HELE SA HIWAGANG HAPIS (A Lullaby to the Sorrowfull Mistery), de Lav Díaz
Nota: 8
El filipino Lav Díaz pertenece a esa estirpe de cineastas que entienden su oficio, ante todo, como un pétreo pacto con el imperativo de su propio protocolo generatriz. Nada de condescendencias a la galería, a la industria imperante, al gusto generalizado, en definitiva al Séptimo Arte concebido como material organizado según el dictamen de esa cada vez más raquítica idea de “lo comercial”. El asiático, famoso sobre todo por la larga duración del metraje de todos sus proyectos, lleva desde el año 2000 esculpiendo una trayectoria de impecable coherencia singular, desde la que ha sido capaz de articular un fustigante discurso autoral, una admirable urdimbre de sinuosas miradas, empeñadas en potenciar fértilmente el áspero vacío que genera la escisión inherente al salto entre plano y plano.
HELE SA HIWAGANG HAPIS, por fortuna, no se descabalga ni un ápice de los parámetros que componen esa furia desmarcativa. Durante más de ocho horas de proyección, Díaz nos propone su particular ajuste de cuentas con algunos de los hechos históricos que derivaron finalmente con la emancipación de la nación Filipina del imperio español, en concreto algunos de los que acaecieron tras el fusilamiento de uno de los más preclaros líderes de ese proceso de independencia, Andrés Bonifacio y de Castro, fundador de la fundamental secta secreta revolucionaria Katipunan.
Sin embargo, claro está, pese a la apariencia que se deduce de esta mínima sinopsis, sabiendo que de por medio se halla el afán inapelablemente desconcertador de Díaz, quede advertido quien piense en HELE SA HIWAGANG HAPIS como en un ejemplo de cine historicista al uso: la última obra del autor de NORTE, THE END OF THE STORY empela el dato histórico como mera excusa desde la que emplazar la única verdad de su postulación: la escrutación abismal del movimiento del personaje encuadrado en el plano. Los hechos pretéritos no se dan cita en la imagen en tanto que recreación aclarativa de un acontecer bien documentado, sino que se convocan para ser dinamitados en su esencia de irrefutabilidad, en tanto que se convierten en material apropiado por la voluntad artística que los tiene entre sus manos, esto es la de Lav Díaz, un avieso obsesivo con lo que toda construcción de la imagen tiene de fuga y, a la vez, de fértil estancamiento significativo.
Las ocho horas del metraje son empleadas para, en teoría, dividir la trama general en varias líneas, cada una de ellas empujada por un grupo de personajes distintos, pero que comparten un mismo nexo común: su relación con el líder citado y el deseo de encontrar su cadáver, envueltos en el medio de un convulso tiempo histórico revolucionario, sangriento y fraticida, en el que la pugna homicida se dirime incluso entre los propios bandos independentistas. Poco a poco el relato va depurando su afán. Tras un arranque acaso excesivamente prolijo en cuanto a número de personajes requeridos y referidos, la fijación observativa de Díaz se reduce a las andanzas, dentro del bosque en el que presuntamente está enterrado el líder fusilado, por un lado, de un grupo de tres mujeres y un hombre entre los que se encuentra la viuda de éste, y, por otro, de uno de sus enemigos, que, malherido, huye hacia el bosque buscando su propia salvaguarda ayudado por un amigo suyo y el hombre que los conduce en su barca. Hay que recalcarlo: las cuatro últimas horas de la película son soberbias.
Al igual que sucede en este tipo de cineastas de tan personal trabajo pergeñador de su genuino anhelo expositivo, como cabe deducir después de observar la nula importancia dada al afán histórico en tanto que dato incuestionable, en Díaz, mucho más que el contenido, el sustrato narrativo, lo que interesa es el dispositivo formal dirimido para tratar de consensuar el material escrito entre manos con el objetivo subjetivamente ajusticiador y agrestemente mostrador con el que arriba impelida la voluntad de aquel.
Mediante una espléndida fotografía en blanco y negro, hábil y justificadamente utilizada con el fin de hurgar en el lado más inaprehensible, desconcertador y fantasmagórico tanto de acontecimientos vistos, como de personajes perseguidos, el realizador filipino se muestra inflexible en la fijeza expositiva privilegiada. El uso del plano de conjunto, emplazado sin apenas movimientos de eje, aboliendo la más mínima presencia del subrayado (abolición de cualquier primer plano o plano de detalle), se antoja como principal recurso mediante el que acometer la tarea de visionar a los personajes. De que estos se muevan dentro de él, o de que den rienda suelta a su progresiva enajenación inmersos en un universo abigarrado de temores, imposiciones ancestrales y sustratos no palpables tan sesgados y cercenantes como los del sable enemigo. La larga duración de los mismos confiere densidad, despojamiento y afán trascendetalizador.
Y, sobre todo, se reclama la pureza primigenia del lenguaje cinematográfico cultivada por los pioneros del cine mudo. No resulta baladí la inclusión de una secuencia en la que uno de los personajes, un mandatario español, invita a un grupo de personajes a una sesión de cine, recalcando que él estuvo en la primera proyección de los hermanos Lumiere. Díaz reclama para el itinerario de sus personajes el modo escénico que tenían los directores en la época en la que están sucediendo los hechos por él abordados. Gracias a la inmanencia de esta asombrosa opción formal, el periplo final de todos ellos queda fustigantemente abocado a condenarlos en todo su angustioso vacío, en toda su drástica desilusión, en toda su consciente nimiedad.