UTOYA, 22 JULY, de Erik Poppe

Nota: 7

Con UTOYA, 22 JULY el realizador noruego Eric Poppe sale más que airoso de ese dificultoso brete que es el de perfilar un producto partiendo de una decisión formal radicalísima, llevándola hasta sus últimas (y complicadas) consecuencias, mediante la cual tratar de aportar un punto de vista novedoso al del género dentro del cual se inscribe. En esta ocasión, el de las reconstrucciones fidedignas de un acontecimiento real. El artefacto cinematográfico, puesto al servicio de la disección analítica, de la investigación histórica o de la interpretación simulada de aquel. Con una pertenencia que le brinda la duración real del terrible acontecimiento llamado a ser recreado, Poppe se enfrasca en la osada singladura de orquestar todo su dispositivo escénico en torno a un único plano secuencia.

Tal y como su nombre indica, el acaecimiento sometido al juicio de ese empeño es el trágico atentado de Utoya, una pequeña isla situada a una hora escasa de Oslo. Allí, el 22 de Julio de 2011, tras cometer un atentado explosivo en el centro de la capital noruega, fuertemente armado con una pistola y un rifle, llegó disfrazado de policía Andres Behring Breivik, un militante de extrema derecha de 32 años. En la isla se hallaban un numeroso grupo de jóvenes participando en un campamento de verano organizado por las Juventudes del Partido Laborista. Breivik dispuso de casi una hora para disparar indiscriminadamente sobre ellos. Cuando fue detenido había asesinado a más de 65 jóvenes.Utoya 22 Julio El film sabe ingeniárselas para trasladar al espectador el repentino estado de horror incomprensible, cruento, indefenso y mortal, en el que, luctuosamente se vieron inmersos tanto víctimas como supervivientes.

Como ya ha quedado referido, Poppe se la juega escénicamente al privilegiar como solución formal con la que aproximarse con máxima fidelidad a los hechos la osada mediación de un único plano secuencia: el que elige perseguir a Kaja, una de las jóvenes acampadas, minutos antes de que el asesino llegara a la isla, hasta que éste se entrega a la policía dando por concluido el cometido de convertir el solaz del paraje en un sanguinolento reguero de inocentes sin vida. Desde el punto de vista de lo que supone dar constancia del convulso encuentro con el horror más absoluto, Poppe, haciendo gala de un efectivo utilización de la cámara en mano, obligando a ésta a convertirse en la aterida sombra de la aterrorizada protagonista, da de pleno en la diana del pánico absoluto. Éste es capturado con la misma virulencia con la que el asesino, quedando siempre fuera de plano, encara la malhadada misión de concluir con éxito la planeada carnicería.

El espectador, literalmente, es convocado a experimentar todo el brutal acribillamiento de pavores a los que ha de hacer frente Kaja, fundamentalmente, a su desesperada lucha por sobrevivir y a su desconsolada necesidad de encontrar a su hermana menor, que también estaba con ella en el campamento. La firmeza con la que la cámara acompaña a la protagonista en ese trayecto de angustia desmedida es de una porosidad tangible, aturdida y siniestra. Se masca la angustiosa incertidumbre, se palpa el tormento enlodazado, la isla se convierte en escondrijo y punto de mira letal, todo trasciende a condición de liebre huyendo a la certeza del tiro, a cacería humana. Poppe, acertadamente, hace chapotear  al  seguimiento de Kaja por el barro torturante del cine de terror, sobre todo en las escenas de agazapamiento en grupo y también con la decisión de no mostrar jamás a la figura del asesino, haciéndolo, sin embargo, estar siempre en plano por mediación de los sonidos de los tiros.

Claro está, el dispositivo pergeñado (todo el film lo es) se resiste a infundir la misma intensidad de voltaje emocional durante todo el metraje. Los tiempos muertos no pueden por menos que mostrar el cableado escénico del engranaje inherente a ese único plano secuencia. Y, en esos momentos, la propuesta pierde un fuelle que, sí, el realizador sabe ingeniárselas para volver a conectarlo con celeridad. La película depara un auténtico zarpazo de sádica inmediatez justificadamente construida. Pese al reparo hecho, no cabe otra opción que la de elogiar el riesgo asumido por este experimento temporal, en el que el tiempo es manejado como un elemento retórico de cuenta atrás que impele al espectador a contemplar lo real en el grado sumo de su apariencia. De ahí el miedo y atenazamiento devastadores que sabe convocar esta notable UTOYA, 22 JULY.

 

DON´T WORRY, HE WON´T GET FAR ON FOOT, de Gus Van Sant

Nota: 6.5

Definitivamente, quedan demasiado lejos los tiempos de GERRY y PARANOID PARK. Tras deparar hace más de cinco años una propuesta tan alejada de estos postulados cinematográficos como (la acaso maltratada en exceso) PROMISE LAND, el pasado de un cineasta tan fundamental siempre permite generar expectativas frente a su nuevo proyecto. DON´T WORRY, HE WON´T GET FAR ON FOOT supone el regreso a la pantalla grande de Gus Van Sant y, lo primero que cabe decir sobre ella, es que definitivamente el autor de MY OWN PRIVATE IDAHO parece haber clausurado cualquier posibilidad de un regreso a las veleidades radicalísimas con las que logró postularse como uno de los popes del cine contemporáneo en la pasada década. Su nuevo film se emparenta más con ese tipo de cine marcadamente social, mucho menos corroído de afán experimentador, que tan buenos réditos laudatorios le reportó  MILK. Nada que objetar, ni mucho menos. Dont WorryPero también resulta irreprimible confesar un cierto quebranto espectador, por lo que de renuncia a una atractiva forma de asimilar el arte cinematográfico tiene este decantamiento.

DON´T WORRY, HE WON´T GET FAR ON FOOT viene a inmiscuirse de lleno en el género del biopic, abordando la accidentadísima existencia del dibujante de viñetas norteamericano, John Callahan, quien comenzó a desarrollar esta facultad artística tras quedar cuadraplégico, por causa de un percance automovilístico en compañía de un amigo, quien, como él, se hallaba en nulas condiciones para conducir debido a una monumental ingesta de alcohol nocturna. El film basa su material escrito en las memorias del propio Callahan. El plano de apertura nos lo presenta en un escenario, sobre su silla de ruedas, dispuesto a impartir una charla frente a un repleto auditorio. Sin embargo, pese a lo que pudiere esperarse, el film no va a escudriñar únicamente en el relato de superación inherente a esa presentación del personaje, sino que ahondará también en el de la redención personal, puesto que en modo alguno la narración pasará por alto los graves problemas de dependencia alcohólica que marcaron punzantemente su pasado.

Van Sant acomete con dignidad el empeño de pergeñar esta pequeña fábula redentora, siempre consciente de su modestia, imponiendo una puesta en escena definida por el continuo salto temporal, por el vaivén de tiempos. De alguna manera, esta abrupta ruptura de la linealidad narrativa (mucho más acentuada al principio del film) viene a significar el punto de vista privilegiado para urdir los acontecimientos, esto es, alguien llamado a verbalizar sus costuras, los añicos de su pasado, el magma de recovecos lacerantes desde el que debe de tratar de organizar su discurso. La película, pese a que no decide escapar en ningún momento al canon del relato expiatorio, del alumbramiento subjetivo hacia el orden y la estabilidad, evita los más flagrantes defectos de este tipo de acercamientos dirimiendo una serie de cautelas.

En primer lugar, el aprovechamiento máximo que se hace de la comicidad procurada por la faceta artística que hizo famoso a Callahan. La rudeza, la negrura, el descaro y la frescura autoparódica que desprende su trabajo sobre el folio asalta al trazado que se hace del personaje y, en algunos momentos, al posicionamiento de Gus Van Sant dentro de la historia (el tratamiento del sexo, la figura del psicólogo hippie, las escenas de Callahan conduciendo aceleradamente su silla eléctrica). La película evita el riesgo excederse en la temperatura del caldo trágico que pudiere servir. No lo hace jamás y, por ejemplo, acertadamente, pasa de modo celérico por el proceso de rehabilitación física, ahorrando detalles escabrosos consabidos, puesto que, como ha quedado referido, la historia privilegia de forma más pertinaz  la observación de los problemas alcohólicos. En este sentido no cabe sino rendirse a la extremada delicadeza con la que Joaquin Phoenix incorpora al omnipresente personaje. El actor, aún a sabiendas de que todo está orquestado a mayor gloria de su lucimiento personal, acomete su labor con una desenvuelta sencillez dramática, sin caer en excesos, aliándose con la calculada pequeñez de esta producción.

 

 

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