BLACK 47, de Lance Daly

Nota: 0

No se le puede negar a Lance Daly ambición a la hora de asumir un reto como el que intenta en BLACK 47. Lo que ocurre es que el resultado final de la obra que concreta este reto se sitúa en las antípodas de esas pretensiones, acaso porque la dificultad de lo procurado fuera asaz improbable de gobernar con tino. BLACK 47 juega al pastiche postmoderno, esto es, a la mezcolanza de géneros, a la mutación delirante, a la convocatoria de referencias. El film se postula como una especie de spaghetti  western pseudohistórico, cuya mayor novedad reside en la traslación del paisaje árido, desértico y luminoso privilegiado por ese género creado por Sergio Leone a un ámbito tan alejado de él como la Irlanda rural de mediados del siglo XIX, en pleno azote trágico de la conocida peste de la patata.

Como elemento medular de semejante operación genérica se nos propone a la siempre monolítica figura del joven Martin Feeney, un soldado de las tropas británicas, convertido en desertor de una contienda de las tropas de su Majestad en tierras afganas, que vuelve a su hogar para descubrir que éste ha sido aniquilado: su madre murió enferma, su hermano, ajusticiado, y sus propiedades, devastadas. Sólo encuentra la presencia de su famélica cuñada y sus dos sobrinas. Un terrible acontecimiento servirá para que Feeney cambie de planes radicalmente y decida emprender una virulenta venganza contra los mandatarios británicos del condado. BLACK 47 se adhiere al patrón del héroe fulminador impertérrito, al del relato sometido a la acumulación de peripecias encarnizadas en las que se inmiscuye aquel para lograr el objetivo de un desagravio definitivo y letal.

Pese a que en un primer momento el realizador parece que va a reconducir su arriesgada propuesta con cabal contundencia, aprovechando con atractivo tanto las circunstancias históricas (la enfermedad y la hambruna del momento, la crueldad de las autoridades inglesas, el desprecio social a ellas) como las geográficas emplazadas por el paraje escogido, Daly se muestra incapaz de hacer frente a un guión sencillamente aberrante, que denigra el afán innovador del ejercicio. BLACK 47 se convierte en un fútil western irlandés de época, exhausto de tópicos, exento de complejidades o matices y harto de vacío, gratuidad y reiteraciones. El esquematismo se convierte en única coartada de un film que se quiere de Tarantino por fuera, pero que por dentro no alcanza ni la sobra serrana de un episodio de CURRO JIMÉNEZ. Y encima sin el Algarrobo.

 

DOVLATOV, de Alexey German Jr.

Nota: 4

El realizador soviético se impone la necesaria y atractiva intención de acercarse a una de las figuras más destacadas de la narrativa rusa de la segunda mitad del siglo XX, el gran (y malogrado) Serguéi Dovlatov, uno de los escritores vetados por la censura cultural impuesta en los tiempos de Leonidas Brezhnev.Dovlatov Para ello construye un film sustentado en un guión que, en principio, sabe abastecerse de un esquema que cercena de partida una de las lacras del género del biopic. Ese asiduo encadenado de lugares comunes que dirime la torpeza de abordar en un solo film la existencia entera de un personaje conocido. German Jr. decide acotar el marco temporal de su acercamiento al eminente literato al muy preciso ámbito de seis días de noviembre de 1971, para desde ese escueto margen temporal tratar de elaborar una dura reflexión histórica sobre la falta de libertad de expresión artística a la que fueron sometidos los intelectuales soviéticos que no caían en gracia a las instancias administrativas encargadas de vigilar (y sancionar duramente) cualquier atisbo de crítica hacia el régimen.

Desde ese punto de vista, muy pronto se inscribe a la figura de Dovlatov como paradigma (injusta y represivamente) perfecto de esos tiempos trágicos para la normalidad expresiva de todo intelectual o creador. La cámara de German Jr. lo pincela frente al espectador como un ser escéptico, paralizado, que mal sobrelleva las carestías de un modo de vida de creación artística personal al que no quiere renegar, y expectante ante las decisiones que toman a su alrededor compañeros de causa y profesión. En ese sentido, en un principio, la puesta en escena de German Jr. se antoja como idónea al primar un dispositivo parejo al empleado en su anterior UNDER ELECTRIC CLOUDS, es decir, un posicionamiento de cámara adscrito por completo a la vindicación de una serie de planos de larga duración, no fijos, sino obligados a indagar en el espacio encuadrado mediante un lento movimiento aproximativo. Esta lentitud, de alguna forma, sabe, en ese momento, imponer esa sensación de asfixia, grisura, rutina y desangelamiento dentro de la cual se entumecen los destinos de todos los personajes convocados.

Sin embargo, la persistencia en esa elección escénica acaba sepultando el atractivo de un film necesitado de un aliento más arrojado. De un vértigo dramático íntimo que no se sabe averiguar. El dispositivo emplazado apelmaza, agarrota, estrecha acartonadamente el devenir de una observación, que, además, sucumbe al lesivo estancamiento de la figura central. Nos hallamos frente a un personaje protagónico consumido, estacionario, que no es capaz de deparar ninguna mínima arista novedosa, una vez ha sido presentado de forma asaz estimulante, creando unas expectativas que van desvaneciéndose poco a poco. El guión no sabe solucionar el problema de un Dovlatov cinematográfico, condenado  a un ostracismo iterado y banal, monolíticamente abrasado por una apuesta formal del realizador que, en lugar de aliarse en aras de su ahondada revelación, se constituye en su espeso enemigo.

 

TRANSIT, de Christian Petzold

Nota: 3

Relamiéndose hasta el juanete debió quedar Christian Petzold tras acabar la lectura de la novela homónima, escrita por Anna Seghers. Se le debieron hacer rojo fosforito todos los apetitos por los desdoblamientos que tiene el (últimamente interesantísimo) realizador germano. No debió de ser para menos el hecho de que a alguien tan proclive al misterio de la identidad y a la incerteza de la naturaleza de los conocimientos exhibidos se le dispusiera la oportunidad de un proyecto urdido en torno a una relectura de la histórica ocupación nazi del territorio francés durante la 2ª Guerra Mundial, trasladada temporalmente a unos hechos inventados, inscritos en la Marsella de nuestros días. TRANSIT parte de ese presupuesto fantasmagórico, que acentúa la modernidad conceptual de la propuesta, amagando con enriquecer, fustigar los cánones del género del drama bélico. En teoría, por lo tanto, nos hallamos en el terreno de la quiebra total de las apariencias, ese desde el que el realizador germano ha sido capaz de deparar sus dos grandes títulos precedentes, en especial, la afilada, turbia y brillante PHOENIX.

En TRANSIT el espectador se halla a merced de los continuos vaivenes narrativos con los que son infligidos el itinerario del protagonista central, Georg (soberbio Franz Rogowski), un ciudadano marsellés que logra escapar a las fuerzas de la Ocupación, y que va a verse envuelto en unas misteriosas peripecias ocasionadas por el legado de un escritor recién desaparecido al que usurpa su identidad, por el encargo de llegar hasta la familia de un conocido suyo que ha fallecido en plena fuga, y por las fugaces apariciones de una extraña mujer de quien caerá irremediablemente seducido. Esta amalgama de pretensiones, traslaciones temporales, interrogantes deslizados y desvinculaciones pretendidamente sigilosas, por desgracia, acaban pasando la factura de la desorientación total.

El Petzold inteligentemente controlador de BARBARA y la citada PHOENIX no sabe aparecer en ningún momento. El desconcierto premeditado que obsesiona al guión sobre el que pivotan todos los acontecimientos es acometido con una mesura rayana en la obviedad y el acartonamiento. El anhelado misterio propuesto por una historia que no cesa jamás de abonarse al embrollo y al laberinto se da de bruces por la absoluta falta de claridad expositiva de la que adolece el producto. De resultas, el film se hunde en el mismo instante de su partida, no logra ni de lejos la armonía turbulenta y dolida que el autor de JERICHOW ha sabido concretar en las dos películas protagonizadas por Nina Hoss. Lo que hubiera debido convertirse en crescendo de inquietudes aunadas por un hálito fecundamente oscurecedor común no se supera nunca su errada, nociva condición de embrollo engreído.

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