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Título original: Tomboy

Año: 2011

Duración: 82 min.

País: Francia

Director: Céline Sciamma

Guión: Céline Sciamma

Música: Para One

Fotografía: Crystel Fournier

Reparto: Zoé Héran, Malonn Lévana, Jeanne Disson, Sophie Cattani, Mathieu Demy, Cheyenne Lainé

Productora: Hold Up Films / Arte France Cinéma

Nota: 8

El segundo largometraje de la realizadora gala Céline Sciamma vuelve a transitar por territorios temáticos muy cercanos a los que se abordó en NAISSANCE DES PIEUVRES, su debut en el año 2007. La identidad sexual, asumida como indecisión laberíntica, como preludio de conocimiento íntimo, como páramo humedecido de lodos chapoteados oscurecida y tentadoramente. 

En aquel, tres integrantes de un equipo de natación sincronizada de quince años protagonizaban una historia en la que los deseos mutuos entre sí eran esgrimidos con expuesto conocimiento de causa. TOMBOY, por el contrario, acecha el comportamiento de una niña tres o cuatro años menor y, por lo tanto, sustancialmente distinta. La pequeña protagonista de este nuevo acercamiento al territorio de la ocultación de pulsiones instintivas convoca muchos más interrogantes que las nadadoras, pues su caracterización, en sí misma, está frontalmente pincelada de sinuosas, delicadas indefiniciones.

TOMBOY (“marimacho” en inglés) nos presenta a una preadolescente que, por causa del trabajo de su padre,  acaba de llegar, junto a toda su familia –los padres y una hermana de seis años, Jeanne-, a una nueva población. Es verano. Faltan pocas fechas para que dé inicio el curso escolar. La madre de la protagonista está en avanzado estado de gestación del tercer hijo. El núcleo familiar que se nos es presentado dista bien poco de ser idílico.

El acontecimiento que va a desencadenar los hechos narrados en el film será el encuentro de Laure con una vecina de su barrio llamada Lisa. Dada la andrógina apariencia de Laure, Lisa le confunde con un chico. Laure, en lugar de sacarla de su error, decide en el mismo instante de la confusión continuar con ella diciendo que se llama Mickäel. La película narra los continuos esfuerzos de Laure por intentar que su impostura no se descubra, aunque para ello tenga que arriesgarse no poner coto al pronto, sincero afecto que Lisa experimenta por el/ella.

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La película es un prodigio de falsa sencillez expositiva. La claridad de la superficie del relato es más aparente que buscada. La realizadora impone algunas decisiones escénicas gracias a las cuales la propuesta no derrapa nunca por el terreno de la estridencia, de la anomalía o de la inverosimilitud.

La primera de todas ellas la de no intentar en ningún momento  agobiar al personaje central tratando de interrogarle,  escrutarlo morbosamente,  condenarlo a la excentricidad o explicitar las causas del porqué de la decisión de continuar tan severamente con la farsa de agazapar su verdadera identidad. 

Sciama, como no podía ser de otra forma, no cesa de merodearlo, de acompañarlo –Laure es un personaje omnipresente- pero, en lugar de para exponer claves que faciliten su comprensión, lo hace para procurar al espectador el análisis de las consecuencias posteriores al inicio del juego que, en principio, solo sabe Laure. Las imágenes exponen, el espectador analiza, saca consecuencias sin que aquellas impongan tendenciosidad o emitan juicio alguno. La persistente coherencia en ese empeño hace que determinar conclusiones no resulte tarea fácil. Acaso ni necesaria.

El hecho de que la protagonista sea nueva en su entorno permite, por un lado, que no tenga ningún personaje que le sirva de confesor y, por otro, que no le sea difícil salvaguardar su identidad, pues nadie la conoce en ese lugar. De ahí que, una vez planteado el asunto central, lo que pasme es la imperturbable desenvoltura con la que la niña acomete su insólito propósito. A tal efecto cabe destacar la perfecta imbricación en la historia del personaje de la hermana pequeña (una maravillosa Malonn Lévana) aportando una imprevista complicidad que abunda en la frescura y la capacidad sugestiva de todo el ejercicio.

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Otro de los aciertos del film es el tono palpablemente naturalista y aviesamente sensorial que impone la directora a toda la captación de los aconteceres que habrá de ir solventando Laure/Mickäel. En ese sentido, cabe destacar lo bien aprovechada que está la circunstancia estival y vacacional dentro de la que están enmarcados los hechos. Los juegos de los chavales del barrio, las escenas acuáticas y de lucha de botellas de agua, el solaz de las tardes dedicadas a jugar en el bosque actúan como paraje simbólico del inesperado paréntesis que la niña se dispone para su existencia. El recuerdo de la imprescindible LOS JUNCOS SALVAJES, de André Techiné, emerge con diáfana pertinencia.

Y, finalmente, no queda más que destacar la inmejorable labor de casting que TOMBOY esgrime como factor esencial. La elección de Zoé Héran no puede ser más que calificada de excelente. La joven intérprete echa sobre su asombrosa androgínica fisicidad toda la responsabilidad de la credibilidad del film. El cuerpo de la actriz y la impecable soltura de ésta para mostrarlo (símplemente memorable la escena del baño de las dos hermanas) se tornan concreción física ideal desde la que  se estimula el sustrato simbólico que sabe tolerar el film.  Su labor es perfecta en todos los sentidos, pues no escatima esfuerzo, riesgo y tensión a un personaje que bebe del misterio  que ella sabe regalarle. Impenetrable, segura, distante y espontáneamente esquiva, la actriz inunda de luminosa incertidumbre un film tan firme, honesto, limpio y subyugador como ella.

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