Título original: West Side Story
Dirección: Steven Spielberg
Guion: Tony Kushner.
Música: Leonard Bernstein
Fotografía: Janusz Kaminski
Reparto: Rachel Zegler, Ansel Elgort, David Alvarez, Ariana DeBose, Rita Moreno, Mike Faist, Josh Andrés Rivera, Corey Stoll, Brian d'Arcy James, Maddie Ziegler, Ana Isabelle, Reginald L. Barnes, Jamila Velazquez
Nota: 9
Comentario Crítico:
Un film de las características que significa al que motiva este comentario crítico, claro está, da pie a multitud de tipos de análisis. Multitud de tipos de análisis que, como los mandamientos de la Santa Madre Iglesia, se reducirían, sin embargo, solo a uno: el que resultaría de comparar rápidamente el film homónimo, realizado hace ahora seis décadas, con el que Spielberg estrenó el mes de diciembre pasado.
Ese, sin duda, sería el más urgente, el más pronto, el más socorrido, el asumido como más necesario; se diría incluso que el único posible, el que cabría tener preparado, el que habría empezado a escribirse desde el mismo momento en el que se dio a conocer la noticia de este proyecto. La crónica de un rastreo verificador anunciado.
Se trataría de jugar rápidamente a buscar concomitancias, a dilucidar divergencias, a, en definitiva, situar a uno, el reciente, frente al otro, la eminencia convertida en patrón, para establecer el listado de retoques, variaciones, novedades y descartes que el film de 2022 ha decidido interponer para diferenciarse del estrenado en 1962.
Sin embargo, esta lógica lid detectivesca, además de baladí, desencamina y menosprecia la cuestión principal que sobrevuela sobre la mente de cualquier aficionado al cine (sea devoto o no del cine clásico, sea admirador del autor de TIBURÓN o lo tenga encasillado como un mero Rey Midas del cine comercial) antes de entrar a verla.
Y decimos con total sosiego que es baladí por el mero y constatable hecho de que Spielberg no versiona al film protagonizado por Natalie Wood, sino al musical primigenio, dirigido y coreografiado por Jerome Robbins, fundamentado a su vez en ROMEO Y JULIETA, con música de, entre otros, Leonard Bernstein, y con las canciones de Stephen Sondheim.
Este mismo mes de enero se ha estrenado entre nosotros una soberbia versión del MACBETH de William Shakespaeare, firmada en solitario por Joel Coen, y casi con toda seguridad ningún análisis crítico efectuado sobre ella se ha articulado sobre la afirmación de que Coen se haya impuesto el reto de ejecutar una lectura sobre los films de Orson Welles o de Akira Kurosawa basados en el texto shakespeariano. Teniendo en cuenta, claro está, que el film de Robert Wise y Jerome Robbins, como no podía ser de otra forma, merodea a consciencia sobre, digámoslo ya, esta brillantísima revisitación, esta evidencia zanja la aburrida cuestión contrastativa que se pudiere esgrimir para ningunear el colosal esfuerzo exhibido por el creador de la saga Indiana Jones.
Es precisamente el magno y gozante caudal de energía creativa que se juega Spielberg en cada uno de los segundos que transcurren en su obra la respuesta a esa cuestión antes mencionada y que, por lo menos para quien esto escribe, una vez disfrutada esta, deviene en el interrogante principal que plantea este WEST SIDE STORY de 2021. ¿Por qué Steven Spielberg a estas alturas de su trayectoria y a estas alturas de la historia del Séptimo Arte ha hecho esto? ¿Qué necesidad tenía él de inmiscuirse en esta revisitación de un clásico indiscutible, de una proeza única, de una catedral audiovisual tan colectivamente asumida como tal, que llevó a su género hasta un linaje acaso ya nunca más heredado por nadie?
Insistimos, una vez vista, la respuesta la depara el film. Celérica y emocionadamente. La ha hecho para disfrutar de su oficio de cineasta, para concederse el regalo de Reyes Magos que ha estado esperando toda su vida, para ir a por el cum laude que todo estudiante lucha para coronar su historial académico. WEST SIDE STORY está respirada de energía experta y energía devota a una profesión, a un lenguaje artístico, a un ilusionador artefacto de entretenimiento ensoñativo.
En tiempos en los que la constatación de que el cine clásico ya no es más que el balbuceo de una sacra homilía resguardada a modo de incunable, Spielberg procede a la desesperada, sí, con vocación casi suicida, también (de hecho el tremendo fracaso de taquilla en USA vale como triste, tajante refrendador de este temor), pero proclamando un hipnótico brío deleitador a rescatar esa liturgia con la ilusión de unos niños que tuvieren la oportunidad de entrar en un parque en el que ahora mismo estuvieran paseando su milenaria longevidad unos dinosaurios.
El mensaje intrínsicamente afligido podría decirse que es el acta jurásica que parece firmarle al tipo de cine del que es deudor, aprendiz y maestro: el clasicismo, ya, únicamente como reducto vivo dentro de parque temático, como pieza paleontológica reaparecida, expuesta ante el desprecio de un público que ya no cree en este tipo de prodigios. El júbilo, en cambio, lo causa ser partícipes de tan improbable quimera. Spielberg convoca el milagro de Lázaro.
El film rezuma, por un lado, el éxtasis de ese reencuentro de lo extinto con el fluido sanguíneo renovado de un vigor mitológico en los tiempos más álgidos de su pujanza; por otro, la satisfacción del Dr. Frankenstein que le ha dado la vida de nuevo sabiendo que no lo ha convertido en un monstruo. Esta criatura no ha vuelto a caminar para provocar sin querer la muerte de una niña, sino para ayudarla a hacer un bello ramo de flores silvestres. El film nos coge de la mano y nos interna en un bosque encantado con la fiel jovialidad protectora de quien se sabe bien el oficio de mantener a buen recaudo.
Podríamos hablar de la minuciosa puesta al día orquestada, de la osada y pertinente postura remedadora que supone la inatajable decisión de respetar el origen multilingüe de los personajes sin maquillar rostros, acentos y lenguajes verbales, de ese aliento más arraigadamente social impuesto al conflicto narrado, que ya anuncia el mismo arranque del film al ser situado en un espacio en demolición, del memorable y emotivo cambio de roles fraguado para que luzca inolvidable la mítica Rita Moreno en un rol absolutamente medular, del en todo momento sensible, respetuoso y reconstituyente afán relector con el que está calculada una descomunal puesta en escena, del veterano flagelo latidor con el que está cuajado el portentoso ritmo…
Podríamos enunciar tantos y tantos hallazgos, mimos y permutas, pero nos quedaremos con la ilusión de quien la ha posibilitado. Este WEST SIDE STORY cautiva porque parece que el espectador Spielberg estuviere a nuestro lado en la butaca. Viéndola sabemos que E.T. llegó en su casa.