Título original: Sully
Año: 2016
Duración: 96 min.
País: Estados Unidos
Director: Clint Eastwood
Guión: Todd Komarnicki (Libro: Chelsey Sullenberg, Jeffrey Zaslow)
Música: Christian Jacob, Tierney Sutton Band
Fotografía: Tom Stern
Reparto: Tom Hanks, Aaron Eckhart, Laura Linney, Anna Gunn, Autumn Reeser, Sam Huntington, Jerry Ferrara, Jeff Kober, Chris Bauer, Holt McCallany, Carla Shinall, Lynn Marocola, Max Adler, Valerie Mahaffey, Ashley Austin Morris, Michael Rapaport
Productora: Warner Bros. Pictures / Village Roadshow / Malpaso / Flashlight Films
Nota: 9
Clint Eastwood y el lado humano de las cosas. Ha sido siempre así. Tampoco ya, tras cuarenta y cinco años en el oficio, puede ser de otra forma. El individuo con sus luces, con sus sombras, situado en el centro de esa creación. Y la cámara del maestro encontrando siempre el sitio justo para emplazar la equidistancia del gris que atenúa a las unas e ilumina las otras. De tanta perfección en esa simétrica liturgia a media luz, el autor de MILION DOLLAR BABY, además de maestro cineasta, hace ya tiempo que se convirtió en bienaventurado taumaturgo de las tinieblas del alma. SULLY es la última vela puesta en ese venerado altar, instruidamente irradiado de densos claroscuros esplendentes. Como tal, advertimos que se trata de un modesto, solitario fulgor llamado a situar su lucidísima fosforescencia en la vasta constelación de sus hondas obras maestras.
SULLY llama la atención por lo esencialmente eastwoodiana que es, pese a la consciente apariencia de ligereza que persigue su preclara fluidez, su sencilla parsimonia urdidora. Seguramente nos hallemos frente a una de las obras más concienzudas, exigentes y complejas del creador de MYSTIC RIVER, aunque tras su visionado pueda quedar la impresión de que concluya siendo una obra somera y tercamente limpia. La radicalidad del cine de Eastwood hoy en día es esa: depurar y obscurecer al mismo tiempo; ahogar la tormenta con la calma e impeler serenidad abundada de resquicios. El modo con el que está afrontada una peripecia tan singular como la analizada en el film y la forma en la que aquella es solucionada resultan paradigmas perfectos de esta contradictoria y fértil conciliación.
De sobra conocido por el espectador que acude a contemplarla, SULLY aborda un impresionante percance aeronáutico acaecido en 2009 en los Estados Unidos: el conocido como “El Milagro del río Hudson”, la increíble hazaña que se vivió en Nueva York, el 15 de enero de 2009, cuando el vuelo 1549 de la US Airways, que acababa de despegar del aeropuerto de La Guardia e iba con destino a Charlotte en Carolina del Norte, debido a la parada de sus dos motores por causa de los impactos motivados por el choque con una bandada de aves, se vio obligado a hacer un insólito acuatizaje sobre las heladas aguas del río neoyorkino. Los 155 integrantes del pasaje, incluida la tripulación, salvaron sus vidas, sin que apenas hubieran heridos, la mayoría de ellos, esperando a ser rescatados sobre las alas del avión. El piloto era Chesley Sullenberguer. El apodo con el que lo conocían todos sus compañeros, Sully.
Quizás, el mejor modo de asumir la acometida de Eastwood frente a tamaño reto sea el de adecuar su trabajo escénico y su planteamiento de trabajo ( para apropiarse, llevar a su terreno la peripecia relatada) al que el piloto estableció para solucionar el angustioso trance sobrevenido pocos minutos después del despegue y lograr la proeza de una desesperada salvación “in extremis”. En una secuencia del film, vemos como desde la torre de control del aeropuerto le son sugeridas al piloto varias opciones. Él decide desecharlas puesto que piensa que no son válidas, y a continuación opta por improvisar la que su olfato personal le confirma como única posible. La grandeza de SULLY consiste en afianzarse como esto último, es decir, en fajarse perfectamente salvaguardada, mediante esa única forma posible conjurada por su hacedor, distinta a la que cabía prever, sin atenerse a los postulados esperables ante un film de estas características. Y, además, lograrlo sin escatimar los peajes intuidos a estas mismas, aplicando la máxima de que el orden de los sumandos sí altera el producto.
La solución Sullenberguer asumida como referente de la solución Eastwood. El piloto contaba 42 años de profesión cuando ocurrieron los hechos. El creador de GRAN TORINO lleva dos o tres más oficiando su magisterio tras la cámara. No resulta pues descabellado concebir SULLY como una especie de honesta declaración de principios. El cine de Clint Eastwood es, siempre, el resultado al planteamiento de un dilema: el de la elección de un riesgo insondable, al que evidenciarle las fisuras desde la más inquebrantable de las apariencias. En otra crucial, tensa secuencia, asistimos al enfrentamiento entre una frías simulaciones aeronáuticas del accidente hechas con la ayuda de un ordenador y la verdad de unas definitivas audiciones reales. En tiempos de un embrutecimiento audiovisual fundamentado en la apoteosis de un cine comercial facturado a golpe de gélido armamento digital, la profunda serenidad artesanal que impone siempre el sabio discípulo de Don Siegel se antoja tan revolucionaria como fecunda. Las máquinas simuladoras, los efectos especiales computerizados , dentro del film, se equivocan. La paciente, veterana y clásica suficiencia realizadora de Eastwood fuera de él, no.
Y no se equivoca, puesto que SULLY soluciona desde el primer plano el gran escollo que supone narrar unos hechos de sobra conocidos por el espectador, destapando muy pronto sus cartas. El film no pretende ser un relato que se someta al imperativo de la crónica periodística de unos hechos. Ni muchísimo menos. Situándose en las antípodas tanto de los films de catástrofes aéreas (o de cualquier otro tipo, ya sean marítimas, automovilísticas, urbanas, etc) como de las propuestas hiperrealistas pergeñadas, por ejemplo, por Paul Greengrass en la notable UNITED 93, Eastwood, dando muestras de una escalofriante coherencia personal, desvía su interés hacia un objetivo acaso imprevisto por la sobreabundancia de información previa, pero que ya queda más que revelado en el mismísimo título del film. No es casual que este sea SULLY. El punto de mira generador de la verdad del relato eastwoodiano no es la escenificación de unos hechos, sino el de abordar al hombre que los propició. Como siempre en el creador de LOS PUENTES DE MADISON COUNTY, el acercamiento al dato histórico acaba sucumbiendo al conocimiento alumbrado sobre su reverso de carne y hueso.
Es por ello que el film no se inicia con la gestación de los hechos ocurridos. Eastwood y su guionista Todd Komarnicki, aprovechando las memorias del propio Sullenberguer, deciden comenzar por la escenificación de una pesadilla del piloto, cuando este yace en la cama del hotel al que lo han llevado una vez ha concluido el rescate de todos los pasajeros. En la pesadilla, las primeras imágenes del film, insistimos, el avión se estrella contra un edificio del centro de la urbe neoyorkina (el recuerdo de los atentados aéreos del 11 de septiembre se hace evidente). A continuación contemplamos a Sully despertándose ansioso, atemorizado, exhausto. Poco después vemos como junto a su copiloto entra en una sala en la que le están esperando unos abogados que, ante su estupefacción, apenas tardan en acusarlo de actuación temeraria. Según ellos, los hechos habías propiciado al menos dos alternativas muchísimo menos peligrosas de la finalmente decidida.
En tan sólo tres o cuatro minutos, Clint Eastwood ha hecho eso mismo con su film: cercenando, prescindiendo del arranque esperable a una cinta de estas características, en primer lugar, las imágenes de Sully angustiado en su habitación tras visionar en sueños el estallido definitivo definen que la búsqueda de Eastwood no es el accidente sino el hombre que lo evitó, el sabio profesional que supo estar a la altura de la osadía improvisada como urgente método de supervivencia, el tipo con el pánico de la duda de la fe en sí mismo. Y, en segundo lugar, la escena en la sala del hotel con sus inesperados acusadores delante viene a convocar con celeridad una de las máximas querencias morales del creador de SIN PERDÓN: la trastienda de la figura del héroe, las puyas desconocidas de su construcción, la frágil disposición hacia la cruz del ocaso, los recelos generados alrededor de su arribada a la cumbre, en definitiva, la severa nimiedad del ser humano habitando el fragor del éxtasis, frente al peaje que cumplimentar al verse instalado en él de forma consciente (BIRD, J. EDGARD, INVICTUS) o inconsciente (EL FRANCOTIRADOR, BANDERAS DE NUESTROS PADRES, SULLY).
De ahí que no pueda más que clasificarse de magistral la disposición de hechos urdida para la concreción final de ese acercamiento, de esa semblanza del héroe emplazado a su gloria y, al mismo tiempo, al cadalso de su cuestionamiento. El film sitúa como meollo central de la concatenación de hechos emplazados la muy poco conocida investigación a la que fue sometido Sullenberguer horas después de cumplimentar su gesta. El hecho de que se priorice cronológicamente el asedio al piloto antes que la escenificación auténtica del aterrizaje forzoso conmociona al espectador, que se plantea cómo puede estar siendo organizada esa cacería sobre su figura. Lo esencial en SULLY, pese a lo que pudiera parecer, no sólo es la puesta en escena de esa flagrante injusticia, sino que el motor generatriz de su avance oscuramente pulsional es la naturaleza convulsa, torturada, vacilante, dispersa y conmocionada del héroe ( un, digámoslo ya, perfecto, inmenso Tom Hanks que, imponiendo una férrea economía de gestos, desborda de honestidad, temple y asentimiento a la integración de su personaje en el relato).
De ahí los vaivenes temporales, la irrupción de ensoñaciones y pálpitos luctuosos y, sobre todo, la inteligente y sutil urdimbre de escenificaciones a las que nos somete la implacable, sucinta, depuradísima ilación de soluciones formales deparadas por Eastwood en esta astuta pieza de cine analítico : el escamoteo del hecho central hasta bien avanzado el largometraje, el salto espacial a la torre de control evitando la escenificación esperada (que provocará más tarde la conmovedora escena del técnico encerrado sin enterarse del desenlace), la desenvoltura y la serenidad con la que está escenificada la caída, la salida del avión y el rescate (haciendo irrumpir de forma majestuosamente osada los templados acordes de un tema de piano compuesto por él mismo), el aprovechamiento máximo y decorosamente melodramático que se hace de la separación de espacios a la que se ve sometida la relación con la esposa (evitando, por ejemplo, una posible escena de reencuentro, e intensificando la sensación de enclaustramiento a la que Sully es obligado, sancionándolo como como reo tanto de sus cavilaciones como de las acusaciones contra él trazadas), el aguardarse hasta la misma escena final la visualización de los hechos acaecidos en la cabina de pilotos tras percatarse del impacto de las aves en los motores, haciendo coincidir ese momento justo cuando aquellos son implantados como relato radiofónico dentro de la gran escena de cierre, después del emocionante discurso de autodefensa pronunciado por Sully en la sala en la que está teniendo lugar el juicio sumarísimo.
SULLY concluye incólume, sosegada y firmemente, casi como una ingenua pero tozuda fábula sobre lo que el protagonista define como el “factor humano”, esto es, afirmando la honestidad de un hombre íntegro que habrá de luchar con todas sus fuerzas para poner a salvo la dignidad de su intachable decencia. Eastwood toma partido por él desde el principio. No oculta jamás su favoritismo por la causa de su protagonista, pero, tal y como no ha dejado de hacer jamás con ninguno de sus héroes, aleja la degradación del maniqueísmo, dirimiendo un taimando adentramiento en su decoro, enfilado de impoluto humanismo y zaherido de soledades con su conciencia: la soledad del hombre que se queda solo el avión asegurando que ningún pasajero se ha quedado dentro, la soledad del hombre que respira hondo antes de entrar en la sala en la que puede serle aniquilada su vida personal y profesional, la soledad del hombre que cae en la cuenta de que no ha llamado por teléfono a su mujer tras lograr lo imposible, la soledad del hombre que corre de noche para ahuyentar fantasmas, la soledad del hombre que se despierta azorado de espanto pesadillesco, la soledad del héroe que dice no sentirse héroe, la soledad, en definitiva, del hombre que sabe que no tiene más defensa que la de blandir con rotundidad lo que decidió a solas con su intuición.
En una escena resuelta con un sencillo travelling frontal, Sully le dice a su copiloto debe sentirse muy orgulloso porque hicieron “un trabajo bien hecho”. Clint Eastwood también debe aplicarse la caricia de ese orgullo. El viejo lobo solitario ha vuelto a aullar una magistral lección de cine. Al viejo cine clásico ya sólo le queda su fecunda soledad creativa para mantener inextinguible la vigencia de esa estirpe.