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Sección: OFICIAL

Dirección: Léonor Serraille

Nota: 8.5

Comentario crítico:

Mediante un plano/contraplano muy cerrado sobre sus rostros, completamente atentos el uno frente al otro, (los ojos de ambos se sinceran con desbordada veneración íntima), una madre y su hijo pequeño se miran. Ella, mientras lo acaricia, le mesa el cabello y le sopla el que le cae sobre la cara, refiere una historia de devoción artística sentida por un pintor antes de nacer él.

Él niño, así se lo hace saber, se llama Ari en honor a esa admiración . No obstante, de modo abrupto, sin transición, muchos años después, volvemos a un primerísimo primer plano. La cámara se cierne sobre la mirada extraviada, inconclusa, paralizada de Ari, ahora con 27 años de edad. Es profesor de escuela infantil. Está teniendo una inspección escolar. Se evidencia un bloqueo mental irresoluble. Comienza a hablarle a los niños sobre el hipocampo, sobre los opiáceos, sobre André Breton. Le da un ataque de ansiedad: la imagen del presente se exhibe como el reverso irreconocible de lo que esa madre vaticina, espera de su hijo. El futuro intuido por aquella parece un despojo, un garabato de la proyección materna.

Nos hallamos frente a un ser humano tocando fondo, impotente frente a una crisis personal que lo deja indefenso, nulo, arrinconado en sí mismo. ARI narra de modo tan conmiserativo como  implacable  el modo con el que el omnipresente protagonista tratará de solucionar el colapso vital que de forma tan frontal y afrentosa ha sido utilizado como  presentación y punto de partida de ese personaje central, un Andramic Manet sencillamente estremecedor, dolido, inquieto, vulnerable, fiel semblanza de lo que podemos calificar como tortuosa fragilidad.

El film describe un recorrido por diversas etapas convivenciales. Cada una de ellas vendrá definida por el encuentro con algún familiar o un amigo al que se acerca Ari para pedir ayuda, consuelo, oído para la confidencia. La cámara, pese a no escatimar aspereza alguna, asimila un posicionamiento que evita la condescendencia, pero que tolera una clemente perseverancia.

La proeza de Léonor Serraille la constituye el hecho de hacer de su cámara el reclamo expositor y escuchante que demanda Ari. Los planos esgrimidos asumen franco estoicismo comprendedor. No tratan de indagar en la causa de su devastación, no le dan la razón, no lo enjuician: lo acorralan con el sereno propósito de proponerle un espacio para el desahogo. Lo quieren. El film bascula siempre con calma fluidez entre el desgarro reprimido y la posibilidad de la esperanza. Los concisos, excelentes diálogos (así como la completa veracidad actoral) intensifican la cauta densidad intensiva que ciñe el camino hacia la estabilidad de este hombre con la dignidad rota.

Escenas como la discusión con el amigo que encuentra en un museo, o las dos que enfrentan a Ari con su padre clarifican con vehemente precisión las aristas de este itinerario. Este hombre con la madre que lo miraba muerta acomete el intento de salvación quedándose prendado un cuadro. El tajante salto temporal sobrevenido en la secuencia de apertura viene a significar la magnitud de esa ausencia. Ari se quedó sin el cobijo de quien mejor lo veía. El film se constituye como una lacerante reflexión sobre la necesidad de ser mirados con  afecto reparador. Léonor Serraille sabe murmurar los ojos en los que necesita reflejarse este profesor descaminado.

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