Título: The Deep Blue Sea
Año 2011
Duración 98 min.
País U.K
Director Terence Davies
Guión Terence Davies (Obra: Terence Rattigan)
Música Varios
Fotografía Florian Hoffmeister
Reparto Rachel Weisz, Tom Hiddleston, Simon Russell Beale, Ann Mitchell, Harry Hadden-Paton, Sarah Kants, Steve Conway, Jolyon Coy
Productora Coproducción Reino Unido-EEUU; Film4 / UK Film Council / Lipsync Productions
Valoración 9
Terence Davies es uno de los pocos francotiradores de la elegancia que le quedan al arte cinematográfico contemporáneo. El autor de la genial e inolvidable DISTANT VOICES sigue incandescentemente fiel a la distinción escénica que ha venido pergeñando durante toda su exquisita trayectoria. Hoy en día, ser espectador de una obra del británico supone participar de una ceremonia retrospectiva, dolorosamente emocionante, pues apenas quedan artesanos del celuloide empeñados en mantener viva esa llama de erudición.
El concepto que tiene asumido – y demuestra- de lo que es ser un cineasta, en la actualidad, parece privilegio en vías de extinción, sólo al alcance de algunos pocos talentos que no se han dejado llevar por la banalidad o la desafección contra la que ha sucumbido la mayor parte de la producción artística de nuestra época.
De ahí que contemplar THE DEEP BLUE SEA, más allá de su espléndida construcción, conmueva. Conmueve ser cómplice admirado de ese gusto por la contención, por la mesura, por la paciencia, por el respeto y por la sensibilidad, de esa apuesta por la construcción significante y meditada de cada plano, de ese mimo imperturbable por la puesta en escena en tanto que soporte y necesidad, de ese impagable afecto por prestarle tesón e importancia a la totalidad del texto, de esa primoroso tacto en la colocación de los actores dentro de la escena y de esa paciente humildad por brindarles un merecido tiempo para su precisa expresión. En el sentido más laudatorio del calificativo, uno se congratula en decir que THE DEEP BLUE SEA parece antigua, pues la calidad de su posicionamiento pertenece a los tiempos en los que el modelo de cine clásico vivía el más esplendoroso de sus momentos. El cine ya no es lo que era y Davies se atreve a susurrarnos, con estilo, pujanza y resistencia propios, aquella apasionante proeza que fue.
Sin embargo, pese a lo que pudiera deducirse de este amplio prólogo, THE DEEP BLUE SEA no es un ejercicio que persiga como único objetivo la vindicación de esa bella memoria que convoca rápidamente su visionado. Ni muchísimo menos. El cine de Terence Davies sólo rinde tributo a su particularísima idiosincrasia autoral: el realizador construye sus artefactos fílmicos armonizando, mediante una inusual contundencia escénica, una suma de elementos clásicos que como resultado cuajan una obra delicadamente moderna, en la que, por ejemplo, son puestos al día algunos clichés propios del melodrama norteamericano de los años cuarenta y cincuenta. Las temperatura emocional que va coagulando el conflicto central, el tratamiento del color dispensado por la fotografía, y el volcánico tema central desarrollado por la historia permite que intuyamos la figura de referentes tan ilustres como los de Douglas Sirk o King Vidor.
Basada en una obra teatral homónima, escrita por el importante dramaturgo británico Terence Rattigan, THE DEEP BLUE SEA fundamenta su desarrollo argumental en torno a uno de los esquemas más transitados por ese corpus dramático inmemorial que es el amor y sus consecuencias: el triángulo amoroso como cuadrilátero de emociones impensadas y súbitas. Aquí contemplamos como la esposa de un importante miembro de la judicatura inglesa tira por la borda la cómoda infelicidad de una vida completamente tibia, sabida y gris al conocer a un expiloto de la RAFF. Vislumbramos el gozo del ser que ama de nuevo, del ser que no reniega a la llamada de ese sentimiento renacido, reencontrado, abismal, irrenunciable. La pasión, entendida como única oportunidad para la vida, pero también como riesgo, como peligro, como desmesura unívoca no correspondida: la convivencia con el militar pronto comenzará a mostrar un reverso lleno de fisuras para las que, quizás, el afecto apasionado no sirva de alivio.
El film de Davies se convierte en una soberbia radiografía sobre lo terriblemente frágil que es la pugna por el amor. Sobre si vale la pena amar demasiado a quien se muestra incapaz de devolver esa intensidad. Sobre si esa demasía que es amar vale la pena por sí misma. Sin renunciar jamás de evidenciar el origen teatral de la partitura escrita que estamos contemplando, el realizador despliega una impecable puesta en escena genuinamente cinematográfica en la que cada acción, cada movimiento, cada hallazgo fotográfico, cada objeto adquiere una importancia esencial. Y en la que cada sonido viene a hacer reverberar un torrencial cúmulo de turbias, caldeadas y mortificantes serenidades. Davies vuelve a demostrar su impresionante maestría en lo que se refiere al acompañamiento musical de sus imágenes. La utilización del “Concerto para Violin y Orquesta Op. 14”, de Samuel Barber es sencillamente sublime.
Ese mimo escénico contribuye a que el film, pese a su apariencia, sea medularmente cinematográfico. Basta comprobar como, pese a ser una película de interiores, el designio de los personajes está humedecido de esa situación de desgarro colectivo que es una postguerra. El ámbito externo a los personajes se cuela en el drama particular que definen las distintas confrontaciones, los variados acercamientos que se producen entre ellos. Los exteriores de la escena de apertura y clausura, la escena del cántico en los subterráneos del metro durante el bombardeo, la tesitura personal del aviador amante o la refinada lobreguez de la fotografía de Florian Hoffmeister contribuyen a autentificar cinematográficamente un soporte que, insistimos, no reniega en ningún momento de evidenciar su génesis teatralizante.
Pocas veces el cine contemporáneo ha sabido escenificar con tanta desenvoltura la encrucijada de un personaje libremente amador como es Hester, la inolvidable protagonista de este drama amoroso que viene a reivindicar la pasión como ventana hacia el único destino posible: el de la búsqueda de la plenitud. Una excelsa Rachel Weisz se encarga de imponer en la pantalla la encrucijada pasional, torturante y resucitadora en la que, secuestrada de efusión inédita, se asfixia su personaje. La actriz regala belleza, desazón, gratitud, dolor y embriaguez a su criatura. Para amar, basta el sujeto que conjuga ese verbo. La respuesta del otro, quizás, sea lo de menos. Quien ama abre una ventana y mira la luz que entra por ella. THE DEEP BLUE SEA nos habla de Hester y sus cortinas. Un film sobresaliente