Título original: Titane
Año: 2021
Duración: 108 min.
País: Francia
Dirección: Julia Ducournau
Guion: Julia Ducournau
Fotografía: Ruben Impens
Reparto: Vincent Lindon, Dominique Frot, Agathe Rousselle, Nathalie Boyer, Myriem Akeddiou,Théo Hellermann, Anaïs Fabre, Mehdi Rahim-Silvioli, Lamine Cissokho, Céline Carrère, Mara Cisse
Nota: 8.5
Comentario Crítico:
Caudalosa e infectada, fosca, pirómana y sacudidamente compasiva, TITANE es de esa clase de films que cumplen con su cauterizante voluntad de convertir las retinas del espectador en rastro, peste y humo de neumático recién derrapado sobre el asfalto de una autopista. La posibilidad de lo ileso se antoja proscrita. Más que espectadores, lo que exige su arrolladora inercia hacia el siniestro total son testigos de primera instancia, voluntarios para primeros auxilios con el pulso sin permiso para temblar.
Nos hallamos, desde el inicial de sus instantes, ante una obra consciente de lo peligroso de su frágil, polucionada naturaleza combustible. De ahí que lo primero que cabe admirar es la abrasiva solidez controladora con la que su realizadora le mima el voltaje, le asfixia la fiebre y le excava precipicio. Por éste rabia, reclama despeñarse. Solo ahí, en ese salto al vacío sin red y sin fondo, sabe hallar el suelo firme de la aturdiente satisfacción clamada por la suicida mecha creadora que ese abismo ha maquinado.
Por si acaso CRUDO no lo había dejado claro, TITANE viene a insistir en la osada terquedad quirúrgica con la que Julia Ducornau asimila su apropiación del género fantástico contemporáneo. La ganadora de la Palma de Oro de la última edición del Festival de Cannes vuelve a proponer una ficción en la que el cuerpo humano se sitúa como el magma, el barro, la sugerencia espacial dentro de la que apremiar el conflicto central del relato. Mucho antes que organismo dotado de autonomía, finitud y apariencia concreta, el cuerpo humano, en ambos films, aparece convertido en pulsión irracional sometida, acuciada a desbordamiento y, a la vez, o como consecuencia de ello, en diana encarnizada de la voracidad de esa irrupción, en calvario engendrador de un suplicio descocado, cuya lógica resulta imposible de ser acorralada.
Acordada esta premisa, no cabe más que concluir que Alexia, la devastadora y devastada protagonista del segundo largometraje de una realizadora que muestra ante la cámara una voracidad escenificadora virulentamente pareja al salvaje itinerario definido para aquella, corre con celeridad inusitada a convertirse en el paradigma perfecto de esa catalogación. El film no es sino la observación perpleja y agónica del reguero de brutales acomodos que la protagonista ha de ir haciendo al apetito criminal, sexual y superviviente que yace y golpea en su interior. Nos hallamos frente a un cuerpo femenino que se exhibe, que mata, que muta y que siente una vertiginosa atracción sexual automovilística. Un cuerpo, por tanto, dada esa consciente impiedad, condenado al exilio, a la huida, a la autosuficiencia perseguida del errante con rastro criminal.
El film arranca con unos primeros planos del motor goteante de un coche. El argumento, líquido, pegajoso e interrogativo, tal y como anuncia ese detalle de espacio interior preciso, sucio, perturbador, mucho antes que la ruta de un viaje, lo que persigue es la adhesiva observación del enigma que magulla (o creemos que magulla) el cráneo de la protagonista: un cerebro que, como queda revelado en la magistral escena de apertura, sabemos que es un órgano, desde su misma infancia, intervenido, restaurado, hecho inserto de metal.
A tal efecto, no deja de ser significativo que el plano final de la escena del coche salido de la carretera finalice sin mostrarnos el cuerpo accidentado y, a continuación, sin transición alguna, se nos muestre un plano muy explícito del cráneo en plena operación, que parece sincronizarse celadoramente con los señalados de la de la carrocería del auto. Esa dicotomía entre el veto a la frontalidad de la mostración y su inmediata irrupción del detalle escabroso se convierte en el estallido retórico privilegiado por la realizadora para merodear la andadura de la protagonista. Ella misma es la simbiosis de esta naturaleza disímil.
Alexia posee el cráneo tuneado. Es un ser semimetalizado medularmente, gobernado por un dispositivo, rescatado de un desguace total, una criatura de urgente naturaleza frankensteniana, que, pese a lo que pudiere parecer, se jacta de ese implante, lo convierte en irradiación de misterio y éxtasis. No lo oculta. Su cicatriz se convierte en seña de identidad. En esa afirmación ella fragua su secreta e irreprimible vocación homicida. Toda la mayúscula primera mitad de esta arisca e impactante fábula irreverente viene a ceñirse relatoramente a la ruta salvaje que Alexia emprende a convertir su existencia en un atolladero sin salida por llevar hasta las últimas consecuencias la obstinación de la que es motor generatriz y, al tiempo, cuerpo inmolado.
La solución narrativa a esa encrucijada irresoluble a la que llega la narración cuando acaece la huida definitiva de Alexia (una Agathe Rousselle sencillamente descomunal) adentra al relato en una dimensión inesperada. Este se detiene al hacer acomodo a un personaje masculino fascinante al que un inolvidable Vincent Lindon presta una descarnada, enfermiza e irracional sinceridad afectiva. TITANE da inicio a una sórdida y arrojada versión de MILLION DOLLAR BABY, la obra maestra de Clint Eastwood. Dos cuerpos sin relación genética alguna se ven abocados a engendrarla. La mutua necesidad de alivio convertida en útero desde el que improvisar ese lazo umbilical extravagante y cierto.
El difícil tránsito entre las dos distintas partes hace que el film muestre algún que otro lógico balbuceo. La realizadora sabe paliar este desajuste acorralando la inflamable tensión que resulta de la convivencia de los entresijos que arrastran los dos personajes con el mismo atrevimiento escenificador deparado a la observación del personaje hasta que decide saldar su inquietante relación paterno-filial. Resulta incuestionable el talento de Ducornau para escrutar, describir, ajusticiar con imágenes. En un film en el que el verbo no se esfuerza jamás por escapar a su mera condición de peaje expresivo, el encuadre escogido queda privilegiado como desesperado (y desesperante) cauce expresivo.
El torrente de concomitancias visuales (fuego pintado en el coche sobre el que Alexia ejecuta su performance, fuego utilizado en el garaje familiar, fuego irrumpido en el recuerdo, fuego en la simulación, fuego en la rutina de Vicent -no por casualidad su profesión es la de bombero-), insertos sorpresivos y significativos, detalles corpóreos cargados de transcendencia, reacciones exprimidas hasta el límite de su propio envés, osadías escenificadas desde el más convencido de los delirios, carnalidades violentadas, orificios sacudidos, furores apremiados analíticamente y demás desparrame visceral de recóndito aliento poético/mostruoso es sencillamente infinito. Infinito y sangrante. TITANE se coagula siempre sobre sí misma. Salpica la retina ajena con la animal ecuanimidad goteadora de una herida abierta a seca saña de zarpazo.