Título original: Caníbal
Año: 2013
Duración: 116 min.
País: España
Director: Manuel Martín Cuenca
Guión: Manuel Martín Cuenca,Alejandro Hernández(Novela: Humberto Arenal)
Fotografía: Pau Esteve Birba
Reparto: Antonio de la Torre, Olimpia Melinte, María Alfonsa Rosso, Manuel Solo
Productora: Coproducción España-Rumanía-Rusia-Francia;La Loma Blanca/ Mod Producciones / CTB Film Company / Libra Film / Luminor
Nota: 9
Causa un secreto placer indescriptible contemplar la obra de un cineasta admirado, en la que éste logra dos objetivos siempre difíciles de aliar en su/nuestro beneficio: mantener el tesón por el riesgo y solventar éste de forma más que satisfactoria. Manuel Martín Cuenca depara esa confabulación de hallazgos de la mano de esta difícil, árida, compleja y gozosa CANIBAL. La tormentosa sensatez formalizada desde el sacrosanto “No cometerás actos impuros”, en la admirable LA MITAD DE OSCAR, da paso, aquí, a una sensatez atenazada, provinciana, urdida sin aspavientos, ni regueros, ni gritos, desde el menos bendecido “No comerás la carne que has matado”.
Hecha la frontal declaración de intenciones que es la elección del título, el autor de LA FLAQUEZA DEL BOLCHEVIQUE vuelve a imponer su implacable autocontrol escénico a una historia que esquiva en todo momento esa fácil debilidad orientativa que es el cumplimiento del camino previsto. La palabra elegida marca una ruta que tanto la radiografía del personaje central, como la concatenación de sucesos escenificados, como el posicionamiento tras la cámara calculado por el autor se encargan, cautelosamente, de contravenir.
CANIBAL se desobedece a palo lento, mimado y seco. De este desencuentro, de este gusto por el camino más largo, por el atajo equivocado a conciencia, emerge un film hondo, enjuto, tajante, que se esfuerza denodadamente por esconder el sudor represivo desde el que está impelido su derrotero. Sudor frío y proceloso, sudor goteado a tiralíneas, sudor ibérico penitente… La cinta no tiene hambre homicida ni ansía ensuciarse de rojo. En cambio, se toma todo el tiempo necesario que le hace falta pero macerarse en esa fresca putridez sanguínea que exhala un animal despellejado, recién abandonado a la fría soledad de una cámara frigorífica en la que su pesada muerte sin despedazar pende de un gancho carnicero.
Una impresionante escena de apertura deja las cosas meridianamente claras al espectador. La presentación del personaje central no puede ser más contundente ni la forma de esculpirlo en pantalla por parte del realizador más efectiva en su estudiadísima contención. El arranque de CANIBAL nos da de bruces con un tipo al que no le duelen muertes con tal de conseguir su ansiada presa femenina.
Un plano subjetivo desde el interior de un automóvil basta para que sepamos de su paciente y oculta alevosía nocturna. El movimiento de unos pies muertos y desnudos sobre una mesa de piedra de despiece carnicero basta, en cambio, para que comencemos a intuir que la voracidad por el alimento humano no va a ser el objetivo principal del film: el off visual, el veto a la mostración, la insoportable densidad del fuera de plano -y del sonido en el interior de ese margen- alertan de que el interés de la narración va a ser cercenar, no escrudiñar en el origen de la antropófaga cuestión.
Por lo tanto, no resulta en modo alguno baladí que la escena visualizada a continuación sea la de la ritual, meticulosa y sencilla preparación del bistec: CANIBAL no va a explicarnos otra cosa sino la dificultad, por parte del protagonista, de cocinar un plato posterior, no previsto en su menú particular, que no es carne homicidamente cruda, sino carne deseada, carne con mirada respondida, carne mortal de un ser inesperado: la carne frágil, nueva e incómoda del ser por el que el monstruo ha comenzado a sentir el escalpelo del amor.
El taciturno protocolo de Carlos, un reputado sastre de Granada que almacena filetes de carne humana en el congelador de su nevera, va verse alterado por la llegada de una joven rumana masajista, Alexandra, quien acaba de abrir su pequeño y dudoso despacho profesional en el piso de arriba del suyo. Carlos repara en ella. La relación entre los dos parece inminente, pues ella responde sin remilgos a la advertida curiosidad del vecino de abajo. Sin embargo, una espléndida elipsis temporal dispondrá la irrupción en el relato de Nina, la hermana gemela de una desparecida Alexandra. Carlos tratará de ayudarla y, también, de acercarse a ella.
CANIBAL, volvemos a insistir, torna a ser un ejemplo de los meditados e implacables modos de su autor. El film es un riguroso ejercicio formal, en el que, pese a lo que muchos puedan opinar, o, incluso, pese a lo que el film brinda en apariencia, la obsesiva e inquebrantable fijeza expositiva empleada apara atisbar los sucesos, las reacciones y los movimientos de los personajes dentro del plano tolera, en todo momento, un prisma ambiental (sociológico, si se quiere) que trasciende la austeridad de elementos convocados para definir el plano.
Muy pronto nos apercibimos de un detalle escénico que el realizador exprime sobremanera: el hecho de situar la sastrería del protagonista enfrente de su domicilio habitual. De esta forma, Martín Cuenca nos muestra en muchas ocasiones la imagen de éste vigilando, contemplando, atisbando lo que sucede fuera. La planificación es riquísima en reencuadres que, en modo alguno, resultan fruto de un capricho estético: el reencuadre exclama la cualidad enmascarada del personaje, el monstruo interpreta el papel de sastre, actúa brillantemente como un impecable profesional de la tijera y el ajuste a medida. Toda su habitualidad aparece sancionada con status de escenario: el reencuadre también es utilizado, por ejemplo, en la escena de la primera preparación del filete (la puerta de la cocina recorta la figura protagonista antes de que la carne sea dispuesta en la sartén asadora).
De hecho una sabia contraposición de formalizaciones, sutilísima y atractiva, define al personaje visualmente de forma aviesa y afilada: cuando el protagonista ataca, jamás aparece reencuadrado: está dando rienda suelta a su verdadera pulsión, la cámara deja de encorsetarlo, lo deja libre en su agazapamiento. Desde el soberbio plano subjetivo con el que se intuye en la primera escena, hasta el atroz primer plano en la oscuridad de la playa (genial secuencia, que está a la altura de la famosa de la de los hermanos perdidos enLA MITAD DE OSCAR), pasando por la ocultación durante los dos ataques en el coche, Martín Cuenca evita esa fijeza mostrativa cuando debe observar a su criatura lejos de su casa o de su sastrería. No deja de ser casual que aparezca sólo en contadas ocasiones (dos de ellas de índole eclesiástica) encuadrado en exteriores urbanos.
CANIBAL, además, permite una jugosa citación de referentes cinematográficos, a los que hace suyo sin forzar un ápice esa vindicación, sometiéndolas para el logro de una mirada nada condescendiente sobre la sociedad que retrata (la severidad de los clientes del sastre, el peso de la tradición procesional nazarí, los interiores de las casas -encalados, escasos de ornamento-, todas ellas decoradas sin atender a diseño contemporáneo alguno).
Así pues, tenemos que el juego de confusión/recuperación deseante que brinda la aparición de los dos personajes femeninos (perfecta en el arriesgado desdoblamiento Olimpia Melinte) evoca al VÉRTIGO, de Hitchcock, la apacible (y falsa) cotidianeidad burguesa, casi pueblerina (engendradora de bestias agazapadas bajo su litúrgica monotonía) dentro de la que se mueve el protagonista remite a la socarronería contemplativa de Claude Chabrol, las escenas de mutua observación, detrás de una ventana, entre Carlos (arrojadamente contenido, preciso, hondo y sepulcral Antonio de la Torre) y las dos hermanas recuerdan a TWO LOVERS, de James Gray y el ambiente provinciano, religiosos, cortés, represivo (las conversaciones con la vieja bordadora, lo reducido de escenarios exteriores transitados, la devoción católica) remite a las mejores películas del llamado realismo español de los cincuenta y sesenta (LA TÍA TULA, CALLE MAYOR, EL EXTRAÑO VIAJE, etc.)
Pese a su larga duración, pese a lo repetitivo de ciertas acciones, nada sobra en CANIBAL, pues la disposición de escenas va concatenando un sigiloso entramado de invocaciones dentro de ella: el jugoso paralelismo que depara la precisión para el corte de telas sobre las que están dibujadas las líneas del patrón y la disposición de los cuerpos antes de ser objeto de despiece a cuchillo adquiere un perturbador matiz corporal cuando es el cuerpo del sastre quien va a ser objeto de un masaje por parte de Nina. La desnudez de los cuerpos, tras la exhibición del primero, deviene en catarsis luctuosa.
El film es meticuloso como su protagonista. Martín Cuenca no deja lugar para hilo suelto alguno. Su desentendimiento de la posible trama policial resulta una elección acertadísima. CANIBAL procura para sí misma la extremada pulcritud dispensada por el sastre para con su peligrosa pasión homicida. Sin embargo, posee la brillantez de permitir que se entrevea algún rastro. Como la carnicera que lava todos sus utensilios tras la jornada laboral: quiera o no quiera, siempre se deja algún resto de carne entre las hendiduras infringidas al tablón o la piedra de los cortes al tajo. CANIBAL es un impagable ejercicio de cine bien afilado. Un opíparo festín de carpaccio cinematográfico.