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Dirección: Fernanda Valadez y Astrid Rondero

Nota: 8.5

La empresa era asaz difícil, mas Fernanda Valadez y Astrid Romero resuelven de forma modélica este intento de aportar una mirada novedosa al género del drama social centrado en denunciar el calvario que padece la población mejicana debido a la cruenta implantación del narcotráfico en aquel país. El cine mejicano, desde luego, no cesa en dar respuesta fílmica a esta lacra. Son muchos los films de esa nacionalidad los que se han atrevido a arrojar luz sobre ese terror instaurado casi como institución homicida imposible de ser neutralizada. Casi todos ellos, además, han sido concebidos de modo frontal, sin ánimo edulcorador, siendo explícitamente generosos en secuencias, puntos de vista e intencionalidad de clara vocación mostrativa. Cine ansioso de exhibir en toda su luctuosa virulencia el terrible zarpazo de una realidad enrocada en muerte salvaje, despedazadora y a bocajarro.

SUJO surge como respuesta al cúmulo de clichés contra los que corre el riesgo de incurrir esa voluntad de no ahorrar al espectador la magnitud de la problemática descrita. Sin, de ningún modo, evitar el análisis certero de esa abyecta situación, el film se aferra a un posicionamiento esquinado, no hambriento de encono, meditativo,  abstraído en intuiciones,  cauteloso, cuestionador del género dentro del que parece inmiscuirse, alejado, por tanto, del canon del thriller realista; en definitiva, mucho menos interesado en el sometimiento a una trama acorraladora, policial o dramáticamente sórdida que en la radiografía subjetiva de quien se sabe víctima colateral de esa sinrazón; de,  en definitiva, tratar de buscar respuestas de salida personal, rutas de escape individual a ese callejón infranqueable en el que se ha convertido en determinados ámbitos geográficos el mero hecho de sobrevivir.

En ese sentido cabe asumir la rotundidad de la impresionante secuencia de presentación del personaje central como una afilada declaración de principios escénicos. Tras un sugerente prólogo protagonizado por un caballo que huye, la película, estructurada en cuatro capítulos, abre el primero de ellos con una secuencia casi íntegramente rodada en un plano fijo. La cámara es situada en el interior de un coche, cual si ocupara el asiento trasero de este. De los  asientos de delante, cada uno por su puerta, salen dos hombres. Solo vemos lo que acontece frente la luneta de cristal. Los diálogos apenas son audibles. La visión no es nítida, pero intuimos que va a cometerse un homicidio: nos hallamos ante un ajuste de cuentas. El que conduce y porta el arma hace alusión a su chamaco. De pronto, uno de ellos sale corriendo. El otro le persigue. La cámara continúa en el interior del vehículo. Se genera un impasse de espera que termina sobre el rostro de un niño pequeño que permanece en el asiento de atrás. Lo ha contemplado todo. No puede salir del coche. Es el chamaco al que hacía referencia el sicario que hemos perdido de vista. Se trata de Sujo, el protagonista del film. 

La secuencia, como ha quedado referido, es todo un manifiesto de intenciones. Desde un punto de vista formal, queda dirimido muy claramente que la mostración de la violencia consecuente al ámbito espacial escogido no va a ser privilegiada. Sí en cambio ese ángulo menos analizado que es el de quienes quedan instaurados en ella debido a la acción de otros. Ese punto de vista resignado, impotente y sabedor del testigo, del allegado, de la víctima obligada a tomar parte. A la búsqueda de ese espacio salpicado de la onda expansiva violenta que todo lo ordena, no de su epicentro sanguinolento, pero sí espacio sabedor de su intensidad, de su alcance, de su influencia, de su cárcel, las dos autoras van a empeñarse en procurar un sólido diseño visual que jamás estiliza, superficializa o manipula el horror incorporado en todo plano como calvario latente.

Las realizadoras acreditan una puesta en escena alejada, por ejemplo, del hálito documental propio de los Dardenne. Toda la planificación viene a refrendar una voluntad de estilo hierático, fijo, inasible, tensísimo, privilegiador del off visual, no obcecadamente naturalista, que viene a significar, de un lado, la personalidad callada, observadora y pensante del niño y posterior adolescente protagonista, ese Sujo que irá creciendo a la sombra de un padre que era capaz de llevarlo a ver como cometía un asesinato con pistola y, de otro, la preponderancia que adquirirá el carácter chamánico y extrasensorial de la tía Nemesia, la mujer a cuyo cargo queda Sujo, quien lo protegerá sin cesar jamás de recalcarle que no debe seguir el ejemplo del padre.

SUJO trasciende el canon del relato de denuncia expresa, los protocolos de la crónica exhaustiva de unos hechos bien documentados para ir revelando una fiera, terca y áridamente esperanzada reflexión sobre la posibilidad de rebelarse frente a un determinismo social ominoso, inhumano, mortífero. El cuarto capítulo ahonda en esta posibilidad de escapatoria de un modo tan inesperado como cabal y creíble. Ahí es cuando el relato, postulando un sincero humanismo en modo alguno claudicador, se abre a responder si Sujo sabe ser un caballo de nombre desconocido escapando a la soga de quien lo ha decidido domesticar para acatar una vida sucumbida a la ley del más criminal. 

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