Título original: Dead Man Down
Año: 2013
Duración: 110 min.
País: Estados Unidos
Director: Niels Arden Oplev
Guión: J.H. Wyman
Música: Jacob Groth
Fotografía: Paul Cameron
Reparto: Colin Farrell, Noomi Rapace, Dominic Cooper, Terrence Howard, F. Murray Abraham, Isabelle Huppert, Armand Assante, Raymond Mamrak, Raw Leiba, Jennifer Butler
Productora: FilmDistrict / Original Film / Frequency Films / IM Global
Nota: 4
Como tantos otros casos (ahí tenemos el reciente del coreano Park Chan-wook con la brillante STOKER), la industria hollywoodiense se encarga de llamar a sus filas a determinados realizadores no estadounidenses que han despuntado con éxito público mediante alguna obra producida en su país de origen. No es nada nuevo, pues siempre, desde que la industria norteamericana se erigió como la más importante del planeta, la todopoderosa meca del cine ha sido destino de numerosos cineastas llegados hasta sus estudios por muchas y variadas causas.
Al danés Niels Arden Oplev, hace cuatro años le tocó en suerte ser el encargado de una de las más esperadas adaptaciones cinematográficas de los últimos tiempos: se trataba, nada más y nada menos, que de la primera parte de la famosa trilogía literaria escrita por Stieg Larsson, LOS HOMBRES QUE NO AMABAN A LAS MUJERES. El ejercicio (sin duda muy por debajo del posterior acercamiento a la obra del sueco concluido por David Fincher), pese a no superar las artimañas y los fuleros subterfugios relatores ya impuestos por el libro, concluía revelando a un director bien capacitado tanto para la descripción de ciertos espacios y caracteres como para la firme narración de los hechos urdidos.
Sea como fuere, el realizador escandinavo presenta ahora la que es su primera obra concluida al amparo de la industria norteamericana. Se titula DEAD MAN DOWN y trata de ser un thriller sobre mafiosos que, desde muy pronto, intenta desmarcarse de la inercia violenta, superficial y tópica contra la que suelen derrapar la mayoría de productos adscritos a este género, pero que, por causa de un guión a todas luces trufado de decisiones alambicadas en demasía, termina sucumbiendo a una vulgaridad no prevista durante la primera parte de su metraje.
El film arranca con el descubrimiento, por parte de un capo mafioso, del cadáver de uno de sus esbirros en el sótano de su propia casa. A partir de ese momento, Alphonse, ese es su nombre, pondrá a todos sus lacayos a investigar la autoría de ese crimen, puesto que no se trata de una muerte aislada, sino una pieza de un puzle macabro que pretende acabar con él y toda su banda. Durante un ajuste de cuentas en el local de un traficante al que creen autor de los hechos, Alphonse salva su vida gracias al empeño de Victor, uno de sus mejores lacayos.
A partir de ese momento, la historia se desplaza hacia la observación de este personaje y de una vecina que vive en el edificio de enfrente del suyo. Entre ambos comienza a vislumbrarse una necesitada relación afectiva. Los dos se irán desvelando como personajes heridos, oscuros, alimentados por siniestras ambiciones particulares. El film va a ir agrandando su misterio gracias a las revelaciones que ambos dirimirán de forma bien distinta: ella, a bocajarro, propiciando un formidable giro narrativo impensado; él, de forma, más dosificada, sobrellevando a sus espaldas el entramado más espectacular de todo el film.
El problema principal de DEAD MAN DOWN es el desequilibrio nunca bien solucionado que surge al tratar de encauzar las dos líneas de interés narrativo perfiladas en el guión: por un lado, el seguimiento al conflicto de corte dramático que atañe a la relación entre Victor y Beatrice (unos efectivos Colin Farrell y Noomi Rapace) y los múltiples desquites personales que ambos ansían zanjar; por otro, el que intenta zambullir de pleno a la narración en el film de género negro contemporáneo al que se adscribe desde el inicio.
El interés por capturar con autenticidad, celo, paciencia y detalle lo concerniente al primero hace que el segundo aspecto quede reducido a un mecanicismo abrupto y esquemático. Para mayor desgracia, la confluencia de ambos en el último tercio del film fuerza a una resolución impropia del tacto esgrimido en el planteamiento del conflicto.
El relato convoca algunas soluciones narrativas de dudosa catadura lógica y por lo tanto se precipita hacia una espectacularidad chirriante, desmedida y, lo que es peor, anuladora de las bondades acumuladas. La secuencia final, por ejemplo, es literalmente infame, pues parece propia de un film concebido a mayor gloria de un clon de Steven Segal. Una pena, pues la eficiencia narrativa artesanal, intensa, descriptiva, esgrimida por Arden Oplev, sucumbiendo a semejante barbarie argumental, queda sepultada injustamente.