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Dirección: Miguel Gomes

Nota: 9

No hacía falta el vasto acopio de brillantez fílmica hacinado en GRAND TOUR para reafirmar la categoría de Miguel Gomes como pensador cinematográfico, como explorador de la imagen en movimiento, convirtiendo a cada plano en el resultado de esa aventura arqueológica. No hacía falta, insistimos, pero no podemos más que celebrar esa persistencia en la búsqueda de lo remoto ansiado de contemporaneidad que es GRAND TOUR. Cada plano, en ella, responde a esa mágica terquedad consistente en elucubrarlo como un fósil que vertiere su hallazgo hacia un significado futuro, hacia un correlato simbólico nuevo que no desea desprenderse de su valor como vestigio.

Con la misma voracidad rebuscadora y remota con la que rubricó esa magistral ceremonia de sortilegios fílmicos llamada TABÚ, sin duda, uno de los hitos del cine contemporáneo concebido como investigación a través de la cual reivindicar un retorno a los tiempos en los que el cinematógrafo luchaba por proclamar su autonomía disciplinaria y su pureza distintiva, el autor de AQUEL QUERIDO MES DE AGOSTO vuelve a dejar constancia de su magisterio como ensayista audiovisual.

Partiendo del melodrama romántico, esta nueva incursión del cineasta luso en ese cáustico combate  a la convencionalidad, en esa fecunda pugna que mantiene por convertir a la historia del séptimo arte en referente formal al servicio de un despliegue escenográfico nutridísimo de vindicaciones pretéritas, prácticamente seminal, GRAND TOUR explicita esa necesidad de remontarse a los tiempos del cine pionero, proponiendo como núcleo de su entramado argumental un doble viaje que es situado a finales de la segunda década del siglo XX.

Por un lado se nos propone el itinerario que improvisa Edward, un funcionario británico que trabaja en Rangún, Birmania, justo el día en el que tiene prevista su llegada a la ciudad Molly, su prometida. China, Japón, Filipinas, Thailandia y Vietnam serán los destinos elegidos para acometer esa súbita, imprevista huida. Por otro, la segunda mitad del film afrontará la persecución, la busqueda del amado que emprende Molly al conocer que Edward no la ha esperado tal y como ambos habían decidido. Dos grandes capítulos, dos protagonistas, dos ansias bien disímiles y un único itinerario. El film asume esa dupla de seguimientos proponiendo, desde ella, un deslumbrante sedimento de sustratos significacionales convocados para escrutar el pasmo interrogante con el que él encaja una huida jamás aclarada al espectador y la arrebatada confianza amatoria con la que Molly empuña la convicción de encontrarlo.

Voves en off en idiomas distintos (a modo de lector epistolar) dirimiendo explicaciones narrativas y subjetivas ajenas al plano sobre el que son pronunciadas, imágenes del presente que funcionan como destello ensoñatorio del futuro, inclusión de múltiples escenas en las que son convocados distintos espectáculos pertenecientes a rituales escénicos antiguos ( marionetas, sombras chinescas, danzas teatrales, etc), delirios musicales en karaoke, actuaciones callejeras, coreografías motociclistas con tráfico urbano y, sobre todo, la cita constante al cine de los pioneros, en tanto que fenómeno espectacular  indagado en calidad de disciplina artística, gracias a la cual los espectadores cinematográficos de la época en la que se enmarcan los hechos vislumbrados podían acceder a la contemplación de parajes geográficos desconocidos: con todo este jugoso material de texturas y retóricas icónicas, GRAND TOUR se organiza, viaja ante nuestros ojos como un collage de múltiples postulaciones enciclopédicas, armonizado con una sabiduría escenográfica  que hace, de la mixtura entre todas ellas, el complejo ardid amalgamatorio desde el que emerge la hipnosis, el suspense, el eco mudo y cartográfico de un film/ensoñación mayúsculo.

Gomes no cesa de exigir la predisposición de un espectador dispuesto a entrar en este juego de tiempos fílmicos encarados y de mapas quebradizos con las fronteras deconstruidas. La inclusión de las ya citadas sombras chinescas no es baladí. El luso reclama una mirada no restringida a los bordes de la pantalla, sino que necesitada de  imaginación superpuesta a la retina. Interpela a que sus planos sean interpretados como marionetas a las que creerles el hálito fantasioso con el que salen a escena. Tanto o más importante es la ruta habida entre el ojo espectador y la concreción fugada, incompleta, juguetona de lo visto dentro del encuadre, que la que se establece entre un hombre que escapa y la mujer enamorada que lo persigue, perdida entre la bruma del no saber el motivo de esa deserción.

En una escena que tiene lugar durante la estancia de Edward en Japón, un monje encapuchado le pregunta cómo es que no sabe su destino. Él responde que adonde el viaje le lleve. GRAND TOUR no tiene otro propósito mas que el dejarse llevar hacia donde el cine decida acercarlo.

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