Dirección: Jacques Audiard
Nota: 9
Comentario crítico:
La tentación de la mixtura entre extremos, de la apuesta por lo delirante, de una suicida embestida de la destrucción de expectativas sin solución de continuidad ha estado siempre presente en la voluntad creadora de no pocos directores de cine. Hay algunos, como Almodóvar o Sorrentino, que lo llevan intentando durante toda su trayectoria y, por ello, cayendo en el abismo del disparate barroco, engreído y caprichoso al entender este riesgo como una mera acumulación de veleidades inconexas.
En las antípodas de estos dos directores citados, el francés Jacques Audiard, en principio se caracterizaría por esa fibrosa y febril concentración dramática con la que ha saldado obras tan potentes como DE TANTO LATIR, MI CORAZÓN SE HA PARADO o UN PROFETA. Sin embargo, hace siete años sorprendió con un western en modo alguno canónico titulado LOS HERMANOS SISTER. En él, el autor de DE ÓXIDO Y HUESO, salía más que airoso de una innovadora intentona en la que las claves del género clásico quedaban cuestionadas con justificada hondura. Audiard asentaba su apropiación involucrando en ella su particular sentido del acorralamiento, doloroso y roedor, hacia sus angustiados personajes.
Esta voluntad investigadora, esta necesidad por parte del galo de asumir aventuras genéricas bien disímiles a lo hecho por él, estalla y se hace carne de maestría reconductora en EMILIA PÉREZ, su arrojada, iconoclasta e inclasificable última obra.
EMILIA PÉREZ solo cabe ser asimilada como una apoteosis y una anatomía sobre la mutación, la variante, el quiebro a lo impuesto. Audiard se desentiende por completo de la crudeza realista que ha impuesto casi siempre como marca de estilo. Para ello, se involucra a tumba abierta en una peripecia fílmica que le obliga a emplearse a fondo, pero dentro de una parafernalia no ya disímil y enfrentada a su trayectoria hasta la fecha, sino que, en sí misma, atiborrada de una complejidad y una amenaza de debacle rayana en lo suicida.
Una abogada con la conciencia algo harta de la escasez de escrúpulos a la que le obliga el ejercicio de su profesión recibe un encargo profesional súbitamente insólito: un poderoso narcotraficante desea cambiar de sexo e identidad sin que nadie, ni siquiera su esposa, lo sepa, para refundar por completo el itinerario de su existencia convertido en mujer benefactora.
Lo excepcional del film, pese a lo que pudiera esperarse, no es semejante atrevimiento argumental, sino el modo dispuesto por el realizador para que dicha excepcionalidad se retuerza, se disperse, se abrase y se desmelene, eso sí -ahí radica el magisterio exhibido por el galo-, sin que desbarre alguno se apodere del experimento.
Audiard apuesta por una cabalgata genérica tan provocadora como inaudita. Cocktail de, en principio, ingredientes poco amables entre sí, EMILIA PÉREZ apuesta por la vertiginosa agitación del thriller, del melodrama, del musical y de la comedia. Incatalogable y férrea, culebronera y travestida, semejante transformación de retóricas formales responde a la perfección al órdago lanzado desde el germen de la historia.
Ese narco que deja de ser el hombre del que está harto y alcanza la corporeidad de ser el sueño femenino siempre mantenido en secreto no merecía, según la apuesta que su creador proclama, un desarrollo lineal de los hechos cavilados para describir ese antes y ese después. Audiard le aplica a la narración la misma sentencia mutacional que el protagonista se rubrica para su sexo.
El resultado es un carnaval, un escaparate, una bacanal y una contienda cinematográfica mayúsculamente libérrima. Bolero drogadicto, criminalidad fotonovelera, serial de apasionamientos arrebatados, opereta de conciencias amputadas, mercadillo de despechos coreografiados, Audiard orquesta este cúmulo de polos opuestos entre sí con la misma franqueza y el mismo pulso que le ha procurado sus mejores logros. De ahí que la polifonía de teóricas inmolaciones yuxtapuestas acabe convertida en pura armonización de frenesí y heterodoxia.
La macedonia de giros sorpresivos (narrativos y formales) sedimenta la frescura de su maceración en el continuo, descarado, fértil autoconvencimiento que Audiard disfruta remachando. Cine de dientes apretados, pómulos bien definidos, puños con rabia de KO inminente y paciencia cirujana, EMILIA PÉREZ posee, además, la fortuna de dar con la reivindicación actoral idónea para la metamorfosis desde la que milita su proclama liberadora.
Karla Sofía Gascón obra el milagro de la firmeza en la destitución corporal y de la paz reconfortada por el encuentro del cuerpo nuevo y escogido. Esa implicación astuta, redimida e invisible cataliza la verdad operada y feroz sobre la que se eleva la celebración de esta imprescindible EMILIA PÉREZ. Desde ya, la relectura que el VÉRTIGO de Alfred Hitchcock se merecen estas alturas del siglo XXI.