El Ultimo Verano Portada

 

 

 

Título Original 36 vues du Pic Saint-Loup (Around a Small Mountain)

Año 2009

Duración 84 min.

País Francia

Director Jacques Rivette

Guión Jacques Rivette, Pascal Bonitzer, Christine Laurent

Música Pierre Allio

Fotografía William Lubtchansky, Irina Lubtchansky

Reparto Jane Birkin, Sergio Castellitto, Julie-Marie Parmentier, Jacques Bonnaffé, André Marcon

Productora Pierre Grise Productions

Valoración 8

 

Jaques Rivette es, junto al siempre tozudo e indomable Jean Luc Godard, el único cineasta vivo perteneciente al grupo de cineastas fundadores del movimiento cinematográfico más importante habido en la segunda mitad del siglo XX. Me refiero a la “Nouvelle Vague” francesa, la respuesta fílmica a la vorágine de acontecimientos aglutinados en torno al mayo del 68. El arte cinematográfico ya nunca ha vuelto a ser el mismo. La modernidad emergió cultivada por la forma nueva de concebirlo que éstos impusieron. La cámara de cine aprendió a exhibir su prodigio de un modo tan liberado de ataduras clásicas como impositor de un espectador más activo y, desde entonces, por lo tanto, conminado a desentumecerse las retinas, y a dejarse sacudir por una potente reflexión teórica y estética.

El año pasado, desgraciadamente, fue nefasto para con la vigencia creativa de los imprescindibles autores adscritos al grupo. Fallecieron Eric Rohmer y Claude Chabrol. La sensibilidad moral y la astucia sardónica, respectivamente, van a tener pocos que las vigilen o las cuezan. De ahí que, lógicamente, el sólo hecho de poder acudir a una nueva cita con una obra de los otros dos mentados arriba, sea motivo para la celebración. Godard lo ha hecho recientemente con una muestra más de su imperecedera fortaleza combativa, titulada Film Socialisme.

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Rivette, el veterano autor de La Bella Mentirosa, por su parte, vuelve a convocarnos frente al modélico artefacto de su curiosidad creativa. Eso sí, de una forma muchísimo más escueta a la que nos tiene acostumbrados. El Último Verano tiene sólo 84 minutos de duración, de ahí que, sabedor de esta autoimposición temporal, el maestro opte por una ligereza contemplativa de muy concentrada ilación. El Último Verano muy pronto deja entrever su hondísima naturaleza fabulatoria. El encadenado se situaciones que emplaza está solventado de una forma depuradamente fresca, naturalista y, al tiempo, delicadamente irreal, en la que está aprovechado al máximo el universo circense que la cobija.

El propietario y director de una modesta compañía de circo ambulante ha fallecido. Su  grupo de integrantes llama a su hija. Ésta se ve obligada a retornar a un mundo que abandonó hace mucho tiempo. De camino al pueblo en el que va a tener lugar la próxima actuación, el coche se le avería. Un adinerado automovilista detiene su descapotable y la ayuda. Este hombre queda embelesado por la personalidad de ella y decide hacer un quiebro a su ruta y quedarse a compartir gira con la “troupe”. El Último Verano, en esencia, narra la influencia de este personaje en el drama particular del personaje femenino central. El suspicaz y juguetón galanteo del caballero asediando la atalaya serena y brillante de una mujer enrocada en un dolor antiguo, que no quiere verbalizar.

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Lo gratificante del film es el modo empleado por Rivette para acudir a la pena de la protagonista. El creador de la imprescindible Vete a Saber obvia cualquier tentación melodramática y privilegia un acercamiento desenfadado, sereno, muy agudo en las confrontaciones verbales, y completamente poroso al entorno circense en el que está inscrito. El circo presta una pátina escenificativa que trasciende la carpa de la pequeña pista en la que actúan sus integrantes. Las entradas y salidas de todos los personajes atienden a una cándida coreografía de insinuaciones y verdades a medias, que vierte un tono matizadamente burlesco y distanciador a todo el entramado de relaciones personales descritas.

Esta naturalista teatralidad, esta evidencia de la escenificación sacuden desprejuiciadamente a la realidad en la que parecen estar zambullidos todos los elementos convocados. La frontera entre el universo espectacular y el cotidiano queda diluida. No debe extrañarnos que las puertas de salida del circo siempre estén abiertas a la geografía luminosa y campestre en la que está enclavada la carpa. Los números circenses están encuadrados con una cercanía casi inmovilista que recalca el carácter primigenio y artesanal de toda la propuesta. Hay un cierto aroma a evocación de la pureza perdida de la imagen cinematográfica: no puede pasar desapercibida la fascinante visualización del primer encuentro de los dos protagonistas en la escena de apertura. Rivette la filma sin que medie palabra alguna. Los dos actores ejecutan la acción únicamente con gestos, cual si de dos actores de cine mudo se tratase.

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Rivette, de alguna manera, viene a decirnos que, en el fondo, los seres humanos no somos otra cosa sino apurados artistas de circo empeñados en el único número que sabemos hacer: vivirla La vida es un escenario en el que acaecen nuestras infelicidades y no las solucionamos nunca si sólo las atisbamos desde ese espacio silente que es la penumbra del espectador. El público apenas sí aparece en las representaciones. Uno no puede ser espectador de su propia vida. El desenlace, a tal efecto, no puede ser más esclarecedor. Actuar es resolver. Resolver, alcanzar el sentimiento pleno de la vida. Si lo dice Rivette, yo me lo creo. Preciosa y distinta.

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