Título original Melancholia
Año 2011
Duración 136 min.
País Dinamarca
Director Lars von Trier
Guión Lars von Trier
Música Fernando Velázquez
Fotografía Manuel Alberto Claro
Reparto Kirsten Dunst, Charlotte Gainsbourg, Kiefer Sutherland, Charlotte Rampling, Alexander Skarsgård, Stellan Skarsgård, Udo Kier, John Hurt, Brady Corbet
Productora Coproducción Dinamarca-Alemania-Suecia
Valoración 9
Tras una experiencia creadora tan brutalmente consternante como fue ANTICRISTO, Lars Von Trier, uno de los indispensables del panorama cinematográfico internacional contemporáneo, regresa a la cartelera con una obra en la que lo primero cabe destacar es la milimétrica, cauta serenidad con la que está contemplada. Resulta muy curiosa la comparación entre ambas, dadas las desemejante, poco previsibles, -incluso intercambiadas- temperaturas, con las que este danés con lanzallamas en la boca resuelve ambas.
Si la primera, en la que retrataba el malévolo proceso destructor de una pareja ardida, inmolada hacia el fuego de puñales de su abismo, parecía estar dirigida por un malsano demonio sin escrúpulos, la presente, MELANCHOLÍA, que narra un hipotético final del planeta Tierra, por el contrario, posee hechuras de contenida observación delineante. La cautela ante estas dos formas de iracunda destrucción no puede ser más opuesta.
La primera paradoja que produce el visionado del nuevo estremecimiento fílmico es esa falsa sensación de discreción, nada “trieriana”, con la que está zanjada buena parte de su metraje. No nos tiene acostumbrados a esta aparente corrección un creador, especialista en hacer de su cámara un magistral activador de volcanes. Los planos, para alguien capaz de ROMPIENDO LAS OLAS o BAILANDO EN LA OSCURIDAD, son perversas tiranías engendradas, babeadas, afiladas con voluntad de lava seccionante.
Da la impresión que el primer parámetro intencional, desde el que Trier ha partido para ejecutar esta apocalíptica ceremonia, es la maquinación de una consciente batalla personal contra su radical, violenta, terrorífica obra precedente. El seguimiento a la demolición de una pareja, adentrándolo en los paradigmas del terror más caníbal, da paso a la cabal, intuitiva, sigilosa observación de un ser humano que presiente con absoluta fiabilidad la inminencia del final de la existencia humana.
El film arranca nupcialmente. Una pareja de recién casados se dirigen a la mansión en las que va a tener lugar el banquete con los invitados. La limusina que les lleva hasta allí detiene su marcha ante la estrechez del camino. Esto ocasiona un gran retraso. La hermana mayor de la novia, propietaria de la mansión y encargada de la organización del evento, le recrimina la tardanza. Antes de entrar al interior, Justine, la novia, mira al cielo y percibe una extraña luz, desconocida para ella.
A partir de ese momento, todo lo previsto saltará por los aires. El impedimento conductor del coche nupcial del principio no puede ser más premonitorio: la felicidad de la pareja dentro de él, se ve molestada, interrumpida por el bloqueo del gran coche en la curva del camino. MELANCHOLÍA, tras un bellísimo prólogo, condensador estético de todos los acontecimientos posteriores, se divide en dos partes. En cada uno de ellos, el protagonismo recae en el seguimiento a una de las dos hermanas.
La correspondiente a Justine se ciñe por completo a los acontecimientos que sucederán en lo que se supone debería haber sido un feliz festejo. Trier se muestra muy observador, pues le interesa que el espectador note como todo el cúmulo de pequeñas conmociones va a ir afectando al comportamiento de la novia. De alguna manera, el tratamiento naturalista –evocador de la genial FESTEN, de Thomas Vinterberg-, cercanísimo, puntilloso, de forma muy arriesgada, está describiendo exteriormente el proceso intuitivo que anida en Justine tras advertir en el espacio algo que le va a precipitar hacia una irreprimible destrucción de lazos con su mundo más cercano.
La zozobra exterior corre pareja a las decisiones personales que no va a poder impedir tomar: con su madre, con su padre, con su jefe y con su marido. El fin del mundo posterior como mal venidero que ella intuye y por el que decide soltar lastre de ataduras y afectos. De ahí que reaparezca abatida, casi muerta, en el inicio de la segunda parte, cuando decide acudir a casa de su hermana. En principio, para ser cuidada ella y, después, para convertirse en el refugio reparador de la ciega ignorancia en la que se halla sumida la suficiente Claire.
La segunda parte puede ser considerada como un monumento audiovisual de primer orden. La expectativa del final emplazada en forma de humanísima espera sigilosa y doliente. Trier convierte el espacio festivo anterior –el jardín, la mansión, las cuadras- en plataforma aislante, despoblada, desde la que limitarse a descontar el tiempo restante y finito.
La precisión cuidada y elegante del universo creado por Claire, reubicado ambientalmente, de súbito, en ámbito fúnebre, desesperanzado, claudicante. La angustia de Claire paseando su propia jaula de oro no es sino el símbolo de una angustia universal que debe estar clamando al otro lado de la cuidada espesura verde de sus posesiones. Sin más efectos especiales que el alambre circular ideado por un niño, Trier demuestra su cuestionada genialidad aprovechando al máximo elementos como ese, como el caballo o como el cochecito para jugar al golf.
MELANCHOLÍA concluye siendo una descomunal fabulación exterminadora, engendrada por la cruda capacidad delirante de un furioso contador de agitaciones, que, inesperadamente, contra rabioso pronóstico, se obliga a contenerse, en la que se supone que debiere haber sido la apoteosis de su virulencia. El fin del mundo, ficcionado, deslizado tras el enfrentamiento de caracteres de dos hermanas: en la siniestra, nada visceral, calculada, somera, profunda comparativa que se establece siendo testigo de sus reacciones.
El planeta Melancolía se cierne sobre la Tierra: Justine lo aguarda sabedora de la fatalidad y Claire se desespera como madre y como mujer rota por una flaqueza que no sabe controlar. La emoción final ante el inesperado cambio de roles protectores es indescriptible. Las horas previas a la desintegración universal, capturadas desde los añicos íntimos de un deslizante melodrama fraternal. El plano final más hermoso del año. La última constatación de que Trier sigue siendo un retorcido pedazo de genio.