Still Walking Caminando Cartel

Título Aruitemo, Aruitemo (Even If You Walk and Walk) (Still Walking)

Año 2008

Duración 108 min.

País Japón

Director Hirokazu Koreeda (AKA Hirokazu Kore-eda)

Guión Hirokazu Koreeda (AKA Hirokazu Kore-eda)

Música Gonchichi

Fotografía Yutaka Yamasaki

Reparto  Abe Hiroshi, Natsukawa Yui, You, Takahashi Kazuya, Kiki Kirin, Yoshio Harada, Susumu Terajima

Productora TV Man Union

Valoración 9.8

Hay veces en las que la condición de ser humano puede, incluso, resultar un privilegio. Gozamos de intuidas oportunidades para la felicidad de nuestra conciencia. Una de ellas, sin duda alguna, la comunión espiritual con un objeto artístico. Experimentar esa sutil torrencialidad íntima que se llama placer.

Advertir que te escampas desde adentro, descubriendo que el límite de tu propia emoción todavía no conoce su finitud, colmando por instinto un apetito nuevo, que aún ni siquiera conocías. No existe arte, si no hay voracidad que lo ande buscando. De ahí que su hallazgo responda siempre al misterio inherente a toda súbita revelación.

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No hay caricia mejor que la que no se espera. Por eso, cuando se produce el milagro del embeleso frente a un hecho artístico, nos subyuga la sorpresa por ese encuentro. Al fin y al cabo no somos más que puzzles, inacabados y vigías, con el ansia rota por no sabernos completar. El arte nos conmueve, porque nos repara. Nos hace mejores, pues alimenta la integridad de nuestro deseo… y también de nuestro espejismo.

Viene todo este preámbulo, porque, muy de tarde en tarde, o, por lo menos, no con la frecuencia que quien esto escribe desea –o, a lo peor, pudiera soportar-, la cómoda oscuridad de una sala de cine tiene a bien reconciliarnos  con la apetecible, certera alegría de visitarla una y otra vez. Esto es, salimos conmovidos de ella, pues la muda contemplación en la butaca se ha tornado experiencia ya inagotable.

Es lo que tiene haber contemplado una obra maestra: que se tiene la sensación de que en tus ojos ha brotado un manantial. Nos advertimos nuevamente nuevos. El agua clara de la que a continuación vamos a hablar comienza a fluir en Japón. Es un río de corriente serena, silenciosa y calmada. Se llama STILL WALKING. Acudan a beberlo en cuanto tengan ocasión. Saciarán la sed de su sabiduría.

Films como éste no irrumpen a menudo ante nuestras pupilas. La maestría con la que está tejido este entramado humanista es privilegio de la sutileza de muy pocos. En tiempos de tanta inmundicia audiovisual aconsejamos rescatar este bello y dolido ensayo sobre la condición humana de vivir. La semana que viene se estrena KISEKI (MILAGRO),  último film de su crreador.

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STILL WALKING, obra de Hirozaku Kore-Eda, impone su minuciosa sencillez en torno a una reunión familiar. Un matrimonio de ancianos convoca anualmente a toda su familia para honrar la memoria del hijo mayor, fallecido años atrás. El director se predispone a captar tal acaecimiento en calidad de testigo silente, de invitado no visto.

Kore-Eda lo consigue desplegando una puesta en escena majestuosamente concentrada. El espectador asiste a la intrahistoria de esa reunión. El argumento vine impuesto por la aportación de cada uno de los personajes. De ahí, que no exista un hilo argumental férreo. Cada uno de ellos aporta, con su sola presencia, un atisbo de información que deberá ser reconducido por quien asiste a contemplarlo.

STILL WALKING carece de historia, pues ésta la urde el espectador. Kore-Eda se limita, mediante rotunda e indesmayable coherencia, a disponer una arquitectura escenográfica que le permita a éste traspasar las paredes del recinto en donde se hallan. Gracias a ella, podemos asumir a cada uno de los seres que la ocupan en calidad de estancia, de habitación que se nos brinda descubrir.

Lo enigmático emerge, desde el momento en el que apercibimos que éstos nos son mostrados con una cercana, minuciosa, ágil nitidez, y, sin embargo, ésta no impone claridad, sino que no hace más que ahondarse en misterio. Los personajes hablan, pero estremecen mucho más sus silencios, el ignoto itinerario que buscan sus miradas siempre inciertas.En la última obra del soberbio realizador de NADIE SABE la calma no cesa de estar en alerta.

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La naturalidad respira amenaza: queda impregnada en todos los planos la posibilidad de un atisbo no esperado, la sinuosidad de una indecisión, la levedad inacabable de un tormento sanguíneo. Acaece lo sublime, cuando, sin ser forzado, sin la mediación de un solo grito, sin una sola evidencia de tramposo desgarro, entre desencuentros soslayados, frases expresadas con la intencionalidad deslizada hacia una significación escondida, entre interpelaciones, confidencias, protocolos y reparos cotidianos, vamos cerciorándonos de que este pulcro retrato coral fundamenta su fluidez sobre la estridencia ahogada de un cúmulo de secretismos.

La transparencia sobre la que no cesa de ampararse, en realidad, lo que declama polifónicamente es un portentoso ahondamiento en el silencio humano, entendido éste como destino, como renuncia y como claudicación. El realizador presta acomodo y respeto a ese retrato de conmociones calladas, pero presentes, de imposible clausura.

Sobre ese nido familiar educado, comedido y locuaz, pesa la ausencia y sus impiedades. Pesan los anhelos y las voluntades jamás satisfechas. Arrecia el endrino sigilo de un pasado que no ha concluido su sentencia. Que no cesará jamás de acomodar su tangible fantasmagoría de entidad tan extinta como inolvidada. El hijo muerto es algo más que un finado al que venerar dentro del hogar materno o en la tumba de un cementerio. El hijo muerto vive en la vida del resto de seres sobre los que su influencia sigue pesando.

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Porque, pese al funesto motivo argumental que organiza el breve hilo narrativo que sostiene el devenir del film, STILL WALKING supera su previsible condición de tragedia familiar para ir desvelando un hermosísimo discurso sobre el pasado, sobre los hechos vividos, tolerados como condicionante principal del futuro de quien los padece.

Así, el hermano pequeño, el hermano vivo, el hermano alejado deviene el elemento aglutinante de esa suma de vicisitudes no dichas, que el film, casi imperceptiblemente, se empeña en ir revelando. Ryota es el hijo no muerto, y, por lo tanto, quien sufrió el drama de la desaparición del hermano, quien se reveló ante un rol de primogénito que jamás hubiera debido asumir, quien no ha cumplido con las expectativas paternas, quien ha tenido que bregar con la carga simbólica del ausente y con las distorsiones que el paso del tiempo ha modelado sobre su desaparecida figura, quien, en definitiva, no es sino consecuencia fracasada de todo ese oleaje de condicionamientos no verbalizados, pero de invocación tan inflexible como certera.

Kore-Eda trasciende la mera condición de retrato ritualizado de familia en luto. El punto de vista del director no reparte culpas, ni hurga penas. Se limita a exhibir razones, o mejor dicho, a dejarlas intuir, a sombrearlas. El problema es que hay tantas como congregados. Ahí surge el conflicto. Nadie está dispuesto a ceder la fortaleza de la que obra en su poder.

Kore-Eda vuelve a dejar acreditada su portentosa capacidad de observación: el peso de los objetos (el retrato de la foto, los azulejos rotos del baño, el barco encallado en la playa), de los pequeños apuntes (el descubrimiento del bastón, la tardanza en encontrarse padre e hijo, el cuñado dormilón) y, de las mínimas acciones (la tempura de maíz, el agua fresca dejada caer con un cazo sobre la tumba) enriquecen, sugestionan, caldean la complejidad ambiental pulcramente susurrada.

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Ninguno de todos los convocados escapa al veredicto de esa impronunciada e incesante observación. No hay ninguno que se quede sin arista, sin inquietud comedida, sin oscura prudencia. Sólo hay uno al que Kore-Eda le da la oportunidad del desahogo irreprimido.

Dentro de un film en el que, dada la perfección en la que se instala desde el principio, se antoja imposible la tarea de destacar un solo aspecto, resultaría también injusto no hacer mención especial al personaje más fascinante en él vivido: el de la señora Kataoka, la madre.

Esa mujer pequeña que no reniega de su manifiesta, iterada venganza; un ser con la pena enterrada y viva, que no muestra rubor por la crueldad de su inclemencia, para con quien ella considera que la merece. El realizador esquina el visor de su cámara para atenderla en su confesión. El pudor, ante ese exabrupto de sinceridad. La frontalidad vetada. Kore-Eda sabe que no hay mejor punto de vista que el del respeto.

Por STILL WALKING pasa la vida y la complejidad de poder vivirla. La carcoma de lo acontecido. El pretérito conjugado como tiempo irreversible. Los seres humanos y la puntería de ese aprendizaje silente llamado pasado. No somos otra cosa más que él. Cicatrices de él. Por eso Ryota acaba refrescando el calor a su hermano con la ternura heredada de su madre.

No podía tener otro final esta obra maestra más que el de la gratitud por el conocimiento entregado.

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