No Habra Paz Para Los Malvados Portada

Título original No habrá paz para los malvados

Año 2011

Duración 104 min.

País España

Director Enrique Urbizu

Guión Michel Gaztambide, Enrique Urbizu

Música Mario de Benito

Fotografía Unax Mendía

Reparto José Coronado, Rodolfo Sancho, Helena Miquel, Juanjo Artero, Pedro María Sánchez, Nadia Casado, Younes Bachir, Karim El Kerem, Abdel Ali El Aziz, Nasser Saleh, Juan Pablo Schuck, Eduard Farelo

Productora Lazonafilms / Telecinco Cinema

Valoración 8

Se veía venir. Urbizu tenía que reventar y llevársenos a todos por delante. Hace ya mucho tiempo que su filmografía estaba adquiriendo progresiva puntualidad dispositiva de bomba de relojería. Lejanos los tiempos de las primerizas TU NOVIA ESTÁ LOCA y TODO POR LA PASTA, la nitidez dramática y expositiva evidenciada en la magnífica LA VIDA MANCHA dio paso a la impresionante rabia escénica con la que estuvo resuelta su fundamental LA CAJA 507. La mecha estaba encendida.

El clasicismo implacable y urgente, que corroía de bregada justicia vengadora cada uno de sus planos, lo convertía, dentro de nuestra -tantas veces- pacata cinematografía, en un francotirador al que cabía augurarle la devastadora excelencia de un atentado fílmico mayor aún. NO HABRÁ PAZ PARA LOS MALVADOS es la crónica exacta de esa aspiración magnicida contumazmente anunciada. El pequeño calor rojizo, silencioso e imparable de la mecha ha hecho contacto con la pólvora.

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De resultas, los espectadores somos víctimas gozosas de ese ensañamiento brutal que es el cara a cara con la furia de un talento preciso. La dinamita ha estallado en forma de osadía, solo apta para suicidas sabedores de que salen de la ignición vivos, coleando y con ganas de otra. Lo de Urbizu, esta vez, es pura detonación fílmica, en la que están calculados hasta los centímetros lejanos a donde tiene que ir a parar la metralla.

El último film del realizador vasco es genuino cine capaz. Cine a pulmón henchido y experto. NO HABRÁ PAZ PARA LOS MALVADOS, no hacía ninguna falta volver a aclararlo, es la demostración de que Urbizu es uno de los tres o cuatro mejores narradores que posee el cine español. Lo que podría ser Alex de la Iglesia, por ejemplo, si no fuera porque se tolera tozudamente la incontinencia delirante que le malogra propuestas tan interesantes de partida como BALADA TRISTE DE SORPRESA. El autor de CACHITO sí sabe medir la onda expansiva de su riesgo, pues tiene la sana profesionalidad de mirarse mucho el material escrito al que va a atacar luego escenográficamente. La clave de la magnífica solvencia con la que está pergeñado este thriller desesperado y colérico radica en la milimétrica sujeción mediante la que está caldeado ese cólera.

Advertimos muy pronto, además, que la ceremonia a la que vamos a asistir no tiene voluntad alguna de andarse por las ramas. La primera secuencia exhibe una realización envenenadamente perfecta. Aspereza, impiedad y súbito. Un policía borracho entra en un prostíbulo de las afueras de Madrid. Es muy tarde. Nocturna soledad de luces de neón e interior vacío con espesura de antro en espera de ser aliviado por un mocho y un ambientador. Intuimos que el alma del personaje no debe ser muy distinta. La empleada está ya recogiendo. Aún así, él insiste en que se le sirva una copa. La embriaguez le juega una mala pasada al problemático comisario. La apariencia, la grosera chulería decadente de sus formas le delatan los graves problemas que arrastran las botas tejanas que leva. Urbizu le aplicará a sus espaldas dudosas la única metodología que va a emplear durante todo el film para hurgar en su perfil psicológico: contemplándole el comportamiento.

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A Santos Trinidad –y al resto de personajes- le delatarán sus actos. Son lo que hacen. El espectador habrá de juzgar, pues, a un agente de la ley que, metido en evidente desahucio personal, saca su revolver y asesina a tres personas. La secuencia es condenadamente tajante. Urbizu se revela como un certero filmador de la violencia, pues la descerraja con tanta punzante decisión como sosegado cálculo. Los zarpazos violentos serán respuestas inaplazables de quien precise ese definitivo recaudo. Trinidad deberá exponerse a ella cuando se le escapa vivo un testigo de todo el sanguinolento encontronazo. Éste será el detonante de la jugada maestra que va a ir revelando poco a poco el film: la soberbia mediación de una escritura dramática lista, afilada, y sorpresiva como no ha sido vista en el cine reciente patrio desde CELDA 211.

El guión convocará, por un lado, las peripecias indagativas que Santos Trinidad habrá de llevar a cabo para conseguir que el cuarto morador no previsto corra la misma suerte que los otros tres, vetando así la posibilidad de que su lengua le delate. Por otro, las pesquisas comandadas por una joven juez, que intenta dar con la identidad del hombre que ha dejado los tres muertos en la moqueta del club nocturno. De esta forma tenemos a cazador buscando presa, con la orden de su propia caza acuciándole los pasos. Urbizu resuelve la operación con una limpieza moral absolutamente virtuosa. No hay sólo plano que juzgue las acciones que estamos viendo, porque el único objetivo de la irreprochable planificación es prestarse por completo a esa doble búsqueda.

La cámara se torna aliado silente de este parejo perseguimiento. El realizador despliega un apremiante poderío seguidor con causa, que le calza a la película como unos dientes nuevos a un cuchillo serrador. Sobre todo cuando el sujeto en el que se ofusca la contemplación es Santos Trinidad. Sus apariciones dentro del plano exasperan pura criminalidad imperiosa y sin conciencia, hambre y desesperación de perro mordedor con la presa próxima a sus colmillos. Una severa inexcusabilidad y una despótica eficacia a la que no es ajena la furibunda implicación de José Coronado. El actor le pone coraje, espinas, sal, pausa y olfato a la hostilidad de un gran personaje, que él domestica turbia e inapelablemente.

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Sin embargo, las ganas de complicarse la jugada le brindan a Urbizu la oportunidad de exhibir su apetencia por el conflicto, por el apuro a solucionar. No contento con la aprehensión de las dos tramas descritas, la sorpresa de un guión urdido con cabal sentido de la complejidad revelará al espectador un tercer vericueto conspirativo tan imprevisto como temerario. Un elemento argumental, elevador del ya abrasivo voltaje del film, que incorpora a la atención espectadora en calidad de agazapado testigo de excepción.

Los hechos están dispuestos de tal forma que la trama que protagoniza Santos Trinidad se convertirá en el elemento resolutivo de esta nueva que aparece en último término. Un elemento resolutivo especialísimo, porque el policía asesino no sabrá jamás que su búsqueda particular se halla inmersa en ese trance. El espectador siempre es sabedor de más datos que los personajes en el interior de la ficción. De ahí la pérfida angustia que cuaja Urbizu con impávida contundencia. La entereza en la dosis de la información tiene paciencia contada de gotero de absenta.

Una película llena de emboscadas en ciernes que es solventada sin trampa alguna. Un Madrid de extrarradio, árido, incómodo, distinto e ideal para una negrura genérica como la que le reclama el audaz envite. Un lúcido aroma a western urbano y corrpto. La leve evocación escrupulosa, hábilmente tarantiniana, de unos hechos históricos dantescos (ese plano de un hombre con mochila entrando en el metro y éste abandonando la estación cumpliendo su itinerario). NO HABRÁ PAZ PARA LOS MALVADOS es grande, grande, grande. Grande como las ganas que tengo de que se le reconozca a Urbizu, de una vez por todas, su bregada valía narradora. No habrá paz para la academia como no lo chorreen a Goyas.

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