprehendedor que, en modo alguno, había sido intentado en sus dos obras anteriores, acaso por haber sido urdidas como cuestionadoras aceleradas y lúdicamente belicosas del cine negro contemporáneo.
En esta ocasión, el autor de ESCONDIDOS EN BRUJAS nos traslada hasta el manido confín de la Norteamérica profunda. Concretamente, hasta Ebbing, una pequeña población de Missouri. Allí vive Mildred Hayes, una mujer corroída por un brutal drama reciente: la violación y posterior asesinato de su hija. Pero sobre todo Mildred vive encajando de pésima forma la inoperancia y el desdén con el que, según ella, se han implicado las autoridades policiales de Ebbing, a cuyo mando se sitúa el Jefe de Policía Jeff Willoughby. Para tratar de sacar a esta situación de ese lesivo e injustificado estancamiento, Mildred alquila tres enormes cartelones publicitarios situados en una de las carreteras que conducen a Ebbing. En ellos reprochará de forma contundente y directa la ineptitud policial atacando con dureza a Willoughby. TRES CARTELES EN LAS AFUERAS viene a desarrollar argumentalmente las consecuencias nada afables que originará la decisión de esta vecina testaruda y rota.
Hemos significado con anterioridad los rasgos que diferencian a TRES CARTELES EN LAS AFUERAS de sus dos predecesoras. McDonagh fundamenta esta sabia desvinculación al proponer un desarrollo de acontecimientos, en apariencia, nada ensimismado, sin aspaviento formalista alguno, evitando la conciencia de artefacto cínico que, por ejemplo, definía a SIETE PSICÓPATAS. El film va a ir dirimiendo su avance de forma meditada, cautelosa y honestamente clásica: mucho antes que a la preponderancia de continuos, sorpresivos, atónitos vericuetos de guión, a lo que va a atender es a la indagación de los tres personajes que privilegia la trama. De forma especial, claro está a la portentosa protagonista femenina, esa Mildred Hayes a la que McDounagh se aferra emplazándola como elemento medular de la tonalidad ambientadora que caracteriza al film.
Tajante y dolida, reservada y decidida, exasperada e inalterable, Mildred queda definida por la lógica implacable tanto de la osada táctica decidida como de las consecuencias que pudieren acarrearse tras su frontal emplazamiento. Nos hallamos frente a un personaje alienado por una testarudez asumida siempre como misión inaplazable, como objetivo empecinadamente perentorio, desmedido e inmisericorde. Frances McDormand resuelve esta difícil encrucijada actoral con un talento conmovedoramente agrio, impenetrable y sagaz. La intérprete colma de apretado disimulo colérico cada plano en el que impone la trágica tozudez nociva que reclama el personaje. Su violenta, astuta, desencantada y cruenta mirada salpica con determinación el modo con el que Mcdonagh dicta los parámetros de toda su puesta en escena.
Sobria, atenta y emocionalmente precisa reflexión sobre el cólera humano y la posibilidad de una redención gestada desde la piedad del otro y de la emergida de forma impensable, sobre la inquina individual fraguada en la impiedad de prejuicios añosos y sobre el tormento ocasionado en el momento de la toma de conciencia de esa toxicidad, el guionista y realizador acierta al tomar la decisión de no hacer de Mildred el canónico elemento protagónico omnipresente. Pese al pingüe beneficio de la feraz radiografía acechada sobre Mildred y de hacer de su carácter el trayecto escénico esencial, esta preponderancia evidente no domina el itinerario narrativo facultado.
El trazado argumental se abre opíparamente a la tesitura de dos mayúsculos personajes masculinos, el citado Jeff Willoughby (un delicado Woody Harrelson), que aportará un productivo cúmulo de inesperadas resoluciones, todas ellas encaminadas a escudriñar en el lacerante humanismo soterrado por entre los claroscuros del film; y, sobre todo, el interpretado con absoluta grandeza por un perfecto Sam Rockwell, que sabe indagarle con hábil desprejuicio, primero, su compleja y descerrajante estupidez, y, más tarde, su sacudida perseverancia en el súbito camino hacia la clemencia. Un film cáustico, limpio, reposado, y muy lúcido en el tratamiento que hace del odio y la facultad de pedir y dar perdón. Mcdonagh ha ampliado horizontes. Qué gran noticia.