Título original: Annette
Dirección: Leos Carax
Guion: Ron Mael, Russell Mael
Música: Ron Mael, Russell Mael, Sparks
Fotografía: Caroline Champetier
Reparto: Adam Driver, Marion Cotillard, Simon Helberg, Dominique Dauwe, Kait Tenison, Latoya Rafaela, Rebecca Dyson-Smith, Natalia Lafourcade, Timur Gabriel, Kevin Van Doorslaer, Devyn McDowell, Ornella Perl, Christian Skibinski
Nota: 9
Comentario Crítico:
La verdad es que no ha sido destacado como debiere, pero en una temporada tan problemática como la que acaba de concluir, causa no poco asombro que un género a todas luces ya descartado por la contemporaneidad cinematográfica, en tanto que corpus de práctica regular, como es el género musical, este haya sido capaz de afirmarse redescubierto gracias a la concomitancia de dos magistrales estruendos creativos.
Tan disímiles entre sí como lo son sus respectivos creadores, WEST SIDE STORY, de Steven Spielberg, y ANNETTE, de Leo Carax, han venido a proclamar el universo fílmico musical como referente anacrónico capaz, pese a su casi total defunción (solo perdura con cierta regularidad gracias a su apropiación por parte de la industria del cine de animación), de ser emplazado como territorio idílico desde el que ejercitar libérrimamente sus respectivas idiosincrasias fílmicas.
Es curioso. Las coincidencias no acaban ahí. Ni uno ni otro habían hecho jamás una incursión en ese terreno. Pero ambos habían dejado muestra rodada de su querencia por él en algún momento muy concreto de su filmografía. En el arranque de INDIANA JONES Y EL TEMPLO MALDITO, el primero realizaba un curioso homenaje al mítico coreógrafo Busby Berkeley. Se trataba de un número musical orquestado sobre el clásico “Anything Goes” de Cole Porter. Por su parte, el galo conmocionaba a toda la platea que acudió a ver HOLY MOTORS con la sepulcral secuencia protagonizada por una Kylie Minogue que evocaba el fantasma de Jean Seberg, mientras entonaba “Who Were We?”.
La curiosidad se extiende hasta ahora mismo, puesto que, analizadas ahora, las dos secuencias podrían postularse como verdadero germen anticipativo del esplendor exhibido ahora. En ambas quedan expuestas las lógicas diferencias escénicas habidas entre dos cineastas tan antitéticos como el creador de TIBURÓN y el de LOS AMANTES DEL PONT-NEUF.
Mientras el norteamericano acomete la tarea de proponer una nueva lectura del legendario musical de Bernstein, Sondheim y Robbins, sobre el que Robert Wise ejecutó la famosa obra maestra cienmatográfica, encabezada en el reparto por Natalie Wood en el año 1962, como una oportunidad de reivindicar el clasicismo hollywoodiense en su esplendor hoy en día, el francés, como no podía ser de otra forma, no hace sino vampirizar el género para someterlo por entero al dictado de una de las retóricas más díscolas de toda la contemporaneidad. ANNETTE es sediciosa de principio a fin, porque Carax o hostiga o no es. En sus manos, la tradición representada en su país, entre otros muchos, por Jaques Demy queda supeditada a la voluntad, irritadora, extenuante, de un creador que ha hecho del asedio y lanza sobre las expectativas del espectador condición innegociable de su experiencia realizadora.
ANNETTE, pese a que pudiere parecer a primera vista una obra más circunscrita, menos compleja, más asimilable que el resto de su filmografía, sobre todo si la comparamos con el oscuro barroquismo prestidigitador que gobernaba a la memorablemente rebelde HOLY MOTORS, no renuncia jamás a reclamarse como artilugio maquinado por la conspiración de arrebatos adscribible de modo genuino a su fabricador. Como en aquella, la secuencia de apertura ya se apresura a servir de muy significativa declaración de principios: de soberbia advertencia desestabilizadora sobre la que patentizar la vocación autorreflexiva que Carax inocula a cada uno de sus planos.
En lo que pudiera ser un nexo de unión con respecto a MEMORIA, la última obra de Apichatpong Weerasethakul, ANNETTE se abre con la búsqueda de un sonido. Primero una voz sin rostro nos apercibe a los espectadores de que no debemos ni respirar mientras dure la función. A continuación, sobre la imagen nocturna de un edificio emplazado en una avenida con mucho tráfico, emerge sobreimpresionada sobre él, gigantesca, la imagen de la típica línea de sonido angulosa de una grabadora o de un reproductor en funcionamiento.
Entonces la cámara nos lleva al interior de lo que enseguida vemos que es un estudio de grabación. Aparece el propio Leos Carax a los mandos de la mesa de control, aguardando a que el grupo que hay en la sala de grabación se prepare para tocar. El sonido que acompaña a las imágenes es el del afinamiento de los instrumentos. Hay una niña al fondo. Es Nastya, la hija real de Carax, fruto de su relación con la actriz Yekaterina Golubeval, quien falleció, se cree que suicidándose, en 2011. El realizador la llama para que se sitúe junto a él.
A partir de este reclamo. Carax da la orden (“May we start?”) de que empiecen a tocar los músicos que la están esperando. Se trata del dúo Sparks. Russel Mael comienza a entonar las primeras letras de un tema. Es precisamente uno titulado “May we start?”. La sorpresa irrumpe cuando de pronto vemos como Russell y Ron Mael tiran los cascos al suelo, se levantan, continúan cantando el tema, salen del estudio, la cámara les sigue de frente hasta que ambos se detienen un instante para que, comandándolo, se unan al grupo que han formado ellos y las chicas del coro nada más y nada menos que Adam Driver y Marion Cotillard, los protagonistas del film, que, por supuesto, también comienzan a cantar y salen a la calle sin dejar de hacerlo. Todo en un único y celebrativo plano secuencia que no acabará hasta que los dos actores dejen el grupo para comenzar a interpretar sus respectivos roles en la ficción creada para dar cuerpo a la historia que va a ser narrada.
Torrencial catarsis metacinematográfica a modo de obertura musical cargada de claves premonitorias, esta arrolladora ceremonia de apertura da la pauta de lo que vamos a ver a continuación. Evidentemente, lo primero, darnos de bruces con la elección genérica convocada por el autor: su film va a ser un musical. La preeminencia de Driver y Cotillard unidos de la mano (y finalmente separados) en todo ese paseo hacia su nacimiento como personajes anuncia que el desarrollo argumental va a situar a su relación como eje vertebrador omnipresente. Y, por último, la aparición de Nastya junto a su padre. Esta prefigura el tono de fábula no infantil que impregnará a todo el relato y también el designio como padre del personaje interpretado por Driver, que también habrá de vérselas con su hija en uno de los momentos más álgidos de la narración.
Con todo, esta inclusión de la pequeña Nastya refrenda con enmascarada sutilidad uno de los aspectos más importantes del film: el emplazamiento dentro del film de la figura del espectador. La niña contempla el trabajo que está haciendo su padre, que a su vez observa la preparación de los músicos. ANETTE permanece en todo momento atisbada por esta mirada que observa la obra, el show, la testificación de otro.
No es baladí que los dos protagonistas sean profesionales del espectáculo. Uno, showman de un monólogo cómico; la otra, cantante de ópera. Ni tampoco que el avance de los acontecimientos o la información concerniente a las distintas etapas por la que pasa la pareja (confirmación del romance, boda, embarazo, etc.) sea emplazada mediante un noticiero televisivo. Estos insertos proponen un curioso desplazamiento recompositivo: el espectador del film ocupa el lugar del espectador de la ficción que está viendo ese programa de cotilleo y nunca es visto.
Carax parece estar proponiendo una llamada de atención a la contaminación de la mirada espectadora contemporánea: esa que ha asumido el castigo de verse abocada a una polución audiovisual que la obliga a inmiscuirse en espectáculos de miserable calibre sin solución de continuidad, sin demandarlo, siendo violentada pese a sus precauciones. La no mostración del público televisivo reflexiona sobre ese anonimato hogareño como cómplice de esta ceremonia.
Son constantes los planos (más los concernientes a él: la narración le hará un seguimiento adhesivo al personaje masculino; es quien va a verse sacudido por una metamorfosis psicológica mayor; quien va a recibir el juicio más severo por parte de sus admiradores; quien desvíe la fábula hacia su tupida, teatralizante oscuridad) en los que aparecen las reacciones del público que asiste a los respectivos recintos: la naturaleza de espectáculo teatral musical desde la que está concebida ANETTE condiciona la conciencia desestabilizadora que intriga toda la opulenta, lóbrega, artificiosa y magnética puesta en escena.
Puesta en escena que, pese a esa apariencia grandilocuente, hallará en un pequeño hallazgo inesperado y provocador la quintaesencia de su plástica naturaleza títere, de su lúdica inmanencia de juguete pérfido. Ya, desde su mismo alumbramiento, el espectador se ve hostigado por la apariencia con la que Annette invade la narración. Carax decide no otorgarle una apariencia humana. Prefiere en su lugar gestar el asombro de convertirla en una pequeña criatura de madera. Annette se presenta ante nosotros como un bebé marioneta.
Se nos remite por tanto a una pureza del espectáculo de guiñoles que va a verse violentada por la deriva del personaje, toda vez que su padre decide para ella un futuro que la pequeña acatará sin remisión. El candor leñoso, la textura carpintera inherente a esa naturaleza titiritera preconizan esa idea de ser humano sin libertad de movimiento, con sus pasos movidos por hilos ajenos y anuladores de la propia voluntad. Desde esa inocencia mancillada acaso Carax esté haciendo señales de alerta sobre esa explotación inherente al concepto de gran espectáculo mediático contra el que ha sucumbido toda noción de entretenimiento.
ANNETTE, en sí misma, es todo lo contrario. La inmisericorde resolución final cabe asimilarla como utópica soflama de una justicia, acaso imposible, pero que es proclamada. De la misma forma que Tarantino en MALDITOS BASTARDOS y en ERASE UNA VEZ EN HOLLYWOOD reescribía la Historia de la mano de esa facultad del cine para conjeturar ficciones posibles, Carax aquí aboga por el Séptimo Arte como desesperada posibilidad mediante la que ganarle la batalla a la franquicia de la mirada global y a sus sumos proclamadores.
En tanto que dispositivo enhebrado de sonidos cerebrales, música de ópera rock, soliloquios teatrales, ópera, referencias televisivas, apuntes literarios de terror, marionetas, constantes invocaciones al cine músical clásico y al musical teatral contemporáneo, ANNETTE no es sino el alegato visionario de un creador que le pide a su propia hija que apunte en un cuaderno las impresiones de su propia esperanza en la manipulación de la confluencia.