Dawes Valencia 1ª

Una serena noche valenciana de marzo no parecía hacer presagiar la inolvidable envestida musical que proporcionaron Robert Ellis y, sobre todo, la imprevista contundencia de Dawes.

No me cuesta ningún esfuerzo confesar abiertamente que mi conocimiento musical aún dista bastante de ser el más indicado para dar constancia de la calidad de un concierto. Todo se andará, pero, por el momento, me declaro parvulito privilegiado con ganas de ampliar conocimientos.

Quizás por eso me encamino a la sala con una calmada aptitud de esponja; esto es, dispuesto a, tímidamente, dejarme empapar de los sonidos que se me van a ofrecer. Supongo que no hay mejor coraza para la bisoñez que la transparencia. Bueno, pues desde ese ávido y modesto bagaje escuchador, puedo afirmar que lo disfrutado la pasada noche del día uno de marzo es una de esas experiencias que le instruyen el tímpano a uno hasta un conmocionado grado superior.

La totalidad de la velada quedará siempre guardada en el almacén de las enseñanzas magistrales. A la impecable calidez del primer músico se le unió, después, la arrolladora certeza de un grupo ante el que se rindió por completo el buen número de congregados a la cita.

Saltó por los aires la previsión que dispone haber puesto oídos anticipadores al trabajo grabado que vas a escuchar. Lo de Dawes fue una recreación absoluta, un batirse en sabroso, certero, espectacular duelo contra sí mismos.

Pero, vayamos por partes, y demos constancia, en primer lugar, de la aparición en el escenario de un valiente tipo delgado. Cuando el número de asistentes era aún muy escaso, este escuálido tipo, ataviado con una camiseta y unos vaqueros, de larga melena lisa, y media barba acentuándole su desgarbada fisonomía, sólo necesitó unos mínimos compases para demostrar que su presencia allí no era la de dejarse convertir en mera sala de espera a la habitación de lujo.

Los escasos cinco temas que tocó Robert Ellis supieron a muy poco, porque su grata inmediatez incitaba a tener apetito por escucharle mucho más. El sencillo sosiego de su "country" impregnó de palpable melancolía amorosa todos los oscuros rincones de la sala. La pulcra quietud de "Westbound Train" o la franca espontaneidad de "What´s in itfor me?calaron rápidamente en la audiencia.

La genuina dicción de su agradable voz y el único –y sobrado- acompañamiento de su guitarra hicieron que el recinto mutara su apariencia urbanita. Parecía que estuviésemos en una polvorienta cantina sureña yanqui, agasajándonos con bourbon el placer de un músico súbitamente aparecido por allí, para improvisarnos algunos sentidos lamentos musicales.

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Para despedirse, además, se tuvo el acierto de que Ellis llamara a los componentes de Dawes. Los cinco componentes de la improvisada banda tocaron un tema de Randy Newman, que sirvió de magnífico corolario a la actuación del primero y, también, para preconizar la estimulante disponibilidad de los cuatro músicos que quedarían después. A esa altura de la noche, el público era ya muy numeroso. La afluencia había ido en concordancia con la sugestión pincelada por ese afable hombre flaco con guitarra de un lejano lugar, al que había conseguido encaminarnos.

A Dawes le bastó apenas "Fire Away" para aclarar su cuajada solvencia. Se notó rápidamente que allí no iba a haber lugar para la dispersión ni para marear la pava. Es más, la pava se electrocutó.

Los hermanos Goldsmith (Taylor –guitarra y voz- y Griffin –batería-) , Wylie Gelber(bajo) y Tay Strathairn (teclados) habían llegado allí en pleno momento de forma, dispuestos sorprender al personal descerrajando un prodigioso directo que hizo añicos las nada despreciables expectativas generadas.

Los californianos ejecutaron, literalmente, una opípara ceremonia musical, en la que pareció tenerse como único objetivo superar implacablemente la notable categoría de su último grabación. Los temas de "Nothingiswrong" sonaron nuevos, elevados, renacidos. Estos cuatro ciudadanos de Los Angeles, como sin inmutarse, convencidos plenamente del triunfo de su cometido, se enzarzaron en una auténtica y desinhibida autorevisitación.

El resultado solo puede ser calificado de arrebatador. De potente demostración de que un directo debe regirse por un severo mandato: no someterse al dictado de una consabida simulación puntillosa.

Tras la honda concentración de la doliente "Million Dollar Bill", el repaso a su más reciente trabajo detuvo su irreprochable inercia para dar paso a dos muestras de su anterior "North Hills". Aquí, la pava, que ya estaba electrocutada, se convirtió en polvo molecular.

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"Whenmy time comes" supuso la exposición irrefutable de una particularidad que ya estaba quedando meridiana y fustigantemente clara: Taylor Griffin estaba dispuesto a asombrar al personal exhibiendo tanto un asombroso poderío vocal como un magno dominio en el manejo de su guitarra. No quedaba otra más que genuflexionarse ante semejante derroche de destreza, conjunción y ambivalencia.

A continuación, el momentazo de la noche. A las ganas de Griffin se le sumaron las de los otros tres cómplices del éxtasis, y éste se hizo temazaco total a lomos eléctricos y progresivos de "Peace in the Valley". Quien esto escribe puede asegurar que ser testigo de esta ceremonia de intensos lucimientos individuales, en los que el tema original quedó reducido a excusa de partida, ha sido uno de los momentos más poderosos que guarda en su memoria musical.

Tras él, tuvieron el fornido mérito de lograr que la intensidad no decayera "The Way you laugh", "So well" y, fundamentalmente, "Coming Back to a man", "Time spent in Los Angeles" o la especialísima "A little bit of eeverything".

No lo hubiéramos deseado, pero la noche acabó alguna vez. Justo cuando llegaba mi turno, desapareció el último cd del rincón del "shopping". No me pude llevar "Nothing is wrong". Han pasado algunas noches. La contrariedad ha desaparecido: he llegado a la conclusión de que la lógica consecuencia de lo único es la imposibilidad de su reproducción. Llegué en posición esponja y salí con la piel convulsa. Cuando llegan tiempos duros, uno echa mano de la convulsión de su piel. Gracias, Dawes.

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