Título original: Celda 211
Año: 2009
Duración: 110 min.
País: España
Director: Daniel Monzón
Guión: Daniel Monzón, Jorge Guerricaechevarría (Novela: Francisco Pérez Gandul)
Música: Roque Baños
Fotografía: Carles Gusi
Reparto: Luis Tosar, Alberto Ammann, Antonio Resines, Carlos Bardem, Marta Etura, Vicente Romero, Manuel Morón, Manolo Solo, Fernando Soto, Luis Zahera, Patxi Bisquert, Félix Cubero, Josean Bengoetxea, Juan Carlos Mangas, Jesús Carroza
Productora: La Fabrique de Films / Morena Films / Telecinco Cinema / Vaca Films
Nota: 7.8
De rabiosa actualidad por causa del éxito de crítica y público con el que ha sido acogida EL NIÑO, Daniel Monzón ya convenció magníficamente con su film anterior. CELDA 211 supuso la constatación de las formas expertas del realizador mallorquín. En 2009 decició extraer lo mejor de sí mismo para poder estar a la altura de un dificultoso desafío, al que además, tras amarrarlo con toda profesionalidad, no se limita a hacerlo fluir con ajustada solvencia, sino que se aventura a exprimir atormentándolo, presionándolo hasta sus más escalofriantes consecuencias: El autor de LA CAJA KOVAK ejecuta con vigor de herrero caucásico en fragua un extenuante relato, que, riguroso e indefectible, viene urdido de partida, en su guión, con la malévola precisión inexorable de un artefacto explosivo, cuyo mecanismo de interrupción estuviere escrito en arameo. La película jamás tolera el más mínimo atenuante al denuedo con el que va perfilando el milimétrico precipicio progresivo de su apuesta.
Como su título hace presagiar, el film adopta modos de drama carcelario. Lo es y tajantemente radical. Monzón mete su cámara en el infierno deshauciante de ese universo claustrofóbico, inhumano y hediondo que es una prisión con internos condenados a consumir tras las rejas el resto de sus execrables existencias. Sin embargo, CELDA 211 se eleva por encima del esperable detenimiento descriptivo para enhebrar un concienzudo relato de tenebroso cariz aventurero y verista acción cercada.
Un funcionario de prisiones, herido, es abandonado en una celda, cuando se inicia un cruento motín dentro del módulo que está visitando. Es el primer contacto con su nuevo trabajo. Tras tomar conciencia de su precaria, peligrosa situación, decide, como plan de supervivencia, a la espera de un posible escape, hacerse pasar por un presidiario que allí acaba de ser internado.
Así, pues, nos hallamos frente al clásico planteamiento de elemento protagónico superado por una situación sorpresiva, que deberá ir solucionando a base de agudo ingenio inminente. El clásico héroe a la fuerza de Fritz Lang empotrado contra un desquicio de dificilísima escapada: un corderito, de súbito, sin causalidad de por medio, se apercibe de que su ingenua mansedumbre se ha dado de bruces con el infierno mismo; como en la peor de sus pesadillas, tiene la indefensa certeza de que ha ido a parar a una jauría de lobos hambrientos que lo miran con las babas colgando. El corderito tratará de convencerles de que es lobo disfrazado de lechal y, sobre todo, habrá de improvisar afilados colmillos.
CELDA 211 nos narra la urgencia de esa vital mutación. El film se aferra a la tesitura de este pobre hombre para ir desplegando una narración marcada por el acuciamiento temporal, por el furioso desarrollo de todos los acontecimientos, por la efectivo retrato de todos los personajes, y, sobre todo, por la revelación de un ardid argumental genialmente imbricado: la presencia de unos presos etarras que los amotinados utilizarán en calidad de salvaguarda.
Monzón hace virtud de la urgencia. Por lo tanto de la calibrada puesta en escena y de la escrupulosa pertinencia de todos y cada uno de los más mínimos detalles que imbrica ésta. El realizador despliega un ejercicio de dirección brutalmente artesanal. De esos que se apresuran por una concienzuda eficacia. De los que hacen de la precisión, la necesidad y el laconismo únicos recursos de su económica retórica (la escena prólogo, a tal efecto, no puede ser más preclara: al film lo corroe su propia inexorabilidad de desangramiento por apertura de vena).
Por eso a la película le funcionan sus sucias entrañas con fácil ordenada nitidez de bailarina de juguete sobre pianito musical de cuerda. La estrechísima demarcación temporal sobre la que se va desarrollando la acción abunda en esa premura vital que ha de ir solucionando Juan Oliver, el desesperado protagonista. El punto de vista alertado y apremiante que éste posibilita hace que la escrutación del paisanaje humano que le sobreviene encima sea también expeditiva. La galería de desalmados no puede ser más devastadora. Monzón no escatima cercanía en la casi improvisada descripción que va emergiendo de cada uno de ellos. Ésta es realista, pero no maniquea. Su diversidad, la relación jerarquizada allí establecida y, sobre todo, la rudeza cómica de algunas de las réplicas y de la situaciones (la demanda de gambas) evitan ese riesgo simplificador.
Sin embargo, el veto a ese posible maniqueísmo viene impuesto por la impecable ramificación de la historia en cuatro líneas narrativas que hacen que aquella no se supedite al seguimiento incesante de la tesitura que lidera Oliver: a saber, la que atañe a las tácticas policiales al otro lado del módulo de amotinados (en ella advertimos que la villanía no es sólo cosa de enrejados: la incompetencia de la ley también engendra monstruos); la que se ciñe al personaje de la esposa de Oliver (quizás el único fallo del film); el elemento sorpresivo de un grupo de etarras, utilizado como baza central estructurante imprescindible; y, sobre todo, en la progresiva relación de amistad generada por la carambola de necesidades que aproximará a Juan y a esa criatura memorable que encarna un superlativo Luis Tosar: Malamadre, el sagaz líder de la jauría de deshauciados de por vida. Despiado Long John Silver de esta no muy remota versión penitenciaria de LA ISLA DEL TESORO, inteligente y determinado como un pirata malo, sabedor del abordaje definitivo, este personaje condensa en sí mismo la brutalidad mercenaria, vengativa, escéptica y aguda por la que se escora la cruda tensión herrumbrosa y enfermiza que respiran todos los planos.
Vigorosa, eficaz, colérica, creíble y flagelante, CELDA 211 deviene celuloide fiero, de ese que reclama impiedad para con la frágil textura del pescuezo de quien la está contemplando. De ese que exige petrificada, incierta complicidad de bazo apretado por punta de puñal con ganitas de corte al tajo. Ni crítico de cine, ni co-director de programas televisivos de información cinematográfica, ni guionista, Monzón ha sido domador antes que fraile. Con ningún otro bagaje podría haber saldado esta sobresaliente lección de valentía cinematográfica. Todos los leones de la jaula acaban acatando la limpia equidistancia circular de su aro.