SEASON OF THE DEVIL, de Lav Diaz
Nota: 8.5
Lav Diaz o la tenacidad en el empeño de persistir. No vale otro dilema. El reputado cineasta filipino sigue inasequible a una de las voluntades más alienadas con el desmarque y la búsqueda de un instinto intransferible que posee el panorama del cine contemporáneo. Digamos que la media tinta no cuadra ni en su protocolo de actuación ni en la poética desde la que modula todos y cada uno de las etapas que van conformando su personalísimo trayecto. SEASON OF DEVIL, para quien pudiere estar aguardando un principio de estancamiento tras saborear los laureles del máximo galardón de la pasada edición del Festival de Cine de Venecia con THE WOMAN WHO LEFT, nos depara la sorpresa de escalón subido, es decir, nos sitúa frente a una experiencia cinematográfica dentro de la cual el autor de A LULLABY TO THE SORRROWFUL MYSTERY se depara un asombroso alumbramiento de novedades retóricas que no menguan un ápice su consabida facultad para la fuga absorta de los niveles de acatamiento relator dispuestos.
En SEASON OF DEVIL nos citamos con un Diaz más frontalmente militantes y denunciativos. La trama de la película nos sitúa en la Filipina de los años 70. La cruenta fábula contada traslada su marco espacial a una pequeña villa, sita en el corazón de la jungla filipina. Hasta ella, desoyendo las advertencias de su marido acerca del serio peligro que corre su integridad física, dado el clima de despotismo militar instalado en la zona, llega Lorena, una valerosa y joven doctora, que abre una clínica allí con la finalidad de atender a los muchos desfavorecidos que sufren las consecuencia de los desacatos del poder dictatorial establecido. A partir de este hecho, se irán desencadenando una suerte de acontecimientos que obligarán a Hugo, el esposo poeta y activista político de Lorena, a tomar la decisión de trasladarse hasta el pueblo en el que su esposa ha desaparecido sin dejar rastro.
Como ha quedado advertido, más que la forma en la que Diaz nos tiene acostumbrados a trascender la mera ilación narrativa de acontecimientos, es decir, a dinamitar extensiva, impasible y depuradamente, el engranaje del relato cinematográfico clásico, proponiendo una primacía del plano fijo que reclama para hoy la capacidad expresiva de la gramática de los pioneros del cine mudo, lo medular en SEASON OF DEVIL es encajar (no vamos a engañarnos, el cine de Diaz exige una asimilación que dista mucho de ser hacedera, factible) con no poco esfuerzo el cúmulo de recursos retóricos novedosas que esgrime desde el mismísimo arranque. Entre ellos, claro está, el más osado, el de mixturar, dentro de ese engranaje formal vindicador de la gramática propia de los albores del arte cinematográfico, su característico proceder con el género musical. SEASON OF DEVIL está planteada como un musical sin música de fondo, como una urdimbre de escenas concebidas como pequeños cuadros escénicos dentro de los cuales los actores vertebran el único movimiento posible, dentro de las cuales alguno de ellos (o varios), de súbito, entona una canción.
Diaz subraya asombrosamente esa regresión formal hacia los tiempos remotos, imponiéndola como depurada retórica presente. El efecto logrado exuda esa búsqueda casi arqueológica de una pureza expresiva que, hoy, resulta revolucionaria. Los cantos, de composiciones muy ingenuas e iteradas al modo de la tradición oral, interpretadas casi siempre con tono de lamento añoso, de queja estancada, de exhortación lírica significante, vienen a aliarse muy armónicamente con esa especie de hurgamiento en la memoria colectiva violentada que Diaz trata de poner en el primer plano de su discurso, claro está, sin caer en ninguno de los lugares comunes del cine político al uso. Como siempre, Díaz férreo en su dificultad, inagotable en su disposición, ilimitado en su lucidez.
PIG, de Mani Haghighi
Nota: 0
Deleznable comedieta iraní la que ha degenerado Mani Haghighi. El director iraní demuestra no conocer la primera regla del buen funcionamiento de una obra perteneciente a ese difícil género: el cálculo, la mesura, el control de las situaciones en todo momento, fundamentalmente, en los que se trata de construir un gag fundamental o atinar con una réplica cargada de brillantez. En PIG, desde el arranque mismo, atisbamos que a Haghighi no lo alumbra la estrella de Billy Wilder precisamente, por cuanto se le intuye una flagrante tendencia a la brusquedad, la reiteración y el histerismo. Cuando el planteamiento del núcleo narrativo del producto ha quedado claro, las peores expectativas se confirman. Haghighi es a Billy Wilder lo que, en patinaje artístico, Terelu Campos es a Javier Fernández.
El film parte de ese reconocible corpus de comedias que parte de la presentación de un personaje central acribillado de contrariedades, sobrepasado de urgencias, a quien el universo de su existencia parece desmoronarse por entero sin que parezca que pueda hallar solución alguna para solventar esa situación. En esta (horrenda) ocasión, el protagonista acuchillado por el presente inmediato es Hasan Kasmai, un director caído por desgracia, que figura en una lista de malditos, a quienes está vetado el ejercicio de su profesión, que entra en un proceso de frenesí de sinrazones, celos y desconfianzas con respecto a la actriz principal de sus films, su esposa y su hija. De fondo, los cimientos cinematográficos se tambalean cuando se están sucediendo una serie de asesinatos en los que las víctimas son colegas de profesión. Esto tampoco le hace gracia, pues piensa que, si no le han matado a él es porque es malo.
PIG hace recordar siempre a los peores momentos de las comedias españolas e italianas más casposas y predecibles. Pese a una apariencia formal presuntamente moderna a fuerza de imponer una puesta en escena de forzado cromatismo y aparatosa excentricidad de vestuario, sobre todo en los personajes masculinos, el film no se sacude nunca su pátina de vetusta comicidad chuscoide, irritante, plana, banal y nula. La confusión entre agilidad en el ritmo e histerismo derrapado salpica tanto a la planificación, al encadenamiento de escenas prestadas por el (burdo) guión, como a la interpretación de los actores, sobre todo, al protagonista. En definitiva, un perfecto manual de cómo hacer salir a los espectadores de la sala corriendo a demandar a la productora por daños mentales y perjuicios en el sistema nervioso.