Dirección: Paolo Sorrentino
Nota: 2
Comentario crítico:
Si para algo sirvió FUE LA MANO DE DIOS, fue para que todos aquellos que en modo alguno nos situamos entre la multitud de entusiastas que celebran la llegada de cada nuevo título de Paolo Sorrentino tuviéramos que dejar aplazada nuestra animadversión. Aquel sensibilísimo, encantador, delirante, carnal y lúcidamente amargo relato autobiográfico estaba calibrado con un magistral sentido de la contención y la veracidad emocional. El autor de LA GRAN BELLEZA se facultaba una inesperada dosis de humildad y de acatamiento escénicos, impropia de alguien que ha hecho de la estridencia locuaz, la rimbombancia observacional y la desmesura calibrativa pomposo manual de estilo.
Desgraciadamente el tratado de no aversión ha durado poco. PARTÉNOPE se configura como la escasamente disimulada justificación del italiano para volver a ganarse nuestra tirria. La acumulación de yermo merodeo, irritante volubilidad e inane anhelo de recóndita especulación existencial no cabe asimilarla más que con ojeriza auxiliadora.
El film ciñe todo su devenir a la obsesiva escrutación de un enigma hecho mujer: la Parténope que le da título. Sorrentino pliega todo su interés al seguimiento del desarrollo vital de esta joven universitaria. La vigilancia sobre ella no será ni lineal, ni naturalista, sino dirimiendo un acercamiento esquivo, merodeativo, luminoso, mucho más intuitivo que definidor.
El problema esencial de PARTÉNOPE es que todo el esfuerzo de una puesta en escena focalizada en la incansable observación de la protagonista no sepa jamás construir ni el interrogante que se empeña en conjeturar, ni el enunciado metafórico que trata de establecer entre la personalidad de Parténope y el Nápoles encuadrado intentando que trascienda la condición de telón de fondo.
Sorrentino se muestra incapaz de extraer de esta unívoca, terca e infructuosa persecución la atmósfera simbólica, perturbadora y afilada que reclama de modo nulamente sibilino. El retrato de Parténope no supura sutilidad alguna. Su mirada se quiere torrencialidad de agudeza, magnetismo y salubre prestidigitación pasional, pero no pasa de silencio sin abismo que lo oscurezca, de belleza fotogénica de póster de la que no emana la celebrativa fascinación por el goce súbito, inclasificado y libre perseguido.
El fracaso en esta intencionalidad de complejizar el posicionamiento de la criatura principal dentro de un relato construido a la medida de su cavilación, claro está, arrastra al resto de los personajes urdidos para que Parténope los maneje a golpe de hechizo, antojo e incertidumbre.
La plana indefinición que la malogra convierte en títeres comparsa a quienes se inmiscuyen en su camino. A excepción del soberbio catedrático universitario, el resto de personajes deambulan sin concretar influencia alguna. Particularmente ominoso resulta el trato dispensado al hermano y al amigo amante de Parténope. El hálito trágico que debiere ungir al enunciado de acontecimientos tras el desenlace de esta relación a tres bandas no supera la condición de anécdota caprichosa. Sorrentino persigue el cosmos de una magia azul, acuosa, escarpada y animal, pero de la chistera solo le sale el videoclip napolitano de una canción de Laura Pausini.